Las pequeñas memorias, de José Saramago
En el mes de su centenario, seguimos recordando a José Saramago. Hoy, con un fragmento de Las pequeñas memorias, en el que recuerda sus inicios en la lectura y a escritura.
La primera lectura
Aprendí a leer con
rapidez. Gracias a los cuidados de la instrucción que había comenzado a recibir
en la primera escuela, la de la calle Martens Ferrão, de la que apenas soy
capaz de recordar la entrada y la escalera siempre oscura, pasé, casi sin
transición, a frecuentar de forma regular los niveles superiores de la lengua
portuguesa en las páginas de un periódico, el Diário de Notícias, que
mi padre traía todos los días a casa y que supongo que se lo regalaba algún
amigo, un repartidor de periódicos de los de buena venta, tal vez el dueño de
un estanco. Comprar, no creo que lo comprara, por la pertinente razón de que no
nos sobraba el dinero para gastarlo en semejantes lujos.
Para dejar una idea
clara de la situación, baste decir que durante años, con absoluta regularidad
estacional, mi madre llevaba las mantas a la casa de empeños cuando el invierno
terminaba, para sólo rescatarlas, ahorrando centavo a centavo y así poder pagar
los intereses todos los meses y el levantamiento final, cuando los primeros fríos
comenzaban a apretar. Obviamente, no podía leer de corrido el ya entonces
histórico matutino, pero una cosa tenía clara: las noticias del diario estaban
escritas con los mismos caracteres (letras los llamábamos, no caracteres) cuyos
nombres, funciones y mutuas relaciones estaba aprendiendo en la escuela. De
modo que, apenas supe deletrear, ya leía, aunque sin entender lo que estaba
leyendo. Identificar en la lectura del periódico una palabra que conociera era
como encontrar una señal en la carretera diciéndome que iba bien, que seguía la
buena dirección. Y así, de esta manera tan poco corriente, Diário tras Diário, mes
tras mes, haciendo como que no oía las bromas de los adultos de la casa, que se
divertían a mi costa viéndome mirar un periódico como si fuera un muro, llegó
mi media hora de dejarlos sin habla, cuando, un día, de un tirón, leí en voz
alta, sin titubear, nervioso pero triunfante, unas cuantas líneas seguidas. No
entendía todo lo que decía, pero eso no importaba. Además de mi padre y de mi madre,
los dichos adultos antes escépticos, ahora rendidos, eran los Barata. Pues
bien, sucedió que en esa casa, donde no había libros, un libro había, uno solo,
grueso, encuadernado, salvo error, en azul celeste, que se llamaba A
Toutinegra do Moinho, y cuyo autor, si la memoria todavía acierta, era
Émile Richebourg, de cuyo nombre las historias de la literatura francesa,
incluso las más minuciosas, no creo que hagan gran caso, si es que alguno le
hicieron, pero habilísima persona en el arte de explorar con la palabra los
corazones sensibles y los sentimentalismos más arrebatados.
Joya literaria
La dueña de esta joya
literaria absoluta, por todos los indicios también resultantes de previa
publicación en fascículos, era Concepción Barata, que lo guardaba como un
tesoro en una gaveta de la cómoda, envuelto en papel de seda, con olor a
naftalina. Esta novela acabaría convirtiéndose en mi primera gran experiencia
de lector. Todavía me encontraba muy lejos de la biblioteca del Palacio de las
Galveias, pero el primer paso para llegar ya estaba dado. Y gracias a que
nuestra familia y la de los Barata vivieron juntas durante un buen puñado de
años, tuve tiempo más que de sobra para llevar la lectura hasta el final y
regresar al principio. Sin embargo, contrariamente a lo que me sucedió con Maria,
a fada dos bosques, no consigo, por más que lo he intentado, recordar
un solo pasaje del libro. A Émile Richebourg no le gustaría esta falta de
consideración, él que pensaba haber escrito su Toutinegra con
tinta imborrable. Pero las cosas no se quedaron ahí. Años después llegaría a
descubrir, con la mayor de las sorpresas, que también había leído a Molière en
el sexto piso de la calle Fernão Lopes. Un día, mi padre apareció en casa con
un libro (no soy capaz de imaginar cómo lo habría obtenido) que era nada más y
nada menos que una guía de conversación de portugués-francés, con las páginas
divididas en tres columnas, la primera, a la izquierda, en portugués, la
segunda, central, en lengua francesa, y la tercera, al lado de ésta, reproducía
la pronunciación de las palabras de la segunda columna. De entre las distintas
situaciones con que podía tropezarse un portugués que tuviera que comunicarse
en francés con la ayuda de la guía de conversación (en una estación de trenes,
en una recepción de un hotel, en una agencia de alquiler de coches, en un
puerto marítimo, en un sastre, comprando entradas para el teatro, probándose un
traje en el sastre, etcétera), aparecía inopinadamente un diálogo entre dos
personas, dos hombres, siendo uno de ellos algo así como el maestro y el otro
una especie de alumno. Lo leí muchas veces porque me divertía la estupefacción
del hombre que no podía creerse lo que el profesor le explicaba, que él hablaba
en prosa desde que nació. Yo no sabía nada de Molière (¿y cómo podría
saberlo?), pero tuve acceso a su mundo, entrando por la puerta grande, cuando
aún no había pasado de la a-e-i-o-u. Sin duda alguna, era un niño con suerte.
El director de la
escuela del Largo do Leão, adonde me llevaron después de hacer el primer grado
en la calle Martens Ferrão, y cuyo nombre propio no consigo recordar, tenía el
raro apellido de Vairinho (hoy no se encuentra ningún Vairinho en la guía de
teléfonos de Lisboa) y era un hombre alto y delgado, de rostro severo, que
disimulaba la calvicie llevándose el pelo de uno de los lados hasta el otro y
manteniéndolo con fijador, tal como hacía mi padre, aunque yo deba confesar que
el peinado del maestro me parecía mucho más presentable que el de mi
progenitor. A mí, ya en aquella tierna edad se me antojaba un tanto
caricaturesco (perdóneseme la falta de respeto) el aspecto de mi padre, sobre
todo cuando lo veía al levantarse de la cama, con aquellas greñas caídas en su
lado natural y la piel blanca del cráneo de una palidez blanda, puesto que,
siendo él policía, tenía que andar la mayor parte del tiempo con la gorra del
uniforme puesta. Cuando fui a la escuela del Largo do Leão, la profesora de
segundo grado, que ignoraba hasta dónde el recién llegado habría accedido en el
provecho de las materias dadas y sin ningún motivo para esperar de mi persona
cualquier reseñable sabiduría (hay que reconocer que no tenía obligación de
pensar otra cosa), mandó que me sentara entre los más atrasados, los cuales, en
virtud de la disposición del aula, estaban en una especie de limbo, a la
derecha de la profesora y enfrente de los más adelantados, que debían servirles
de ejemplo. Más tarde, a los pocos días de que empezaran las clases, la
profesora, a fin de averiguar cómo estábamos de familiarizados con las ciencias
ortográficas, nos hizo un dictado. Entonces yo tenía una caligrafía redonda y
equilibrada, firme, buena para la edad.
Las pequeñas memorias
José Saramago
Debolsillo, 2017.
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