Mario Méndez: "Cuando terminás un libro necesitás la aprobación, o el rechazo. Necesitás la devolución. "
La segunda parte de la entrevista a Mario Méndez retoma la conversación acerca del libro considerado más existoso en la producción del escritor. El encuentro que se realizó en La Nube, el lunes 3 de noviembre de 2014, tuvo como entrevistadores a los consagrados escritores Paula Bombara, Andrea Ferrari, Sebastián Vargas y Sandra Comino. Esta última parte trató sobre la importancia de la lectura y los lectores. De las lecturas a las que que el texto se somete para ser corregido, revisado, terminado. Del abismo que separa la escritura para adultos de la de niños. También de los sueños y fantasías de llevar un libro a formato cinematográfico, de la relación con la escuela, entre otros temas. En el cierre, Mario leyó la poesía "Oda a la guía didáctica" como broma y agradecimiento, y el cuento "Atrapado", perteneciente a la antología Un mes después, de Amauta.
MM: En El tesoro subterráneo lo pedí como condición. Me pidieron la autorización y se las di pero si trabajaba como co-guionista con el director. Me gustaría, pero creo que si hoy viniera Campanella y me dijera que va a filmar esto, y que va a trabajar Brad Pitt, o Darín, y que la van a vender pero no me quiere como guionista le digo: “Y dale”. (Risas). ¿Quieren que lea?
MM: Voy a leerles primero, como agradecimiento, una breve poesía que escribí a propósito de los amigos y amigas que me han entrevistado, y a otros que enviaron sus preguntas. Se llama Oda a la guía didáctica (Risas) y es una poesía muy seria que dice así:
Paula Bombara:
¿Cuáles
son tus hits?
Mario Méndez: Y, en el
2010 este fue uno, pero fue de arrastre con el fenómeno del Bicentenario. Se
hicieron como tres tiradas en tres meses de El
aprendiz, pero fue a caballito del momento. Mi “hit” debe ser El monstruo del arroyo anda en México,
en Paraguay, en Chile, en Uruguay, y se viene republicando desde el ’98, cuando
salió en El quirquincho.
PB:
Es
una historia muy interesante.
MM:
Creo
que sí, y además tiene esa doble lectura posible del final.
Asistente:
¿Cuál
es tu libro favorito?
MM:
No
tengo uno. Hay algunos que son más significativos. El monstruo de las frambuesas por ser el primero. Porque fue el que
me abrió las puertas como autor y como editor. Vuelta al Sur, Noches siniestras en Mar del Plata, los tres que
fueron premiados. Cabo Fantasma,
Gigantes, Quien soy. Y también El genio de la cartuchera… hay algunos que destaco, pero no tengo uno favorito.
Andrea
Ferrari: ¿Quién
te lee antes de presentarte?
MM:
Me
lee Rosana, a veces me leen las nenas, me lee Grubi; cuando son novelas
históricas, casi invariablemente, Laura Ávila que es especialista, antes, otro
escritor con el que dejamos de tratarnos, Emilio Saad me leía lo histórico. Con
La casona de los experimentos, le
pedí a una compañera con la que había trabajado con chicos en situación de
calle, por la temática, que me leyera y me dijera qué le parecía. Pero los
básicos son los amigos. No sé si me estoy olvidando de alguien importante. Ah,
una amiga bibliotecaria de Mar del Plata, Analía, también me leyó La casona de los experimentos, y algún
otro original.
AF:
Cuando
escribiste sobre los chicos en situación de calle, después ¿se los diste a leer
a esos chicos? ¿Tuviste alguna devolución de ellos?
MM:
Sí.
Con El tesoro subterráneo… Yo
trabajaba en Puentes Escolares. Una de las cosas más curiosas que me pasó fue
encontrarme con un pibe que conocía el libro, los personajes, que decía que
conocía al croto, a Gabriel… porque se veía ahí. Son personajes posibles.
Estaba convencido de que los conocía.
Sandra
Comino: Además
se nota que vos trabajaste con esos chicos, en la lectura. No sé si será el
registro o el tono, pero hay un conocimiento del lugar, que a lo mejor, alguien
que vive ahí lo siente cercano. Porque
veces, si uno no tiene esa apertura, es algo extraño.
MM:
Igual,
veo medio difícil que alguien que no conozca la realidad de los pibes en
situación de calle se ponga a escribir sobre ellos. Pero puede pasar. Como
Mariño te dijo a vos, Paula, que contabas la otra vez, que escribieras sobre
aquello de lo que uno está seguro. Por lo menos ya tenés los pies. O tenés una
estructura de hierro y seguís el modelo, como hice yo con El hobbit, o hablás de lo que sabés. Si no, se nota.
PB: Vos dejás
traslucir que mientras estás escribiendo no le mostrás a nadie, no hablás de lo
que estás haciendo…
MM:
No.
