"Dos Valijas": anticipo del nuevo libro de cuentos de Claudia Piñeiro
En
“Quién no” (Alfaguara), la primera publicación de relatos cortos de la
gran autora argentina, se reúnen 16 textos selectos de diferentes
momentos de su carrera.
Por Claudia Piñeiro
Dos valijas. Eso dijo Mauro. Volví a preguntar: "¿Estás seguro?". "Sí,
estoy seguro", respondió con paciencia. Todos me tenían paciencia
en aquellos días. "No pueden ser dos", insistí. Pero Mauro ya no dijo
nada porque ahí estaban las dos, en el recibidor del departamento.
Apenas se atrevió a señalarlas con las manos abiertas, las palmas hacia
arriba, mientras vacilaba en el marco de la puerta dudando de si entrar o
irse. "Pasá y tomamos un café", le dije. "¿Estás de ánimo? Mirá que no
hace falta. Si querés descansar, o estar sola…". "No, tomemos un café,
que me va a hacer bien", dije sin estar segura de qué cosa me podía
hacer bien. Mauro me había hecho el favor de ir a retirar las valijas de
Fabián del aeropuerto y no me parecía bien dejar que se fuera sin
siquiera ofrecerle un café. El cuerpo de Fabián lo había retirado mi
hermano una semana antes. Y se había ocupado de todo: reconocer
ese cuerpo, organizar el velorio, disponer el entierro. Yo no habría
podido. Un infarto en pleno vuelo. Fabián había subido vivo en Chile y
bajado muerto en Argentina. Un médico que viajaba en el avión le hizo
masajes cardíacos y otras maniobras. Pero no fue suficiente. Mi marido
murió diez minutos antes de aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza.
Los primeros días después del entierro sólo podía pensar en ese preciso
momento, el de su muerte, cuando el médico miró a alguien, la
azafata tal vez, y dijo: "Ya no hay nada que hacer". Pensaba también en
los otros pasajeros, en el resto de la tripulación. Qué habrá pensado
cada uno de ellos, qué habrán hecho, cuál habrá sido la última cara que
Fabián vio antes de morir, cuáles los últimos ojos con los que hizo
contacto, quién le tomó la mano si es que alguien se la tomó, quién le
habló hasta que se fue. Quizá me concentraba en esos detalles para
seguir pensándolo vivo, para tenerlo conmigo en ese instante anterior a
la muerte en el que yo no pude estar a su lado. Hasta que llegaron las
valijas y las preguntas cambiaron.
Mauro me esperaba sentado en el living cuando aparecí con la bandeja y
los cafés. "Estaba segura de que había viajado sólo con una
valija", dije otra vez mientras le alcanzaba su taza. "A mí también me
sorprendió, no fueron tantos días. Pero pregunté y me mostraron que las
dos etiquetas están a su nombre, de hecho todavía las tienen puestas",
dijo Mauro, y se acercó a una de las valijas, tomó la etiqueta que
colgaba de la manija y leyó, "Fabián Tarditti". Luego hizo exactamente
lo mismo con la otra: "Fabián Tarditti". Levantó la vista y me miró como
con resignación. "Quizá compró cosas allá y no le alcanzó el espacio, o
traía folletería de la empresa. Ya verás cuando las abras, pero quedate
tranquila que las dos son de Fabián." "Sí, ya veré", le dije, y se me
llenaron los ojos de lágrimas. "Perdoname, estoy harta de llorar", me
disculpé. "Es lógico", me consoló, y preguntó: "¿Cómo está Martina?".
"Supongo que mal, se le fue su padre, tan de repente. Pero hace un
esfuerzo por sostenerme a mí, así que me demuestra poco. Espero que se
descargue con sus amigas o con su novio". "Seguro que sí", dijo Mauro.
Yo asentí, me tomé mi café y ya casi no hablamos más. "¿Querés que te
ayude a llevar las valijas al cuarto?", me ofreció Mauro antes de irse.
Pero le dije que no, todavía no estaba preparada para abrirlas y
encontrarme con las cosas de Fabián. Tampoco quería dormir con ellas en
nuestra habitación. Así que se quedaron allí.
Recién me ocupé de las valijas tres días después; pasaba junto a ellas,
salía y entraba, pero no las movía de donde Mauro las había dejado. La
noche en que terminé abriéndolas, venían a comer a casa Martina y Pedro,
su novio, y no me pareció prudente que mi hija se encontrara con ellas
así, señalando la presencia de un padre que ya no estaba. Por eso antes
de terminar de poner la mesa las empujé a mi cuarto y ahí las dejé.
Comimos, charlamos, lloramos un poco. Pedro puso música, nos preparó
café, cada tanto le tomaba la mano a Martina o le susurraba algo al
oído.
