Impresiones de una directora de escuela

En el prólogo a los Cuentos completos de Hebe Uhart, Eduardo Muslip señala; "La figura de Hebe como maestra estuvo siempre presente. Su primer trabajo fue en escuelas suburbanas, o casi rurales: esa escena está en muchos textos, focalizando en su propia experiencia  o en las de sus compañeras, o en otras figuras, como el personal administrativo, "técnico" o de supervisión. Fue una maestra proveniente de la escuela pública y con alumnos también de escuela pública. Al mismo tiempo que valora los aprendizajes, también se distancia de la mirada normalizadora; detentaba un saber que podía transmitir y que, maestra al fin, consideraba útil y necesario, pero que entiende que dicho saber no debe limar las particularidades: cuando se le corrige a un alumno la pronunciación de "lumbrí" por "lombriz" reconoce que la pronunciación "incorrecta" está más cerca de representar al hablante y a su objeto que la que indica la norma". 

El pasado 11 de octubre se cumplieron cinco años de la muerte de Uhart. En el marco de un mes en el que trabajamos alrededor del cuento, en Libro de arena la recordamos con su relato "Impresiones de una directora de escuela", publicado en su libro El budín esponjoso, en 1977.





Impresiones de una directora de escuela

Yo soy directora de una escuela de un barrio apartado. Por el barrio pasa el frutero y anuncia la mercadería con una corneta. Como es casi campo, se oye de lejos una voz que anuncia algo que parece emocionante: una fiesta, un baile. Se va acercando y se oye: «Papa, 4000 pesos, zapallitos, 5000 pesos». Todo dicho con entonación emocionada. En la escuela hicimos un festival y el frutero lo anunció; una señora nos dio la idea, porque como decía ella, el frutero tenía todo el equipo para anunciar. Al fondo de todo, cerca del campo, viven los japoneses que cultivan flores. Pasan en auto por la ruta siempre en auto y por la escuela jamás vi pasar ninguno.

Del otro lado está el campito para ir a retozar, que tiene una laguna que nosotros usamos para estudiar una cosa moderna, el ecosistema. El ecosistema es cómo se relacionan los seres vivos entre sí, cómo se comen unos a otros, por qué son útiles las arañas aunque parezcan inútiles, etc.

Las maestras me dicen:

—Vamos a la laguna para investigar los animalitos que hay dentro de ella.

Yo sé que en realidad van a retozar al campito que está al lado, pero van muy contentos. Además a los seres vivos que hay adentro de la laguna los conocen como si los hubiesen parido; son ranas, lombrices y cuando llueve más, pescaditos chicos. Cuando vuelven, colorados por haber corrido, les pregunto:

-¿Estudiaron el ecosistema?

—Sí —dicen entusiasmados—. Aquí trajimos la lumbrí.

—La lombriz —dice la maestra—. Cómo vas a decir la lumbrí.

Yo he notado que cuando la maestra corrige a ninguno le gusta repetir correctamente: hacen silencio. Y si la maestra les dice:

—A ver, decí «lombriz».

Dicen «lombriz» con voz mortecina y triste. A mí también me gusta más «lumbrí» que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo; lombriz es algo más seco.

Los chicos de primero, segundo y tercero, dicen:

—¿Atraso la raya, doña?

La maestra corrige:

—¿Trazo la línea, señorita?

La verdad es que igual se entiende lo que quieren preguntar. La expresión «Trazar la raya» también me parece más adecuada para esa edad. Más tarde solos aprenden a decir línea cuando saben lo que significa línea en un sentido amplio: como si aprendieran a no salirse de la línea, como si hubieran aprendido la adaptación a la escuela. Antes de cierta edad, para los chicos, una línea es una rayita. Ahora, eso de doña…

Ellos leen el libro Platero y después hacen oraciones.

Un chico escribió: «Platero ole las flores».

Ellos siempre les tiran piedras a los perros, porque hay muchos que pueden estar rabiosos y no quieren que se les acerquen y además como deporte. No hay canchas de deporte.

También vi oraciones con las palabras «construir» y «destruir».

Un chico escribió: «Mi tía construyó un departamento».

«Mi padrino destruyó un departamento».