PB:
Si
en esos momentos de escritura secreta te agarra una duda, una cosa existencial
¿cómo lo vivís en lo cotidiano? ¿No te da ganas de hablarlo?
MM:
No
me acuerdo…
Rosana
(esposa de Mario): Pero en Cabo
Fantasma lo hiciste…
MM:
Porque
no me salía el final. Ella porque quiere que la mencione. (Risas). En Cabo Fantasma la dedicatoria dice “a
Rosana que me ayudó a capitanear este barco”, porque fue así, que estuvo como
un año sin final, porque no sabía cómo resolverla. Charlándolo en un viaje, que
incluso creo que fue en la luna de miel así que claro, era cualquier cosa esto.
(Risas) Ahí charlamos mucho y me sirvió un montón. Para terminarla. Pero, en
general, no. Termino de escribir y tomo las devoluciones y los comentarios.
Para eso son.
Asistente:
¿Pero
ni siquiera decís que estás en un proyecto?
MM:
En
proyectos, sí. Pero no digo de qué. Suele pasar que contás una idea y parece
una boludez. (Risas). Hay gente que lo cuenta, porque le sirve compartirlo.
Ponele, Cabo Fantasma. Me preguntabas
qué estaba escribiendo y te contestaba que de unos piratas y de un barco… ¿Y
esa boludez? ¡Hay quinientos libros sobre eso! (Risas).
AF:
Antes
hablabas de la evolución como autor, de que uno se va poniendo más canchero con
las estructuras, y con todo. En cuanto a la seguridad. ¿Terminás un libro y te
sentís seguro de que está bien?
MM:
No.
Nunca. Necesitás la aprobación, que te digan que está bárbaro, o pelearte con
el que te dice que algo está mal. Necesitás la devolución. Que te digan que hay
que tocar acá o allá.
PB:
¿Y
esperás para darlo a leer o lo hacés enseguida?
MM:
No,
soy muy ansioso, todo lo contrario. Termino, le puse el punto final y ya lo
estoy mandando por mail. “Leé esto que está calentito”. (Risas). Y a veces me
peleo. Con Grubi, mi amigo y socio nos hemos peleado mal. Porque es muy áspero
para las devoluciones. Yo a veces le digo “tenés que ser más cuidadoso”, cosas
así. Lo último que escribí fue un cuento de fútbol, para un proyecto de cuentos
de fútbol para adultos. Le gustó mucho, y me hizo un par de sugerencias para el
final. Me dijo algo muy piola: que repetía una cosa en el final, y que eso le
parecía que tenía que ver con que estoy acostumbrado a escribir para chicos,
que pueden necesitar que se les recuerde lo que pasaba al principio. Pero el
lector adulto no lo necesita. Que le quitara eso y que iba a ver que quedaba
mejor. Y tenía razón. Eso pasa, cuando uno escribe siempre para niños y para
jóvenes. A veces cuesta el salto.
MM:
Sí.
PB:
¿Y
jóvenes y adultos?
MM:
Ahí
es más difícil. Por ejemplo con Vuelta al
Sur. O con Ana y las olas, como
decía el compañero hace un rato. La extensión también tiene algo que ver. Una
novela breve… no sé. Me parece que los lectores adultos necesitan un desarrollo
mayor, pero es más difícil.
PB:
La
oscuridad también. Podría ser que fuera más oscura y ser para jóvenes,
tranquilamente.
MM:
Sí,
pero uno tiende a dejar que esas cosas para que las retome el lector sin la
ayuda del narrador, las pensás más para los grandes. Hay como un oficio de
contarle más detalles a un lector más joven. Orientarlo, diría. No sé.
AF:
¿Eso
tiene que ver con que sos docente?
MM:
Y,
no sé. Cuidar, no. Quizá en los primeros libros haya vicios, como el de la
moraleja, la enseñanza, esa cosa que a veces te preguntan: “¿Qué quisiste
decir?” o “¿Qué mensaje?”. Al principio fue más así. Uno va aprendiendo.
Cuidar, no, pero sí ser claro. Un lector de seis años tiene menos capacidad de
comprensión que uno de trece. Y el de trece, salvo que sea un lector asombroso,
todavía no tiene la formación de un lector adulto. Hay ciertas cosas que uno
pone un poco inconscientemente. Esto que les contaba recién. Yo repetí, en un
cuento para adultos un detalle del principio, quizá porque estoy acostumbrado a
no dejar cabos sueltos que puedan confundir al lector.