Cuando se fueron por fin me decidí. Tenía que abrir esas valijas aunque
me espantara encontrarme con las cosas de Fabián, aunque las prendas
que sacara olieran a él. ¿Se guardan las prendas de un muerto en los
mismos estantes donde se las guardaba cuando estaba vivo? ¿Por cuánto
tiempo? Me acerqué a las valijas. Las dos tenían candado numérico pero
eso no presentaba ninguna dificultad porque desde que nos vinimos a
vivir a este departamento pusimos siempre en todo candado, locker o
cerradura que tuviéramos que compartir los cuatro números de la
dirección de nuestra casa: 1563. Veintiocho años vivimos juntos en Salta
1563, quinto piso, departamento A. Subí una de las valijas sobre la
cama, puse los números del candado en la posición 1563 y el candado se
abrió. Deslicé el cierre. Allí estaban sus cosas, todo ordenado tan
meticulosamente como siempre. No conocí nunca a nadie que hiciera las
valijas con la perfección con que las hacía Fabián. El traje gris que
llevaba por si tenía reuniones de trabajo más formales. Su camisa
blanca. La corbata azul con pintas rojas. Un pantalón sport. Su
suéter azul. Dos remeras. Los zapatos de vestir y un cinturón del mismo
cuero en otro compartimento. El jean lo traía puesto, lo mismo que
su camisa celeste de mangas cortas, sus mocasines y su campera de
lluvia. Todo perfectamente doblado, la ropa interior sucia dentro de una
bolsa, las camisas abotonadas. El perfume, la pasta dentífrica, el
cepillo y los artículos para afeitarse en el neceser de cuero que le
regalé para su último cumpleaños. Cada cosa que sacaba olía a él. Lloré.
Dejé para últimomomento el cierre interior, allí solía guardar los
regalos que nos traía de sus viajes. Fabián siempre viajó por
trabajo, dentro del país cuando recién se recibió de arquitecto y
durante los años que ejerció la profesión en forma independiente, y a
Chile, Uruguay y Brasil desde que trabajaba como gerente regional para
una empresa de equipamiento de oficinas. De cada viaje nos traía algo,
aunque fuera una pavada, algo que nos hiciera sentir que estando lejos
había pensado en nosotras. Cuando Martina se fue a vivir con Pedro, ya
no le trajo regalos en cada viaje sino de tanto en tanto, pero a mí, sí.
Deslicé el cierre y metí la mano: saqué un sobre de papel, era de una
casa de ropa de mujer de Las Condes. Lo abrí, dentro había un pañuelo de
seda, color fucsia, con flores celestes, amarillas y blancas. Me lo
llevé al pecho y lloré otra vez.
Decidí que por un tiempo, hasta que supiera qué hacer con sus cosas,
mantendría el placard de Fabián tal cual estaba. Así que guardé cada
prenda en su sitio. Cerré la valija y la subí al estante de donde mi
marido la había bajado el día antes de viajar por última vez. Luego
puse la otra valija sobre la cama. Coloqué los números de siempre en el
candado: 1563. Pero esta vez el candado no abrió. Miré los números, dudé
de si ese seis era un seis o un ocho, me calcé los anteojos y volví a
chequear los números: 1563. Probé abrir otra vez y nada. ¿Y si
finalmente yo tenía razón y ésa no era una valija de Fabián? Leí yo
misma la tarjeta personalizada que aún colgaba de ella: Fabián Tarditti.
Giré los números en el candado y volví a dejarlos en la posición 1563.
Tampoco. Pensé un instante. Probé con su fecha de cumpleaños, con la
de Martina, con la mía. No funcionaron. Finalmente volví a la etiqueta y
fue entonces cuando empecé a comprender. Debajo de su nombre estaban la
dirección y el teléfono. El teléfono era el que conocía, el celular que
tuvo siempre, ése al que yo lo llamaba. Pero la dirección era
otra: Jonás 764, Pinamar. ¿Jonás 764, Pinamar? ¿Qué dirección podía ser
esa? Volví al candado. La cerradura tenía cuatro posiciones. Hice lo
mismo que hicimos tantas veces que nos enfrentamos a candados con más
dígitos que nuestra dirección: agregar nueves a la izquierda. Puse
un nueve en la primera posición, luego un siete, luego un seis y por
último un cuatro: 9764. El candado se abrió. Deslicé el cierre, levanté
la tapa y me quedé sin aire. Lo que vi dentro era una copia exacta de lo
que traía en la otra valija: el traje gris, la camisa blanca, la
corbata azul con pintas rojas, el suéter, las remeras, los zapatos y el
cinturón en otro compartimento, la ropa sucia en una bolsa, un neceser
de cuero. No podía pensar, no terminaba de entender. O no podía entender
aún. Entonces abrí el compartimento donde Fabián guardaba los regalos y
allí estaba el sobre de papel del negocio de Las Condes. Pero había
algo más, otra bolsa pequeña. La abrí y saqué lo que contenía: ropa de
bebé, un enterito de algodón celeste con ositos marrones, un babero y un
par de zoquetes. Me recosté en la cama. La cabeza me latía como si
fuera a explotar. ¿Dos valijas idénticas significaban lo que se cruzaba
por mi mente? Idénticas no, en una había ropa para un bebé. ¿Y si no
qué? ¿Por qué alguien llevaba valijas duplicadas? ¿Una mujer y un bebé
de Fabián en Pinamar? ¿Qué habría hecho Fabián con la otra valija si no
hubiera tenido un infarto en el avión? ¿La habría dejado en la oficina,
en el baúl del auto? No podía ser, tenía que haber otra explicación.