La maestra, por supuesto, le puso muy bien. Hay una maestra que los quiere mucho, que es parecida a Blancanieves. Ella estudia arquitectura, y cuando falta, les pregunto a los chicos:

—¿Les dijo la señorita si faltaba hoy?

Ellos me dicen:

—Hoy falta porque tuvo que rendir examen.

Y lo dicen bien a examen. «Examen» para ellos es una palabra vinculada a Blancanieves, a quien quieren mucho. Ellos calculan que van a rendir pocos exámenes escolares en la vida, pero Blancanieves seguramente les contó que ella estudiaba, que en la facultad se daban exámenes y estoy segura de que muchos de ellos desean que le vaya bien en el examen.

La señora Betty vive enfrente de la escuela y tiene un ojo de vidrio. Su perro se llama Topo y entraba a la Dirección, revisaba el cesto de los papeles para ver si había restos de comida. A mí no me molestaba: si no encontraba nada, se echaba ahí quieto y ni me daba cuenta de que estaba. La señora Betty me quería mucho, me atendía con tanta bondad que yo, que tengo una mirada deplorablemente obsesiva, me había olvidado completamente que tenía un ojo de vidrio. Pero Topo se comió una vez veinte sándwiches de salame; comió los de salame y dejó los de queso. A lo mejor si hubiera comido los de queso la maestra lo hubiera perdonado; pero lo echó violentamente corriéndolo hasta la puerta.

Cuando pasó eso, yo apelé a la lógica, a mi sentido común, a mis sentimientos adultos y dije:

—¡Qué barbaridad!

Por otra parte pensaba que era divertido.

La maestra me dijo enojada:

—¡No puede ser que entre todos los días como Pedro por su casa y se lleve algo!

Una voz me decía: «A mí no me importa». Pero primó la voz de la cordura y le dije:

—Sí, no puede ser. No lo vamos a dejar entrar.

Desde entonces la señora Betty no lo manda más, como a esos chicos que van a jugar a casa de otros y les hacen algún desprecio y después los padres no los mandan más.

Betty sigue siendo cordial y amable, pero más retraída. Ha habido un cambio. Antes cuando me hablaba siempre sonreía feliz y también sonreía el ojo sano; ahora pasa a veces un relámpago de bronca por el ojo sano cuando me habla. Ella dice ahora «Claro, claro» en tono reticente cuando habla. Ahora siempre que la veo, pienso que tiene un ojo de vidrio. No sé cómo arreglarlo. No le puedo decir «Mándelo a Topo nomás, lo extrañamos tanto…», no sería natural y además, muchas maestras no quieren que el perro esté.

El alumno Monzón

—¿Ese lapi es pa’ mi hermano?

—No, no tengo lápiz hoy.

Pero no se va. Es Monzón.

—Andá al salón.

—No, me mandó acá.

La maestra lo mandó porque no lo aguantaba más. Él entra a la una, pero a veces desde las diez está espiando por la ventana al turno de la mañana. Entonces la maestra de la mañana lo ve y lo manda a hacer un mandado fácil; después entra en su grado pero en otro turno que el de él y le dice a la maestra:

—¿Me quedo?

—Bueno —dice ella— pero mudo.

Entonces se queda un rato en el turno de la mañana hasta que la maestra se cansa y lo echa. A la una, cuando sus compañeros están en clase, él espía por la ventana. La maestra hace como que no ve.

Los chicos dicen:

—¡Señorita, Monzón está en la ventana y no vino!

La maestra abre la ventana y le dice:

—¿Por qué no vino hoy?

—Porque no tengo zapato.

—¿Y ésos que tenés puestos, qué son, me querés decir?

—Son de mi hermano. ¿No tiene zapato?

—No, no tengo y tenés que entrar.

La maestra ya lo dice débilmente, como de compromiso, porque él entra y sale.

—Bueno —dice Monzón— voy a mi casa y vuelvo.

A la media hora está en la Dirección porque ya la maestra no lo aguantó. No parece preocupado porque le hubiese pasado nada, no puedo retarlo porque no está enojado ni asustado ni tiene ningún rencor.

Escribo y hago de cuenta que no está. Insiste:

—¿Tiene lapi pa’ mi hermano?