SC:
Yo
estaba pensando que hay libros que entran en la escuela, y otros que son para
librerías. O para el que ya es lector, más grande, y que hay otros libros que
sabés que nunca van a entrar en la escuela. Pero que están bien escritos,
tienen una historia fuerte, ¿coincidís con esto? Aparte de que la editorial se
juegue por ese libro…
MM:
Lo
que pasa es que ahí ya entra lo comercial. En Amauta y en Crecer Creando,
nosotros no podemos competir con las editoriales grandes. Y a nivel librería,
mucho menos. Sólo a nivel de la escuela, con promotoras que van de visita,
tenemos un par de zonas de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, Salto y
su zona de influencia, en la que se venden los libros de Amauta tanto como
los como los de Alfaguara. Porque Valeria Vizzón, nuestra promotora, que es un gran
valor, nos llevó, yo estuve, vino Adela,
vino Franco Vaccarini a Salto, a Rojas. Se impuso eso. Nosotros, en librerías
no competimos, es más, Crecer Creando no está en las cadenas, porque se quedan
con tanto porcentaje que no les conviene. Nosotros estamos porque nos gusta que
los autores se vean en las vidrieras de Jenny o de El Ateneo o de alguna de
esas. Pero cambiamos la plata. No tenemos libro álbum. Este año participamos en
la Feria del Libro en un rinconcito de Calibroscopio. Y la verdad es que la
gente pasaba de largo. Porque no era lo que iban a buscar. En Calibroscopio se
va a ver hermosos libros álbum. Son geniales. Algunos, maravillosos. Y no
esperás encontrar el libro que se vende habitualmente en librerías, en ese
stand.
Alejandra
Erbiti: De
todas maneras cambió un montón la estética. Fue mejorando mucho. Crecieron
mucho.
MM:
Sí,
al principio no teníamos diseño. Salimos con un solo libro, nos ayudó un poco
el diseñador de la imprenta. Y los primeros tres. Acá está Patagonia, tres viajes al misterio. Este libro, como el primero de El monstruo de las frambuesas, tenían
solamente un recuadro en el medio y les cambiamos los colores. Después fuimos
desarrollando, y pasamos por dos diseños. Este, más feíto, y este otro, que la
verdad es que nos gusta. En este trabajó Carlos Schlaen…
AF:
¿Cómo
diseñador?
MM:
Sí.
Lo dice en la página de Legales. Diseño de logo y tapa, Carlos Schlaen. Él hizo
el pajarito este. Lo habíamos intitulado
El pajarito Fumón, porque tiene una
cara… (Risas). Mejoramos los colores. Hemos ido mejorando lentamente.
PB:
Nos
falta una pregunta que se le ocurrió a Florencia. Eso de entrevistarnos a
tantos autores. ¿Algunas de las cosas que te fuimos contando influyeron de
alguna manera cuando encarás un proceso de escritura? Porque además sos un
observador privilegiado de todo lo que se está haciendo, entonces, ¿Cómo te
influye esto en lo personal, en tu trabajo?
Florencia
Gattari: Y
nos tenés que decir la estadística de lo que es literatura juvenil o no. (Risas).
MM:
A
ver: La literatura juvenil existe. Y en la estadística me parece que vamos
ganando por dos o tres votos. Y en cuanto a la influencia… bueno, yo voy a
robarles un montón de cosas. (Risas). Me quedé muy
sorprendido con lo de Jorge Accame, y después Pablo De Santis dijo algo muy
parecido. Que él podía escribir diez o doce cosas a la vez. Para mí, era algo
absolutamente imposible. Y me dije, que puede ser que cuando no se me ocurra o
no esté muy embalado con algo podría ser. Jorge dijo que él abría varios
archivos, iba tocando en uno y en otro hasta que se enganchaba con uno o hasta
dos en un mismo día. Yo todavía no lo he hecho, pero sí me quedó la idea de que
se pueden tener dos o tres cosas a la vez en un día de trabajo.
Asistente:
Los
pintores lo hacen…
MM:
Los
pintores sí. Yo, no lo hacía. Influencia
hay y está bueno. Me obligó a leer un montón. Hay algunos autores a los que les
dije… por ejemplo a María Inés Falconi, que había leído uno o dos cuentos. Y me
leí casi toda su obra para el lunes pasado. A otros los tenía más leídos. Cuando
hice el ciclo con las nuevas voces había
un montón de gente a la que había leído muy poco. Está bueno para ir viendo
cómo evoluciona la cosa. De Iris Rivera, yo tenía leído El mono de la tinta y Llaves.
Y leí algunas cosas que me encantaron. El trabajo con los mitos me encantó.
Incluso me sirvió para algo que yo estaba escribiendo en ese momento. Así que
“todo pasa y todo queda”.
Sebastián
Vargas: Vos
leés mucha LIJ o leés literatura para adultos.
MM:
Lo
que pasa es que hace tres o cuatro años mi lectura de LIJ está encausada por
las entrevistas.
PB:
¿Cómo
efectivizás el tiempo? ¿Cómo lo organizás? ¿Te dejás llevar por tu escritura y
en esos períodos escribís más? ¿O si tenés mucho para leer para la editorial
leés más?
