BOTES SALVAVIDAS Y MARIPOSAS NEGRAS

En recuerdo del incendio de la Biblioteca de Sarajevo durante la Guerra de los Balcanes, hoy se conmemora el Día de las Bibliotecas. En Libro de arena lo hacemos con un fragmento en el que Irene Vallejo recuerda ese hecho dramático para la historia de la cultura, en su libro El infinito en un junco.


BOTES SALVAVIDAS Y MARIPOSAS NEGRAS


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Las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría pueden parecer confortablemente antiguas, pero por desgracia la inquina contra los libros es una tradición firmemente arraigada en nuestra historia. La devastación nunca deja de ser tendencia. Como decía una viñeta de El Roto: «Las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan».

De hecho, el XX ha sido un siglo de espeluznante biblioclastia (las bibliotecas bombardeadas en las dos guerras mundiales, las hogueras nazis, los regímenes censores, la Revolución Cultural china, las purgas soviéticas, la Caza de Brujas, las dictaduras en Europa y Latinoamérica, las librerías quemadas o atacadas con bombas, los totalitarismos, el apartheid, la voluntad mesiánica de ciertos líderes, los fundamentalismos, los talibanes o la fetua contra Salman Rushdi, entre otros subapartados de la catástrofe). Y el siglo XXI empezó con el saqueo, consentido por las tropas estadounidenses, de museos y bibliotecas de Irak, donde la escritura caligrafió el mundo por primera vez.

Trabajo en este capítulo durante los últimos días de agosto, justo veinticinco años después del salvaje ataque a la Biblioteca de Sarajevo. Entonces yo era una niña y, en mi memoria, aquella guerra significó el descubrimiento del mundo allá fuera, más grande —y también más oscuro— de lo que había imaginado. Recuerdo que en aquel verano empecé a interesarme por esos libros crujientes de los mayores que antes no me importaban. Sí, fue entonces cuando leí mis primeros periódicos, sujetándolos ante mi cara con los brazos abiertos, como los espías de los dibujos animados. Las primeras noticias, las primeras fotografías que me impactaron fueron las de aquellas masacres del verano de 1992. Al mismo tiempo, aquí vivíamos la euforia y los fastos de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el triunfalismo repentino de un país apresuradamente moderno y rico. Queda poco de aquel sueño hipnótico, pero el paisaje de una Sarajevo gris y acribillada permanece en mi retina. Recuerdo que una mañana en el colegio, nuestra maestra de ética nos hizo cerrar los cuadernos —éramos solo tres o cuatro niños— y, por sorpresa, nos propuso hablar sobre la guerra de la antigua Yugoslavia. He olvidado lo que dijimos, pero nos sentimos mayores, importantes y solo a un paso de convertirnos en cualificados expertos internacionales. Recuerdo que un día abrí un atlas y viajé con la punta del dedo índice desde Zaragoza hasta Sarajevo. Pensé que los nombres de las dos ciudades compartían una misma melodía. Recuerdo las imágenes de su Biblioteca herida por las bombas incendiarias. La fotografía de Gervasio Sánchez —en la que un haz de sol atraviesa el atrio destrozado, acariciando los escombros amontonados y las columnas mutiladas— es el icono de aquel agosto quebrado.

El escritor bosnio Ivan Lovrenović ha contado que, en la larga noche de verano, Sarajevo brilló con el fuego que brotaba de Vijećnica, el imponente edificio de la Biblioteca Nacional junto al río Miljacka. Primero, veinticinco obuses incendiarios alcanzaron el tejado, a pesar de que las instalaciones estaban marcadas con banderas azules para indicar su condición de patrimonio cultural. Cuando el resplandor —dice Ivan— alcanzó proporciones neronianas, empezó un constante bombardeo maniaco para impedir el acceso a Vijećnica. Desde las colinas que contemplan la ciudad, los francotiradores disparaban contra los vecinos de Sarajevo, flacos y agotados, que salían de sus refugios a intentar salvar los libros. La intensidad de los ataques no permitió acercarse a los bomberos. Finalmente, las columnas moriscas del edificio cedieron, y las ventanas estallaron para dejar salir las llamas. Al amanecer, habían ardido cientos de miles de volúmenes —libros raros, documentos de la ciudad, colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas—. «Aquí no queda nada», dijo Vkekoslav, un bibliotecario. «Yo vi una columna de humo, y los papeles volando por todas partes, y quería llorar, gritar, pero me quedé arrodillado, con las manos en la cabeza. Toda mi vida tendré esta carga de recordar cómo quemaron la Biblioteca Nacional de Sarajevo».

Arturo Pérez-Reverte, entonces corresponsal de guerra, contempló el fuego de artillería y el incendio. A la mañana siguiente pudo ver, en el suelo de la devastada biblioteca, los escombros de las paredes y las escaleras, los restos de manuscritos que nadie volvería a leer, obras de arte desmembradas: «Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre».

Los rescoldos ardieron durante días, humeantes, flotando sobre la ciudad como una nevada oscura. «Mariposas negras», llamaron los habitantes de Sarajevo a esas cenizas de los libros destruidos que caían sobre los transeúntes, sobre los solares bombardeados, sobre las aceras, sobre los edificios semiderruidos, y al final se descompusieron y se mezclaron con los fantasmas de los muertos.



El infinito en un junco
Irene Vallejo
Debolsillo, 2021.



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