Pero si la había yo no la encontraba.
Anduve por la casa de un lado a otro, elegí y descarté amigas con quien
compartir lo que me estaba pasando. Tampoco quería decírselo a
mi hermano. Pensé en Martina, en cómo se lo diría, en si se lo diría.
También pensé en llamar a Mauro, el amigo más cercano que tenía Fabián.
Al menos el más cercano que yo conocía. Pero desestimé la idea, era
imposible que Mauro supiera, si hubiera sabido no me habría entregado
la valija. Habría protegido a su amigo hasta las últimas consecuencias.
La habría entregado allí donde esta valija debía estar. Y cuando pensé
eso, que Mauro habría llevado la valija allí donde debía estar, fue que
supe qué era lo que yo iba a hacer: viajar a Pinamar a entregársela a
una mujer que tal vez ni siquiera sabía que Fabián ya no regresaría.
Tomé algo para dormir y dejé que mi cuerpo decidiera qué hora era buena
para despertarse. Amanecí como a las diez de la mañana. Cargué en el
auto la otra valija, esa que traía una dirección en Pinamar hacia donde
me dirigía. Nunca había manejado sola en ruta. Nunca incluso había ido a
Pinamar desde nuestro casamiento. Sí antes, de solteros, cuando
Fabián tenía un par de obras allí y lo acompañé a verlas. Pero a mí
nunca me gustó la playa. Así que nuestros destinos siempre fueron otros:
Villa La Angostura, Mendoza, Córdoba. Busqué la ruta más apropiada en
Google Maps. Sabía que tenía que tomar la 2 y luego desviar en
Dolores. Allí pregunté, en una estación de servicio. Me indicaron un
camino más corto, un poco desolado, pero que me ahorraría más de
cincuenta kilómetros. Y eso hice. Quería llegar cuanto antes. Conocer
de una vez a esa mujer y al hijo de Fabián, para luego volver y
olvidarme de ellos. Si podía. Me pregunté desde hacía cuánto estaría
ella en su vida. Yo nunca había notado nada. Fabián había estado un poco
distante el último tiempo. Y tal vez los dos estábamos menos cariñosos,
o con menos interés sexual. Pero hacía veintiocho años que estábamos
juntos y el hecho de que decayera su libido o la mía no me pareció
alarmante ni mucho menos. Ahora me daba cuenta de que su libido no había
decaído sino que estaba puesta en otro sitio. ¿Una mujer de qué edad?
¿Treinta y cinco, cuarenta? Tenía que ser bastante joven para tener
un bebé, pero también una edad adecuada como para estar con un hombre de
cincuenta y cinco años. Miré a un lado de la ruta y vi un
Cristo gigante que invitaba a un Vía Crucis en Madariaga, así que supe
que estaba muy cerca, que pronto estaría frente a la mujer a la que le
entregaría una valija que no me pertenecía.
¿Qué le diría? ¿Me enojaría con ella? ¿La insultaría? ¿Le daría el
pésame? En la rotonda de entrada a Pinamar me detuve y puse la
dirección en el GPS del teléfono: Jonás 764. El GPS buscó y luego me
indicó el camino. Fui despacio, temía llegar y hacer un escándalo. O
desmayarme. O no atreverme y volver a mi casa sin dejar la valija. Ir
despacio me permitía tomar coraje. Un rato después me detuve frente a
la dirección con la que había abierto el candado. Era una casa
sencilla, con un jardín cuidado delante. Bajé y toqué el timbre. No
salió nadie. Insistí. Y luego otra vez. Un hombre que entraba a la casa
vecina me dijo: "Están en el bar". "¿Cuál bar?", le pregunté. "El del
centro", me dijo, "el de la playa en esta época del año lo tienen
cerrado". "Ah, claro, dije", como si supiera de qué me estaba
hablando. Y antes de irme agregué: "¿Me indica el camino? Hace años que
no vengo de visita y tengo miedo de perderme". El hombre se puso junto
a mí y dibujó en el aire un mapa que traté de aprender de memoria. "A Mi
Modo, se llama", dijo. Lo miré sin entender. "El bar. Ahora se llama A
Mi Modo, le cambiaron el nombre hace un tiempo. Le digo para que no se
confunda, por si no sabía". "Sí, claro, sabía, pero le
agradezco", mentí. Y me subí al coche.