MM:
Cuando
escribo poco, leo mucho. Muchas veces estoy viajando y aprovecho para leer.
Esto, lo de las entrevistas, me obliga a leer a un autor. Y en la edición, una
vez por año editamos dos o tres libros, así que ahí leo entre cuatro y seis
libros. La lectura de inéditos es bastante menos que en una editorial grande.
Ya estoy orientado. Además, como editamos poco hay cosas que ya tengo leídas y
guardadas. Mi único miedo es que ya la hayan publicado, porque obviamente, los
autores no tienen compromiso..
SC:
¿Te
ha pasado que le avisás y ya está publicado?
MM:
Me
ha pasado. Me quiero cortar las venas, sí. Me curé de espanto, una vez que leí
algo que me gustó mucho, que necesitaba bastante edición, pero la idea me
gustaba mucho. Entonces hice un laburo minucioso, y cuando le mandé el original
me dijo que salía a la semana siguiente en otra editorial. ¡Ay! (Risas): Y la
culpa fue mía, porque yo tendría que haberlo pautado antes de que se lo
llevaran a otra parte.
SC:
O
sea que ese trabajo ni siquiera le sirvió al autor, porque ya estaba.
MM:
Claro.
Eso que hice fue completamente inútil. Pero siempre se aprende. ¿Qué hora es?
PB:
Las
siete y media
MM:
¡Ah!
Vamos bien.
PB:
¿A
qué hora tenemos que terminar?
MM:
A
las once. (Risas). No. Pueden hacer un par de preguntas más, del público.
MM:
No,
son para adultos, el único que escribí para chicos es “El partido”, pero en realidad ahí el fútbol es una excusa. Los
pibes juegan en un equipo y hay una situación futbolera y una pelea. Pero en
realidad estoy hablando de judíos y no judíos, y una pelea entre dos amigos.
Con los de fútbol de adultos no sé qué va a pasar. Alguno salió en la revista
Mil Mamuts, y estoy esperando la respuesta de una editorial, a ver si les gustaron
o no.
Asistente:
¿Qué
autores te gustan?
MM:
¿De
fútbol? Fontanarrosa, absolutamente.
AF:
Lo
recomendás.
MM:
Sí.
Fue una idea de Daniel Lopes, que en el final de cada libro de Crecer Creando
cada autor diga cuáles son sus libros favoritos. Su recorrido lector y qué
recomienda. Y en general les pedimos que recomienden algo en esa línea.
Entonces, en “El partido” recomiendo
a Soriano y a Fontanarrosa. A Sacheri lo he leído muy poco.Leí el cuento famoso
de Maradona, “Esperando a Tito”… las novelas no las leí. Otro que tiene cosas
muy lindas es Sasturain.
PB: En ese
momento en el que decías que mandás el mail con el texto calentito, un instante
después, ¿qué hacés? ¿Abrís otro archivo porque no te aguantás la ansiedad
hasta que te responden?
MM:
No,
no, ya estoy tranquilo, y espero. Sé que esperar es embromado, como en
cualquier aspecto. Pero sé que no me van a escribir en seguida para decirme qué
buena que está.
PB:
¿Cómo
soportás la espera? ¿Agarrás otro proyecto que ya tenés?
MM:
Debajo
de la escalera tengo varias botellas…
(Risas). No, la verdad es que me banco la ansiedad bastante bien.
AF:
¿Y
cuándo se las das a las nenas?
MM:
Ahí
tienen que contestar de inmediato. (Risas). La última novela que anda dando
vueltas la leímos juntos en voz alta con Violeta. La fuimos leyendo un sábado o
un domingo a la tarde. Y los cuentos se los doy, o se los leo, las junto ahí,
las ato y me tienen que escuchar. (Risas)
AF:
Sabiendo
lo inquietante que es esperar la respuesta de un editor, vos, como editor,
cuando tenés que responderle a un autor ¿tenés eso en cuenta? ¿Qué el pobre
tipo está esperando?
MM:
La
verdad es que sí. A ver Florencia…
Florencia
Esses: Un
lujo. Cuatro días. Yo casi me muero. (Risas)
MM:
Soy
bastante respetuoso. No tanto con la cosa espontánea que te llega… A nadie le
gusta que le impongan las cosas. He tenido pequeñas discusiones explicando por
qué una cosa se hace o no se hace de una manera. Gente que ni me explico cómo
tiene mi mail y me dice: “Te mando esta novela para leer”.
AE:
Es
“Te mando esta novela para que me la publiques”. (Risas).
MM:
Hasta
ahora ninguno tan así. Pero leer algo que “te imponen” es muy hincha. Lo
correcto es decir que uno tiene algo. Yo puedo pedirle que me alcance el
manuscrito, o que me alcance una sinopsis, y sí, trato de leer rápido. Lo más
rápido fue lo último que editamos en Crecer
Creando, que es En busca de cielo
perdido, que tiene el fútbol como
excusa, de Eduardo González, que la
leí de un tirón y le escribí a los diez minutos. Pporque me encantó.
