Cuentos populares italianos, de Italo Calvino

A mediados de octubre van a cumplirse cien años del nacimiento de Italo Calvino, autor de cuentos, novelas y ensayos fundamentales en la historia de la literatura.

A mediados de la década del '50 Calvino trabajó durante dos años en la recopilación de cuentos populares de la tradición oral italiana. A diferencia de casos como los de Perrault en Francia, y los hermanos Grimm en Alemania, en  la  Italia  del siglo XX no había una recopilación del legado histórico de las narraciones populares campesinas. Y a esa tarea se aplicó Calvino. Cuentos populares italianos fue publicado por Einaudi en 1956, con un prólogo en el que el compilador de lujo explicó los alcances de su trabajo y las sensaciones que lo atravesaron mientras lo hacía. En homenaje a Calvino, durante el mes de octubre Libro de arena va a trabajar alrededor del cuento como género. Inauguramos las publicaciones del mes, con un fragmento de su extraordinaria introducción a Cuentos populares iltalianos-.



Introducción (fragmento)

“Carecíamos, sin embargo, de la gran compilación de cuentos populares de toda Italia que fuera al mismo tiempo un libro grato de leer, popular no sólo por sus fuentes sino por sus destinatarios. ¿Podía realizarse hoy? ¿Podía nacer con tal «retraso» respecto de las modas literarias y del entusiasmo científico? Nos pareció que sólo ahora, quizá, se daban las condiciones para emprender un libro semejante, dado el vasto cúmulo de referencias accesibles,  y dada la mayor distancia con que se planteaba el «problema del cuento popular».

Así las cosas, yo fui designado para esa tarea.

Era para mí —y no dejé de advertirlo— una especie de salto en el vacío, como si me arrojara desde el trampolín a un mar en el cual sólo se zambulle, desde hace un siglo y medio, gente a quien no atrae el placer deportivo de nadar en aguas insólitas, sino un reclamo de la sangre, casi un afán de salvar algo que se agita en las profundidades y que de lo contrario ha de perderse sin retornar jamás a la orilla, como el Cola Pesce della leggenda[2-Tr]. Para los Grimm[7], se trataba de descubrir los fragmentos de una antigua religión de la raza, cuyo custodio era el pueblo, para hacerlos resurgir ese día glorioso en que, derrotado Napoleón, volviera a despertar la conciencia germánica; para los «hinduistas», se trataba de las alegorías de los primeros arios, quienes, perplejos ante el sol y la luna, fundaban la evolución civil y religiosa; para los «antropólogos», de los oscuros y sangrientos ritos iniciáticos de los jóvenes de la tribu, iguales en las selvas de todo el mundo entre nuestros ancestros cazadores y aún hoy entre los salvajes; para los prosélitos de la «escuela finesa», de especies de coleópteros aptos para ser clasificados y encasillados, reducidos a una sigla algebraica de letras y de cifras en sus catálogos —el Type-Index y el Motif-Index— y en sus mapas de las fluctuantes migraciones por los países budistas, Irlanda y el Sahara; para los freudianos, de un repertorio de sueños ambiguos comunes a todos los hombres, sustraídos al olvido de la vigilia y fijados en forma canónica para representar los temores más elementales. Y para todos los dispersos apasionados por las tradiciones dialectales, de la humilde fe en un dios ignoto, agreste y familiar, que se oculta en el habla de los paisanos.

En cambio, yo me sumergía en este mundo submarino sin estar armado con el arpón del especialista, desprovisto de las antiparras doctrinales, ni siquiera pertrechado con ese tanque de oxígeno que es el entusiasmo —que hoy harto se respira— por todo lo espontaneo y primitivo, por toda revelación de lo que hoy se llama —con una expresión gramsciana afortunada en exceso— el «mundo subalterno»; expuesto, eso sí, a todos los malestares que comunica un elemento casi amorfo, en el fondo jamás dominado conscientemente, como es el de la perezosa y pasiva tradición oral. («¡Ni siquiera eres meridional!», me decía un severo amigo etnólogo). Y, por otra parte, ni siquiera me hallaba protegido por la impermeabilidad de la distinción de Croce entre lo que es poesía, en tanto que un poeta se apropia de ella y la recrea, y lo que, por el contrario, cae en un limbo objetivo casi vegetal; antes bien, ni por un momento logro olvidar que afronto una materia sumamente misteriosa, y siempre me dispongo a tributar mi fascinación y perplejidad a cada hipótesis que las escuelas opuestas arriesgan en este campo, sólo defendiéndome del peligro de que la teorización obstaculice el goce estético que tales textos pueden proporcionarme y cuidándome, por lo demás, de exclamar «¡Ah!» y «¡Oh!» con apresuramiento ante productos tan complejos, estratificados e indefinibles. En otras palabras, nada parecía justificar que yo aceptaba semejante tarea, a no ser un hecho que me ligaba a los cuentos de hadas y que luego he de referir.