—Ya te dije que no. ¿Qué hiciste con el lápiz que te di ayer?

—Pa’ mi hermano era.

No lo puedo retar. Voy a hablarle un poco amablemente.

—A ver, escribí las vocales.

—¿Cuál, la «a»?

Hace la «a» contento, triunfante.

—Ahora la «e».

La confunde con la «i». Después me dice:

—¿El rulo?

—Sí, el rulo.

Hace un rulo.

—Ahora la «o».

No se acuerda y me pregunta:

—¿Tiene hoja pa’ escribí?

—Sí. —Le busco hojas.

—Decime —le digo—, ¿qué vendías el otro día, que te vi vendiendo?

—Vendo peines. Acá tengo, ¿me compra uno pa’ mi hermano? Para el chiquito.

—Si no tiene pelo.

—¡Sí, sí, tiene mucho pelo!

—No, no te compro. Tenés que vender otra cosa, a eso no lo vas a vender.

—¿Voy a mi casa y vuelvo?

—Bueno —le digo.

Creí que no volvía. A los diez minutos estaba de vuelta y traía chicles para vender. Los vendió a todos y sacó 5000 pesos.

—¿Me cuida la plata?

—Bueno.

A los dos minutos.

—¿Me da la plata para comprar un helado?

—Bueno.

Comió el helado, dio unas vueltas por el patio y como la maestra no lo quería tener más, él solo se fue a su casa. Después volvió para mirar desde la puerta la salida de los chicos. Yo la llamé a la mamá, que es una señora inteligente y despierta y le dije por qué no lo mandaba a otra escuela para que aprendiera más despacio. Ella me miró con cara de lástima, como diciendo «Se ve que no conocés lo que pasa» y me explicó:

—No, señorita, ¿sabe lo que pasa? Es de familia. Mi hermano ahora es ejecutivo de una empresa. Tiene casa, coche y vive muy bien. Cuando era chico ¡tardó tanto en aprender la escuela! Y mi primo el pianista también, tardó mucho en aprender la escuela.

Yo, no sé por qué le creía. Ponía tanta convicción en lo que decía, ella parecía saber tan bien lo que pasaba… además pensé ¿por qué no? Cuando me dijo eso, me quedé más contenta.

Están las maestras reunidas en el patio y les cuento lo que me dijo la señora de Monzón respecto del nene. Lo cuento de modo neutro. Ni aprobando ni desaprobando, para ver qué dicen.

Alicia, la gorda, dice algo fastidiada:

—Pero no, si le tomaron un test y dio no sé qué cociente.

Otra maestra me mira con cara difícil, con cara de incomprensión.

—Andá a saber —digo yo y me voy a otro lado.

A veces me resulta difícil apelar a la lógica y al sentido común; a veces me abandonan. Y a un director no lo deben abandonar jamás la lógica y el sentido común. Es el peor pecado para un director. Yo tengo que demostrar a cada momento que sé muchas cosas y sobre todo, que uso la lógica. A veces tengo ganas de trabajar y con astucia salgo del paso. A veces no tengo ganas y si me dicen:

—Se tapó el pozo del baño.

Yo no tengo ninguna respuesta. Me dan ganas de decirle ¿y a mí me lo decís? ¡A mí qué me importa! Yo no pienso destaparlo.

O si no:

—Me parece que Lima tiene sarna. Qué hago, ¿lo mando a su casa?

Y no sé qué hacer. Además no creo que la sarna se contagie, no creo que el pozo se tape salvo que la merda llegue a ser visible y esté ya afuera; no veo al bicho de la sarna pasando de una mano a otra.

Pero como la presión para que lo mande es grande, digo:

—Sí, mandalo.

Y Lima se va muy triste y sarnoso a su casa.

A veces atiendo los grados y tampoco tengo respuestas. Por ejemplo, la vez pasada estuve en primer grado y un chico me dijo:

—Se me perdió el lápiz.

De repente a mí también me pareció que era una pérdida tan definitiva que no se podía remediar.

O si no:

—Me robaron la goma.

Nunca puedo descubrir quién roba las cosas.

Pero pregunto:

—A ver, ¿quién le robó la goma?