SC:
Ese
es el sueño del escritor, también. Que vos te prepares para que tarden un mes y
a la semana te digan que les gustó y que la van a publicar. A mí no me va a
pasar.
MM:
Ha
habido libros que estuvieron años.
Asistente:
Cuando
vos publicás, ¿cuál es tu punto de vista? ¿El de tu público? ¿El del lector?
Porque, por ejemplo, Ana y las olas es
una cosa y El extraño es otra. ¿Cómo
se mueve la creación pensando en el destinatario?
MM:
En
este caso que das como ejemplo son dos géneros diferentes, ¿no?. Ana y las olas es una novela y me
permito jugar con los tiempos como me gusta, ir para atrás, ir para adelante,
incluso después la editorial decidió ponerla en una colección para once años.
Yo la veía para chicos más grandes. El extraño, son tres cuentos, uno escrito a
propósito porque me pidieron y otros habían salido en manuales y los retoqué y
corregí para enviar, entonces hay menos desarrollo. El punto de vista es
maleable. Creo saber quién va a ser el lector. Creo saberlo, porque siempre
está la duda acerca de si gustará. Lo que leí con Violeta la última vez, la
verdad es que no lo sé. A ella le gustó, pero si no, no almuerza. (Risas).
SC:
¿Lo
sabés después de que terminás de escribir o antes?
MM:
En
realidad, terminás de saberlo no sólo cuando lo editan sino cuando te empiezan
a llamar de las escuelas.
SV:
¿Te
pasó con algún libro que esperabas que se leyera más y no se leyó?
MM:
Me
ha pasado a veces, por una cuestión de mal trabajo editorial. Hoy, por ejemplo,
fui a una escuela de Castelar. Habían leído casi todo lo de Alfaguara y un
libro que salió en Longseller que se llama Los
secretos del domingo, que es una novelita que a mí me encanta, novelita
porque es chiquita, ¿no?, para primeros lectores, que me encantaría tener en
Amauta, me haría falta o que me gustaría que estuviera en cualquiera de las
editoriales que se mueven, y venden veinte libros por año hace como seis años.
Yo sé, positivamente, que esa novela, en una editorial que la moviera, andaría.
¿Para qué voy a andar con falsa modestia si conozco el medio? En cambio, El regreso
de los dragones erró el bochazo. Por eso no voy a publicarla de vuelta.
SC:
Esto
que vos decís de que no la mueven, viste que ahora la visita del autor mueve
mucho los libros porque si el libro entra a la escuela de la mano del autor
multiplica, a lo mejor para otros años. ¿Cómo influye esto en la lectura? ¿La
visita del autor es parte del cotillón, o creés que realmente sirve?
MM:
En
muchas oportunidades, para mí, sirve, porque provoca un entusiasmo previo, que
los buenos maestros y las escuelas realmente lectoras saben aprovechar. Les da
ganas. Hay una cosa de entusiasmo previo. “Va a venir Sebastián Vargas, vamos a
leer Luna y espejo”. Hay una onda de
ganas de leerlo y de ver qué cosas le encuentro, porque va a venir. Otras veces
es el cotillón. Hay de todo. Pero creo que bien trabajado puede servir mucho
para entusiasmar a los lectores. Esa es la función.
Asistente:
Ven
que es real. No es imaginario el autor. Cuando lo ven es otra cosa.
MM:
Puede
servir mucho si está bien trabajado. Si no, es una zoncera. Si el docente lo
usa para entusiasmar porque está entusiasmado, sí. Si es el cotillón, como dijo
Sandra, ni fu ni fa. Es contraproducente cuando la editorial pone el carro
adelante del caballo y te dice que vayas a tal colegio porque depende de eso
que elijan tal libro. Y eso es el reino del revés. La editorial no debería
vender mi presencia sino mis libros. Si aprovechan mi visita para que los pibes
estén mucho más entusiastas con la lectura, bienvenido sea.
AE:
Hay
una experiencia que tiene que ver con el proyecto de la escuela lectora en la
que el docente trabaja bien. Y otra es ir y que después les tomen examen sobre
la visita del autor. A mí me pasó, y fue algo horrible, porque en lugar de ser
algo grato, algo que se espera con entusiasmo, sos una desgracia que llega
porque tienen que rendir el lunes.
MM:
¡No! Eso nunca me pasó.
SC:
Igual,
una defensa para los chicos, el reportaje colectivo es muy complicado. Hoy nos
pusimos en el lugar de los chicos: Primero: el entrevistado te arruina
preguntas. Segundo: yo le robé preguntas a ella, que es buena y no dijo nada.
AE:
Pero
ustedes no tienen que dar examen el lunes. (Risas).