Entre tanto, al comenzar a trabajar, a ponerme al corriente del material existente, a dividir los cuentos por sus tipos según una clasificación empírica que fui ampliando paulatinamente, poco a poco me sentí presa como de un frenesí, de una voracidad, de una insaciabilidad de versiones y variantes, de una fiebre comparativa y clasificatoria. Advertí que también en mí se encarnaba esa pasión de entomólogo que me había parecido típica de los estudiosos de la Folklore Fellows Communications de Helsinki, una pasión que rápidamente tendía a transformarse en manía, bajo cuya compulsión habría dado todo Proust a cambio de una nueva variante del «asno caga-cequíes»; temblaba de contrariedad si encontraba el episodio del esposo que pierde la memoria al abrazar a la madre en lugar del de la Sarracena Fea, y mis ojos —como los ojos de los maniáticos— adquirían una monstruosa agudeza para distinguir a primera vista, en el más áspero texto pullés o friulano, un tipo «Prezzemolina» de un tipo «Bellinda»

De un modo imprevisto, había sido capturado por la naturaleza tentacular, arácnea, de mi objeto de estudio; y no se trataba de una posesión externa y formal, sino que así me exponía a su propiedad más secreta: su infinita variedad y su infinita repetición. Y simultáneamente, mi parte lúcida, no corrupta sino sólo excitada por el progreso de la manía, descubría que la tradición narrativa popular italiana posee una riqueza, una limpidez, una variedad y una oscilación entre lo real y lo irreal, que nada tiene que envidiar a las tradiciones más ilustres de los países germánicos, nórdicos y eslavos, y no sólo en los casos en que uno se encuentra con un extraordinario narrador oral —con más frecuencia una narradora— o en una localidad de sabia técnica narrativa, sino por sus cualidades generales: la gracia, la vivacidad, la síntesis de diseño, el modo de componer o fijar en la tradición colectiva determinado tipo de relato. Cuanto más profunda se hacía mi inmersión, más se disipaba el distante desapego con que me había zambullido; el viaje me provocaba dicha y admiración, y el frenesí clasificador —maníaco y solitario— cedió ante el deseo de comunicar a los demás las insospechadas visiones que mis ojos descubrían. 

Ahora ha culminado el viaje al país de las hadas, el libro está hecho y me bastará concluir este prefacio para salirme de él: ¿lograré poner los pies sobre la tierra? Durante dos años viví en medio de bosques y palacios encantados, con el problema de cómo ver mejor el rostro de la bella desconocida que se tiende cada noche junto al caballero o con la incertidumbre de usar el manto que confiere la invisibilidad o la patita de hormiga, la pluma de águila y la uña de león que sirven para transformarse en dichos animales. Y durante dos años, el mundo que me rodeaba fue impregnándose de ese clima, de esa lógica, y cada hecho se prestaba a ser interpretado y resuelto en términos de metamorfosis y encantamiento: y las vidas individuales, sustraídas al claroscuro discreto y habitual de los estados de ánimo, se vieron arrebatadas por amores malditos, o conmovidas por enigmáticos sortilegios, súbitas desapariciones, transformaciones monstruosas, enfrentadas a rudimentarias opciones entre lo justo y lo injusto, puestas a prueba en travesías erizadas de obstáculos, hacia felicidades encarceladas bajo la custodia de un dragón; y así, en la vida de los pueblos, que ya parecían fijadas en un calco estático y predeterminado, todo volvía a ser posible: abismos erizados de serpientes se abrían como arroyos de leche, reyes considerados justos se revelaban tenaces perseguidores de sus hijos, reinos encantados y mudos se despertaban de pronto con gran alboroto y estirarse de brazos y piernas. Poco a poco me pareció que, de la mágica caja que había abierto, la extraviada lógica que gobierna el mundo de los cuentos de hadas se había desencadenado para imperar una vez más sobre la tierra.

Ahora que el libro está concluido, puedo decir que no se trataba de una alucinación, de una suerte de enfermedad profesional. Se trataba, más bien, de algo que ya sabía en el instante de la partida, ese algo al que anteriormente aludí, la única convicción propia que me había impulsado a emprender el viaje; y lo que creo es esto: los cuentos de hadas son verdaderos.

Son, tomados en conjunto, con su siempre reiterada y siempre diversa casuística de acontecimientos humanos, una explicación general de la vida, nacida en tiempos remotos y conservada en la lenta rumia de las conciencias campesinas hasta llegar a nosotros; son un catálogo de los destinos que pueden padecer un hombre o una mujer, sobre todo porque hacerse con un destino es precisamente parte de la vida: la juventud, desde el nacimiento que a menudo trae consigo un augurio o una condena, al alejamiento de la casa, a las pruebas para llegar a la edad adulta y la madurez, para confirmarse como ser humano. Y en este exiguo diseño, todo: la drástica división de los vivientes en reyes y humildes, pero su igualdad sustancial; la persecución del inocente y su rescate como términos de una dialéctica inherente a la vida de todos; el amor que se encuentra antes de conocerlo y que súbitamente se sufre como un bien perdido; la suerte común de verse sujeto a encantamientos, esto es, de estar determinado por fuerzas complejas e ignoradas, y el esfuerzo por liberarse y auto determinarse entendido como un deber elemental, junto al de liberar a los otros, al punto de no poder liberarse solo, el liberarse liberando; la fidelidad a un empeño y la pureza de corazón como virtudes básicas que conducen a la salvación y al triunfo; la belleza como signo de gracia, aunque pueda ocultársela bajo atuendos de modesta fealdad, como un cuerpo de rana; y sobre todo la sustancia unitaria del todo —hombres, bestias, plantas y cosas—, la infinita posibilidad de metamorfosis de todo lo que existe.”



Ediciones Librerías Fausto


Cuentos populares italianos
Ítalo Calvino
Ediciones Librerías Fausto, 1977.

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