Hice el camino que me había indicado el hombre sin dificultad y ahí
estaba el bar: A Mi Modo. Entré y me senté en una mesa. Enseguida vino
una mujer a atenderme, una mujer embarazada, que no podía tener más años
que Martina. No había un bebé, sino una mujer embarazada. Sentí pena
por ella, pero también enojo, bronca. ¿Cómo Fabián había podido tener
una relación con una mujer de la edad de nuestra hija? ¿Quién era ese
hombre con el que compartí veintiocho años y recién ahora empezaba a
conocer? ¿Cómo se puede tener un hijo de una chica de veintipico a los
cincuenta y cinco años? ¿Cuándo pensaba decírmelo? ¿Pensaba
decírmelo alguna vez? "Perdón, señora, ¿qué le sirvo?", dijo la mujer en
voz alta, seguramente porque ya lo había dicho antes y no la había
escuchado. "Un café, por favor, un café". Ella desapareció detrás del
mostrador. Tuve que contenerme para no ponerme a llorar. La mujer salió
de la cocina a buscar algo pero alguien la llamó desde
adentro: "Martina…", y la chica volvió a irse. Se me nubló la vista. Mi
marido tenía una amante de la edad de nuestra hija que se llamaba como
nuestra hija. Sentí asco. Me lo imaginé diciéndole cosas en la cama y
nombrándola con el mismo nombre que eligió, él mismo, para Martina.
Yo quería llamarla Carolina, pero él insistió y yo acepté. La chica
salió de la cocina con el café, caminó hacia mi mesa y lo dejó frente a
mí. Luego me acercó un servilletero y los sobres de azúcar. "¿De cuánto
tiempo estás?", pregunté con la voz ronca, casi sin pensarlo. "De seis
meses. Va a nacer para fin de año". "Qué bien…", dije, "¿es un varón?".
"Sí, es un varón", respondió ella, "si no se equivocó el médico que me
hizo la ecografía". "Sos muy joven para tener un hijo". "No tanto, tengo
veintiséis". "Veintiséis", repetí, "uno más que mi hija". Ella sonrió,
acomodó una de las sillas de otra mesa y volvió al mostrador. ¿Cómo
decirle a esa mujer, a pesar del rencor que sentía, que su hijo no
tendría padre porque había muerto de un infarto en el avión que lo
traía de Chile? ¿Desde hacía cuánto tiempo estaban juntos? Ella era tan
joven. ¿Qué necesidad había tenido Fabián de llevar con esa chica una
vida igual a la que llevaba conmigo? Dos valijas. Me sentía demasiado
incómoda, quería irme ya, pero antes debía completar lo que me había
llevado hasta allí. Dejé el café sin tomar y fui al auto. Bajé la valija
y volví al bar arrastrándola conmigo. Cuando entré no había nadie. La
llamé por su nombre y el de mi hija: "¡Martina!". Entonces ella salió de
la cocina y me vio allí, parada junto a la valija. "Te traje la valija
de Fabián", dije. Parecía asustada, miró hacia la cocina y gritó:
"¡Mamá!". Una mujer muy parecida a ella salió de inmediato, se detuvo
junto a la chica y se quedó mirándome. Por fin, entendí. En sus ojos vi
que ella, esa otra mujer, sabía quién era yo, sabía que Fabián había
muerto y por qué estaba allí. Se acercó tomó la valija y dijo:
"Gracias por traérmela". Yo en cambio no pude decir nada. Sonreí, no sé a
cuenta de qué; me quedé mirándola un tiempo incalculable, muerto.
Luego me di media vuelta y me fui.
En esa corta distancia que recorrí hasta el auto, pasaron por mi cabeza
imágenes de la vida duplicada de Fabián: las dos valijas, las dos
casas, los dos suéteres azules, los dos trajes, las dos hijas con el
mismo nombre, sus dos mujeres. Veintiocho años conmigo. ¿Cuántos con
ella? Veintinueve, treinta. Subí al auto y encendí el motor. Tardé
en irme; me llevó un tiempo encontrar el coraje para dejar, por fin, lo
que no era mío. Miré una vez más hacia el bar. En la puerta estaba la
otra mujer de Fabián; un paso más atrás, su otra hija. La mujer sostenía
en la mano un pañuelo de seda, color fucsia, con flores celestes,
amarillas y blancas.
Fuente: Infobae
Fuente: Infobae
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