AF:
Esto
es lo peor, la desgrabación.
MM:
Acá
voy a corregir yo solo. (Risas)
AF:
La
última pregunte es sobre la escuela. Esta influencia que hay entre tu visita
como autor y tu relación con la escuela como editor, ¿incide en la producción
después? ¿Hay un fantasmita ahí cuando estás escribiendo que dice que algo va a
la escuela, y algo no va?
MM:
En
mi rol de editor, sí, porque la verdad es que yo sé que Amauta y Crecer Creando venden
sus libros gracias a la escuela. No nos podemos dar el lujo de editar algo que
a priori creemos que la escuela no va a tomar. Así y todo, cada tanto
publicamos cosas sin saber si las tomarán. Con poesía, por ejemplo. A veces
hemos tenido éxito con Crecer Creando,
que publicó dos libros de poesía, y un fracaso rotundo con el que publicamos en
Amauta, que nos encanta, se llama Cantos de dinosaurios, de Silvia Guiard.
Y no anda. Y a nosotros nos parece un libro hermosísimo.
PB:
¿Y
cómo autor?
MM:
En
Amauta trato de no estar mucho.
PB:
Suponete
que estás creando una historia y te das cuenta de que puede que sea un libro
que se venda un montón. Pero sabés que tenés que hacer cierta concesión para
que entre en las escuelas. ¿Qué hacés ahí? Como escritor, te digo. ¿Qué
decisión tomás?
MM:
No
soy tan consciente de eso. Cuando escribo la historia, con Vuelta al Sur, ponele. Ni siquiera sabía si iba a ser publicada. Y
fue a escuelas primarias, incluso, para sexto grado. En general dejo que las
marquen los editores. Es más claro cuando soy editor. Soy más censor como
editor que autocensor como escritor. Es feo eso, ¿no?, pero…
Asistente:
No,
como editor es un rol responsable, se sabe que sos vos el que toma distancia y
decide para dónde va, y como escritor te liberás a la hora de crear.
PB:
Sigue
así. Aprobado. (Risas).
Asistente:
¿No
pensaste si esa historia podría transformarse en algo que no fuera un libro?
MM:
¿Vuelta al Sur?
Asistente:
Sí.
MM:
Siempre
tengo el sueño de que la mayoría de las novelas pudiera ser el guión para el
cine. Me encantaría. El único que estuvo cerca fue El tesoro subterráneo. Pero al director que presentó el guión no le
dieron el crédito y no funcionó. En otra cosa, no las veo. Ni en radio, ni en
teatro. Yo de teatro no sé nada. En cine tengo la fantasía, pero le cabe a Vuelta al Sur, como a Los Buscadores del Tuyú, o a Ana y las olas.
Me parece que tienen bastante acción. Tienen una cosa de imagen.
PB:
¿Harías
el guión?
MM: En El tesoro subterráneo lo pedí como condición. Me pidieron la autorización y se las di pero si trabajaba como co-guionista con el director. Me gustaría, pero creo que si hoy viniera Campanella y me dijera que va a filmar esto, y que va a trabajar Brad Pitt, o Darín, y que la van a vender pero no me quiere como guionista le digo: “Y dale”. (Risas). ¿Quieren que lea?
Varios:
Dale.
MM: Voy a leerles primero, como agradecimiento, una breve poesía que escribí a propósito de los amigos y amigas que me han entrevistado, y a otros que enviaron sus preguntas. Se llama Oda a la guía didáctica (Risas) y es una poesía muy seria que dice así:
Oda a la guía didáctica
Para Iris
Si leés con tus chicos en la escuela
poesías, cuentos y novelas:
por favor que no falte de tu práctica,
esa aliada leal, la guía didáctica.
Si ese cuento que leíste, ese relato
se acabo en la lectura, en solo un rato,
no te olvides, te aconsejo, es cosa mía
es momento ideal de usar la guía.
¿No te gusta el final? No te compliques:
no le cambies el orden, no lo edites.
¡Es mejor resolver el cuestionario,
con tu guía, el mejor solucionario!
Me despido, feliz, de esta entrevista
que será desgrabada, estará lista.
Si querés trabajarla con lectores,
una guía tendrás, con sus valores.
(Risas
y aplausos).
MM: Y ahora si quieren un
cuento breve, uno que publicamos en Amauta en una antología que se llama Un mes después, un proyecto que tuvimos
con los talleres de Graciela Repún, en el que hay nuevas voces, algunas
primeras publicaciones, y hay un cuento de Jorge, uno de Graciela y uno mío. Se
llama “Atrapado”.
Cuando
el padre de Agustín llegó a Toranzo esperaba encontrar a su hijo muy enojado, y
por eso, además de un buen regalo, se había preparado para recibir muchas
recriminaciones o, peor aún, ese silencio furioso que el chico solía usar, y
que a él tanto le dolía. Sin embargo,
Agustín estaba feliz. Feliz como nunca, y acompañado de un cachorrito
blanco, su nueva adquisición.
