El rey de los espinos

El canto de una lengua eclipsa, seduce, atrapa; sin que lo sospechemos interpela algo desconocido por nosotros mismos, que dice algo más allá del significado de las palabras en que se manifiesta. Hoy Libro de arena publica un fragmento de El rey de los espinos, de Marcelo Figueras, que recorre el camino de la aventura ilustrada como parte de las ficciones que tienen por protagonista a la lectura y la escritura.


Tenía un reproductor de discos de vinilo Ken Brown, que se había comprado en los años setenta. Era bonito, con forma de arcón. Pero en el living se tornaba invisible, opacado por los libros que pintaban las paredes de mil colores.
Había consagrado estantes enteros a ensayos filosóficos, estudios literarios, biografías, libros de biología y de historia. (Por cantidad de volúmenes, era fácil concluir que sentía mayor interés por ciertos períodos o acontecimientos: la Inglaterra del Medioevo, las Guerras del Opio libradas en la China, La Segunda Guerra Mundial.) También poseía muchos libros de matemáticas y física, que había usado durante sus estudios y su carrera en Harvard (entre ellos, sin ir más lejos, estaba toda la obra de su padre) y ahora arrumbaba en el otro lugar de la casa.
Pero a Milo solo le interesaba la ficción. De pequeño, había devorado los grandes relatos de aventuras (de La Odisea a Los Tres Mosqueteros), las narraciones de género (Verne, Poe, Conan Doyle), los clásicos de la literatura fantástica (de Alicia a Lovecraft) y, por supuesto, los volúmenes con descripciones de prácticas sexuales. El Viejo nunca había terminado El libro de Manuel, de Julio Cortázar, desde que lo compró a mediados de los setenta. Pero ahora, la edición tendía a abrirse sola, en páginas que abundaban en palabrotas o hablaban de masturbación.
Con el tiempo, los gustos de Milo se habían diversificado. Había llegado a leer traducciones de Conrad y también Moby Dick. Lo que el Viejo no había previsto fue su interés por el Quijote. Aunque ignoraba si había seguido el texto o tan solo las marcas en lápiz, una red minúscula que se amarraba a la trama impresa de numerosas páginas. Milo debía de creer que las había hecho el Viejo, durante sus estudios de español. No era la primera vez que se interesaba por su pasado.
La mayoría de los libros en español eran herencia de la madre del Viejo. Ella le había insuflado el amor por el idioma desde que era un bebé. Mi niño, sonaba más dulce que meinKind; te amo tenía una música de la que icliebedich carecía.
En su amor por la ficción, Milo se parecía al Viejo cuando era niño. En aquel entonces al Viejo lo perdían novelas como Viaje al centro de la Tierra, y El mundo perdido o la serie de Edgar Rice Burroughs sobre Pellucidar. Había tardado en comprender que lo fascinaban porque compartían un rasgo: la presencia de dinosaurios. Los libros sostenían, incluso, que en algún punto remoto del planeta aquellas bestias no se habían extinguido.
Desde que leyó esas aventuras había soñado con probar que lo de Verne, Conan Doyle y Burroughs no era fantasía, sino intuición; o en su defecto, con encontrar fósiles que le permitieran identificar nuevas especies. Ardía en deseos de aplicarle a alguno de aquellos monstruos el calificativo weylensis.
Se habría dedicado a la antropología, seguramente, si la guerra no hubiese metido la cola. Pero eso no había ocurrido.
No en aquel universo, al menos.


El rey de los espinos
Marcelo Figueras
Benos Aires, Aguilar, 2014

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