La ley de la ferocidad
El lugar de la lectura en
voz alta es irremplazable. La reflexión, la discusión, el comentario, el compartir con otros
es signo de la unión que los textos propician. Libro de arena publica un fragmento de La ley de la
ferocidad, de Pablo Ramos, como parte de los
textos referidos a las ficciones habitadas por la lectura y la escritura como
protagonistas.
“Debido a esos sueños, al susto que me
causaban los sueños fue que me propuse tomarme las cosas con seriedad. O hacer,
en realidad, que me las tomaba con seriedad. Actuar. Y de golpe me comprometí
con todo. Con la limpieza del cuarto, con la higiene personal, con la terapia
de grupo (aunque me parecía una imbecilidad), y en dos meses fui el interno
modelo. Mi lucha por bajar de lo que ellos llamaban “soberbia metafísica”, o
“grandiosidad metafísica”, o no me acuerdo qué mierda más, era puesto como
ejemplo para los otros internos. Me hacían escribir un informe diario a mano
alzada, de por lo menos una carilla de extensión, donde tenía que expresar y
justificar enumerándolas primero, las actividades correctas e incorrectas que
había tomado en el día. Era tan fácil escribir lo que ellos querían oír, que yo
sabía que si seguía así, si lograba soportarlo, la fecha estimativa del alta no
tardaría en anunciarse en alguna sesión. Yo no tenía firma, no podía irme por
mi cuenta. Me habían declarado temporariamente falto del dominio de mis
facultades mentales. Peligroso para mí y para mi entorno. Me habían declarado
loco de atar, los hijos de mil putas, pero como dije, los convencí rápido. (…)
Las sesiones eran todos los días a las
diez de la mañana, después del desayuno, y estaban coordinadas por un ayudante
terapéutico que ni siquiera era estudiante de veterinaria y que se lo pasaba
leyendo un libro de cría, reproducción y comercialización de conejos. Lo
primero que hacíamos después de desayunar, era leer en voz alta un párrafo de
un libro, que siempre era el mismo libro y que se suponía la Biblia terapéutica
de la clínica. Alguien lo leía y los demás escuchábamos con atención sin cruzar
los brazos ni las piernas porque si no se cruza la mente, y sin chistar. Luego
de la lectura nos quedábamos cinco minutos en silencio, alguien encendía una
vela a una estatua de un Buda que más bien parecía un ekeko, y comentábamos en voz
alta lo que habíamos sentido y pensado al escuchar la reflexión del día. Cuando
decía “sentido y pensado”, el hijo de puta del criador de conejos se tocaba el
pecho y la cabeza respectivamente, como para indicarnos en dónde se suponía que
teníamos que tener el alma y la conciencia. Nosotros, por supuesto, lo que es
él las debía tener en el culo.
El libro en cuestión lo decía todo con el
título. El peregrino de la armadura
oxidada. O algo por el estilo si es que esas cosas pueden ser clasificadas
bajo algún estilo distinto del de la palabra mierda. Mierda es poco: mierda
para subnormales amantes de la más inmunda de las mierdas. Las cosas que ese
libro decía, el tono exagerado y solemne con que intentaban componer fábulas
moralizantes sobre el bien y el mal, sobre la posibilidad de elegir siempre la
felicidad como si fuera un melón maduro para la cena, son verdaderamente
irreproducibles. Creo que valor terapéutico tenía, porque uno nomás de
escucharlo quería reinsertarse en la sociedad inmediatamente, consumir
celulares, microondas, cambiar el auto todos los años, meterse en créditos,
pagar las facturas en fecha, tener hijos, amantes, comer fideos todos los
domingos en casa de suegros radicales o peronistas, cualquier cosa que lo
mantuviera lejos del “Camino del sol”. Al peregrino, que no sé por qué se le
había ocurrido caminar por el mundo llevando una armadura en vez de un bolsito
y un par de zapatillas cómodas, se le iba oxidando la coraza de hierro, y si
antes le había servido de defensa de los ataques de no sé quién (seguramente
del padre, porque en esos lugares la culpa de todo la tenía el padre), ahora
que se suponía que él había crecido y esa protección se había oxidado, había
que animarse a sacársela y vivir sin ella. NO era una elección muy difícil para
el peregrino, pero se sobreentendía que en el momento en que se la sacaba, que
se libraba de ella, uno tenía que emocionarse. Yo llegué a derramar unas
cuantas lágrimas de verdadero dolor, porque nunca en mi vida me había sentido
tan ahogado, tan claustrofóbicamente desesperado, tan cerca de enloquecer de
verdad.
Fragmento de:
La ley de la ferocidad,
Pablo Ramos
Buenos Aires, Alfaguara, 2007
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