-Desde que encontró al cachorrito es
otro chico –le dijo el abuelo Ramón al padre de Agustín, que se rió, contento
con el comentario.
Y era cierto, hasta la risa de
Agustín era distinta.
Agustín
se había aburrido todos y cada uno de los días de su visita a Toranzo. Con su
larga experiencia de hijo único de padres separados, tenía muy claro que el
divorcio de los viejos a veces le significaba algunas ventajas, y otras veces
unos cuantos problemas. Y que los problemas, lamentablemente, se amontonaban en
las vacaciones. Tanto su padre como su madre tenían compromisos de trabajo, y
el exceso de tiempo libre de su hijo casi adolescente les complicaba la vida.
Si por ellos hubiera sido, Agustín no podía dejar de pensarlo, el colegio
tendría que durar todo el año. La casa de los abuelos, entonces, era una
solución posible. Posible, pero tremendamente aburrida. Y su padre, una vez
más, había apelado a la intolerable solución: lo había llevado a Toranzo, el
pueblo de los abuelos, y allí lo había
dejado, con la promesa de que al término de una semana lo iría a buscar, para
completar lo que quedaba de enero en Mar del Plata, donde un tío tenía
departamento. Pero ya habían pasado diez días, del padre no había noticias y
Agustín ya no lo podía soportar. Sus abuelos lo trataban muy bien, por
supuesto, pero él ya tenía 14 años y que la abuela le cocinara sus postres
favoritos, o que el abuelo de vez en cuando lo llevara hasta algún campo
vecino, en la chata vieja que usaba para repartir garrafas, no le alcanzaba.
Enero avanzaba con una lentitud exasperante, y él no había conseguido hacer
amistad con ningún chico ni chica de su edad, sencillamente porque en todo el
pueblo no había ni uno. Los abuelos no tenían televisión por cable ni mucho
menos computadora, así que se la pasaba dando vueltas en bicicleta, desde la
estación antigua hasta la ruta, una en una punta y otra en la otra punta del
pueblo, pero ambas muy cerca de la casa, tan cerca como lo estaba todo en
Toranzo, que era un pueblo de apenas diez cuadras.
A
la noche del undécimo día sonó el teléfono y Agustín corrió a atenderlo. Tenía que ser su padre,
anunciándole que vendría, al fin, a buscarlo. A rescatarlo. Era él, sí. Se
deshacía en disculpas, le explicaba que habían aparecido unos problemas en la
oficina, le contaba no sabía bien qué cosas de la aduana o algo así, y le
prometía que sin falta iría el fin de semana, que tuviera paciencia. Era lunes:
faltaban cuatro días, por lo menos. Y si el padre cumplía, y llegaba al pueblo
el viernes, seguramente el sábado se querría quedar, para no ofender a los
abuelos. Otro día más de encierro. Agustín tenía ganas de llorar, pero se la
aguantó. Se sentía atrapado, y sabía que no había salida. Para sacarse la
bronca les avisó a los abuelos que se iría a pedalear un rato. No hacía falta
que le pidieran que tuviera cuidado: en Toranzo no había tránsito, no había
robos, no había nada.
Pedaleó
hasta el final del pueblo y enfiló hacia un montecito de eucaliptos, del otro
lado de la ruta. Allí donde se levantaba la única casa más o menos interesante
de la zona, la única que tenía una tapia que la circundaba, la única con un
jardín delantero –ahora cubierto de yuyos- que seguramente había sido hermoso.
Según decían sus abuelos, había pertenecido a un gobernador, y nadie sabía por
qué la habían abandonado. Estaba vacía desde hacía años, y los portones de la
entrada, vencidos por el tiempo, dejaban pasar a cualquiera. En Toranzo no
había ni siquiera cuentos de aparecidos: nadie decía que la casa estuviera
embrujada, nadie le tenía miedo a sus altos paredones, a ninguno de los pocos
habitantes del pueblito se le había ocurrido jamás que esa casa pudiera
albergar más que mugre, comadrejas o cuises, y
no mucho más. Pero Agustín era de la ciudad, y había visto suficientes
películas de terror como para meterse así como así, a oscuras, en una casona
abandonada. Por muy aburrido que estuviera, no se atrevería a entrar, salvo que
alguien, como en ese preciso momento ocurría, lo llamara.
-Pibe –oyó que le decían-. Pibe,
vení, ayudame.
Agustín bajó de la bici y se acercó,
despacio. No tenía linterna, pero como había luna llena se veía bastante. El
que le hablaba era un hombre viejo, de barba canosa. Estaba sentado en el piso
del antiguo jardín, y se agarraba una pierna.
-Vos sos el nieto de Ramón, ¿no?
