"Señor Labruna", de Rodolfo Braceli
Libro de arena sigue recorriendo la literatura mendocina. Hoy es el turno de Rodolfo Braceli. En la primera semana del campeonato mundial de fútbol compartimos su relato "Señor Labruna", pubIicado en De fútbol somos, en el año 2001.
Señor Labruna
Estimado señor Labruna:
Por intermedio de la presente me dirijo a usted, antes que nada deseando que al
recibo de esta carta se encuentren habitados de buena salud usted, la familia
de usted y las amistades de usted.
Antes de expresarle el motivo de estas líneas quiero presentarme: soy maestro
de escuela, es decir, honrado pero pobre. Tengo 35 años de edad, no soy casado,
no tengo hijos, en realidad vivo solo en una casita de piedra que está apoyada
sobre la espalda de mi escuelita. Por esas vueltas que tiene la vida nací en
Santa Cruz, en un pueblito que se llama Los Antiguos, cerca del volcán Hudson;
nací bien al sur pero desde hace diez años vivo bien al norte, mucho más arriba
de San Salvador de Jujuy, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada
de Humahuaca y el río Miraflores. Fácil de llegar si algún día se le ofrece la
ocasión.
Señor Labruna, yo sé que usted es una persona que no tendrá tiempo para cartas
demasiado largas, pero le ruego que me tenga paciencia. El sitio donde vivo no
figura en el mapa. No hay pueblo alrededor de mi escuelita. Los niños vienen de
casas dispersas que están a media hora, a una hora, a dos. Yo soy el maestro de
los seis grados y cuando el tiempo permite que vengan todos son veintinueve los
niños que aquí se juntan. Más que nada les enseño a leer y escribir y después
les enseño a comprender lo que leen. Sabiendo esto, algún día podrán ser libres
no sólo cuando cantan el himno y sabrán que ser pobres no es todo lo que se
puede ser.
Señor Labruna, no vaya a tomar a mal lo que ahora paso a contarle: yo soy
hincha de Boca, lo soy desde que tengo uso de razón y uso de pasión. Pero eso
no me impide tener por usted mi más alta estima y admiración. Yo sé que usted
es de River y jugará en River hasta el último minuto del último partido de su
vida —quiera Dios que sea bien pasados los cuarenta años de su edad—. Pero debo
confesarle que soy un convencido que usted tiene todas las características de
un jugador típicamente boquense. Usted no arruga jamás, usted es capaz de dar
vuelta un resultado en los últimos cinco minutos del partido, usted no le tiene
miedo a nada. A usted, señor Labruna, los insultos de la hinchada contraria lo
hacen jugar mejor. Hace un año y dos meses, acercándose al alambrado donde
estaba la vibrante hinchada bostera de mi Boca, usted, desafiante, simulando
mal olor, se apretó la nariz con el índice y el pulgar. El coraje que tuvo para
hacer eso en la mismísima cancha de Boca demuestra lo que le digo: usted es un
típico jugador de Boca. Pero Dios tiene sus planes y designios y estableció,
para siempre, que usted fuera para siempre jugador de River.
Señor Labruna: se preguntará usted cómo hago, tan fuera del mundo como estoy,
para estar tan enterado del fútbol y de sus hazañas. Le cuento: todos los
domingos, si el tiempo así lo permite, para escuchar los partidos bajo a
caballo hasta San Salvador de Jujuy. Allí me espera un amigo que tiene una
preciosa radio y una preciosa hermana. Usted no se imagina la felicidad que significa
escuchar al maestro Fioravanti, es como ver los partidos. Ciertamente vale la
pena cabalgar dos horas de ida y dos horas y media de vuelta.
Por esta vez, señor Labruna, no quiero quitarle más tiempo. Que esta primera
carta sirva para testimoniarle mi grande admiración.
Reciba mi apretón de manos. Quiero decirle que si usted me contesta le daré
suerte, aunque usted no la necesita.