—Él —dice el damnificado.

—Pero él me sacó las pinturitas —dice el otro.

Puede seguir media hora esta historia que no descubro nada. Lo mismo cuando dos chicos se pelean, pregunto:

—¿Quién empezó a pelear?

—Él —dice el pegado.

—Pero él empezó a cargar y ayer le pegó a mi hermano.

Muy rara vez he descubierto a un verdadero culpable, tal vez porque tontamente piense que un culpable debe tener cara de tal, o alguna señal especial. Lo mismo cuando pasan por arriba de los bancos, a veces los dejo y a veces me parece que no está bien. Entonces les digo, con voz neutra, ligeramente imperiosa:

—No pasen arriba de los bancos.

Un maestro que se precia, debe saber fingir enojo y asombro. Diría así:

—¡Cómo! ¿Pasando por encima de los bancos?

Pero el enojo debe ser de algún modo genuino, porque los chicos siempre detectan lo que el maestro quiere y si el enojo no es real, pasan igual por arriba de los bancos.

Lo mismo cuando una maestra me dice:

—Ayer no vine, porque la verdad es que me quedé dormida.

¿No es buena, después de todo, la sinceridad? ¿Cómo se le enseña a no quedarse dormido al que tiene mucho sueño?

El regalo para el día de la madre

Para el día de la madre los chicos preparan regalos, voy a mirar qué prepararon. En un grado les sacaron el papel a latas que se usan para envasar (son latas que los chicos también usan para guardar la «lumbrí») y rodearon la lata con vueltas de lana. «Bien pareja la lana para que no se vea la lata», me dice la maestra. «Es como una cajita para guardar alguna cosa».

—¿Qué cosa? —le pregunto.

—Y qué sé yo —me dice— lo que uno quiere.

El detalle paquete es un moño en la mitad de la lata. La lata parece una vieja gorda y loca que tuviera un vestido de lana y se hubiera puesto un moño de nena en la cintura.

—Está bien —le digo yo.

En otro grado hicieron la fosforera. La fosforera son cuatro cajas de fósforos vacías (los fósforos son caros) pegados con goma. Cada cajita tiene una chinche en el medio, simulando ser un cajoncito que tiene una manijita. Trato de pensar que es un cajoncito en miniatura, me digo «qué bonito». Pero es una chinche.

—Muy bien —le digo.

Me entró un gran desánimo y tristeza. Ellos estaban contentos fabricando esos regalos y las maestras también. Una maestra decía con toda paciencia:

—Ahora, chicos, le ponemos una chinchecita…

Estaban todos entusiasmados, fabricando cosas. Yo no podía contagiarme ese entusiasmo. Era un día de lluvia y estaba todo inundado. Yo tenía la sensación de que la vida era triste, pero no tenía derecho de entristecer a nadie.

En el recreo los retaron mucho porque se mojaron. Hacía tiempo que yo descuidaba los recreos y no andaba por los patios. Hacía un tiempo que estaba descuidando todo. Sentía solamente cómo les gritaban y era como si me gritaran a mí, pero yo no podía tomar ninguna decisión; para que deje de gritar la que más gritaba, tendría que haberle gritado a ella. Últimamente muchas maestras tomaron por costumbre gritarles, avergonzarlos por sus ropas o por su pelo. Cuando pasa eso, yo me meto en la Dirección y no salgo. Pero es como si me gritaran a mí, me quedo quieta y hasta que no se callan, no puedo ponerme a hacer nada.

El otro día Alicia, la maestra gorda, que es la que más grita, no paraba. Yo quería pensar en otra cosa y no podía. De repente me di cuenta de que lo único que yo quería era comer una galletita. Si no comía esa galletita me moría.

Empecé a comer, mejor dicho a roer la galletita. Los gritos de afuera eran cada vez más fuertes. Yo cerré la puerta de la Dirección pero igual se oía. Mientras roía, me asusté de mi propio ruido. Entonces mastiqué despacio, tratando de no hacer ruido.

Estaba absolutamente sola en ese lugar.


El budín esponjoso
Hebe Huart

Editorial Cuarto Mundo, 1977.


Cuentos completos
Hebe Uhart
Adriana Hidalgo, 2019.




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