Agustín asintió. Si era el único
chico en Toranzo, seguro que el viejo tenía que haberlo visto con su abuelo.
-Se me escapó un cachorrito que
tengo, y se metió acá. Lo entré a buscar por miedo a que se lo coman las ratas,
y me enganché la pata en un pozo. Vení, no tengas miedo.
Agustín ya había empezado a
acercarse, pero curiosamente ese “no tengas miedo”, lo detuvo. No había tenido
ningún miedo hasta ese momento, pero en cuanto el viejo lo mencionó, un escalofrío
le corrió por la espalda.
-Voy a casa a buscar al abuelo
–improvisó-. Venimos con la chata.
El viejo se quejó de dolor.
-Vení ahora, pibe. Ayudame a sacar
la pierna, que me duele.
Agustín dudó. Pensó que debía entrar
y ayudar al viejo, pero en ese instante una nube tapó la luz de la luna y el
miedo pudo más. Salió corriendo, agarró
la bici y ya pedaleando le gritó al hombre que enseguida volvía, con el abuelo
Ramón.
Un rato después, mientras arrancaba la chata,
el abuelo se rascaba la cabeza, confundido. No acertaba a adivinar quién podía
ser el vecino accidentado. En un instante estuvieron en la casona y bajaron,
pero no encontraron a nadie.
-Se habrá liberado solo, pobre
hombre –le reprochó el abuelo-. Mirá que dejarlo ahí tirado, m’hijo.
Agustín bajó la cabeza, avergonzado.
Al otro día buscaría al accidentado para pedirle disculpas. Al menos la
aventura le había dejado algo que hacer.
Pero al día siguiente, por más que
buscó y pedaleó por todos lados, no pudo encontrar a nadie que se pareciera al
viejo de la casona. Nadie rengueaba. Nadie, ni en la panadería ni en el bar,
donde preguntó con timidez, conocía a un viejo de barba que tuviera un
cachorro. Agustín, vagamente, empezó a sentirse preocupado.
A la noche, después de la cena, otra
vez pidió permiso y montó en la bicicleta. Esta vez llevaba una linterna, por
las dudas. Pedaleó directo hasta la casona, que en esa noche nublada se
presentaba más oscura, un poco más atemorizante. Dejó la bicicleta apoyada en
el paredón, encendió la linterna y entró al jardín, esquivando los yuyos y las
ortigas. No sabía muy bien por qué lo hacía, pero le parecía que tenía algo así
como el deber de atravesar los portones y meterse en el yuyal, era como una
manera de disculparse con el pobre viejo accidentado que había dejado
abandonado. Caminó unos cuantos pasos hacia la galería delantera, y estaba
pensando en si se metería o no dentro de la casa cuando se sobresaltó con el
ruido de algún bicho que pasó corriendo y de inmediato decidió que no, que era
mejor irse. En ese momento oyó un breve ladrido y se dio vuelta: a unos pasos
había un cachorrito, que se quejaba. Agustín se agachó a ver qué le pasaba, y
lo vio medio atrapado en un pozo. Lo levantó con cuidado, le sacudió el polvo
que parecía tener pegado y lo dejó en el piso, para ver si el animal podía
caminar bien. Entonces oyó que alguien pedaleaba en su bicicleta.
-¡Eh! -gritó, soltando al cachorro- ¡Mi bici!
La
bicicleta parecía alejarse. Agustín corrió hacia los portones y cuando ya
llegaba, metió el pie en un agujero y cayó.
Gritó
de dolor. Se había doblado el tobillo y no podía destrabarse. La bicicleta,
como si el ciclista que la había robado lo hubiera visto todo, regresó.
Un
chico de su edad asomó la cara.
-Vení,
pibe, ayudame –dijo Agustín, pero su propia voz le sonó rara, como cascada.
-¿Qué
le pasó, señor? –le preguntó el chico de la bicicleta.
Agustín
sintió que el miedo le subía por la garganta. ¿“Señor”? ¿Cómo que “Señor”?
-Vení
pibe –repitió, cada vez más asustado de su voz, de su irreconocible voz-, no
tengas miedo.
El
chico retrocedió. Pero no parecía que tuviera miedo, no. Al contrario, mientras
se alejaba en la bicicleta lentamente, sonreía con toda la boca. El cachorro
pasó rápido al lado de Agustín, de ese viejo que era ahora Agustín, ahí
atrapado, y corrió detrás de la bicicleta, hasta que ambos, el perro y el
chico, se perdieron de vista.
(Aplausos).
MM: El
lunes que viene trabajaremos con la obra de Luis María Pescetti y el lunes 17
es la última entrevista del ciclo. Les quiero agradecer una vez más a Sandra,
Florencia, Paula, Andrea, Sebastián, Alejandra también, por haberme hecho esta
entrevista, y a todos los compañeros de cada lunes. Gracias otra vez. (Aplauso
de cierre).
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