Su seguro admirador,
Estupor Corcuera
Esta fue la primera carta de Estupor
Corcuera a Ángel Labruna. Sucedía en la Argentina y en el mundo el mes de
octubre de 1947. Después de esa carta, Corcuera, cada semana le escribió a
Labruna. Siempre se las enviaba a la cancha de River, seguro de que las
recibiría. En cada una le contaba cosas menudas referidas a sus alumnos, a la
escuelita de piedra, a algún temporal de nieve, a cierto caballo que se mancó,
a lo difícil que es aprender a leer cuando no se está bien comido y bien
abrigado. Todas las cartas Estupor Corcuera las cerraba con la misma frase: Quiero
decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted
no la necesita.
Labruna no contestaba. Y no por desgano; no le salía. Generalmente las leía una
hora antes de los partidos. En 1951, cuatro años después de la primera, Labruna
un domingo se encontró con que no había carta. En los dos domingos siguientes
tampoco hubo. Lo que Labruna experimentó no se lo alcanzaba a explicar con
palabras: sintió un vago malestar, sintió que realmente le faltaba algo. Y se
dijo: soy un chambón, ¿cómo es posible que me haya pasado cuatro años sin
contestarle a este hombre? Creyó que nunca más recibiría otra carta de aquel
maestro desde el remoto norte, Jujuy adentro, pasando el Trópico de
Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Labruna no lo
supo explicar a los demás pero estaba ganado por la tristeza. Pero el domingo
siguiente se encontró con las cartas atrasadas, y la que correspondía a ese
domingo. Corcuera le pedía disculpas, le decía que una especie de pulmonía le
había impedido salir de su casita en el medio de la montaña. Pero ya estaba
bien. Al final le reiteraba el saludo y la frase de siempre: Quiero
decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted
no la necesita.
Como a los cinco años desde la primera carta un día Labruna decidió contestarle
a Estupor Corcuera. Compró un block, sobres, y empezó por fin a responder.
Después de la primera, de la segunda, a lo sumo de la tercera línea, se
atascaba. Estrujaba la hoja y arrancaba con otra. Finalmente tiró al diablo el block
y los sobres. Dijo esto no es para mí, escribiendo no hay caso conmigo, no
entro al área ni por puta. Allí fue que Labruna se juró ir un día a la casita
escuela donde vivía Estupor, allá, en la bella desolación, al norte del
paraíso.
Y el día llegó después de una noche
estrellada. Era lunes y diciembre. El cielo estaba azul, sin nubes,
inobjetable. Labruna cabalgó con un paisano que conocía de memoria aquellas
eternidades. La última parte del cerro era una especie de cuesta y tuvo que
hacerla solo y de a pie. Un trayecto de unos veinte minutos agravado por el
paquetón que traía. Siguió una senda hecha por la costumbre. El paisano, para
alentarlo en ese último tramo, le había dicho con cierto alarde literario:
—Aquí lo estaré esperando no bien pasen tres horas desde este minuto. Vea,
amigo, vaya sin apuro, porque aquí el aire es mañoso. Siga por donde la senda
de las piedras suaves se lo van diciendo. Abro comillas: El camino
lleva al sol en los hombros. El camino no acaba de llegar. Cierro comillas.
Hasta más luego.
Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el
aire le resultaba poco. Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del
paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado
lejos. Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco. Y ahí comprendió
eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de
terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras
suaves siguió avanzando. El ruido del silencio le golpeaba las sienes. No daba
ya más. Sintió que se derrumbaba.
—¡Señor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí!
Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo. Con el largo abrazo lo
sostuvo. Labruna fue encontrando el aire y las palabras:
—Mucho gusto, Corcuera… encantado de conocerlo.
Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela. Partió
enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera. Labruna hizo caso.
La cebolla lo resucitó. Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar
de todo un poco con Corcuera. Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón
con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y
una baraja.
Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.
Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde
la mañana. Brindaron con vino clarete.
Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.
Cuando llegó el momento de bajar la
cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera. El maestro
caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de
harina con que fue obsequiado. Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con
extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa
iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.
—No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que
va dejando la harina. Por favor le pido.
Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por encima de la harina.
Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya
estaba esperando. Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía
rumiando desde que llegó:
—Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte?
—Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre?
Se abrazaron fuerte, rápido. Ni a
Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se
habían visto por primera vez, y por última vez.
Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba
subiendo la cuesta. Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente
sobre las pisadas que recién él dejó marcadas, sobre la harina.
Rodolfo Braceli
Editorial Sudamericana, 2001.
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