El Barón de Munchausen: tres siglos de una vigencia desaforada

Hoy se cumplen trescientos años del nacimiento de Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen, cuyas míticas hazañas inmortalizó con su pluma el escritor y bibliotecario, Rudolf Erich Raspe. En conmemoración, Mario Méndez recuerda la intensidad con la que la fantástica versión cinematográfica de Terry Gilliam lo llevó a buscar el texto literario original.



Por Mario Méndez

Llegué a las aventuras del Barón de Munchausen, ese embustero maravilloso, a través del cine. Antes de saber siquiera de su existencia, en 1989, fui a ver la versión de las aventuras del Barón que hizo Terry Gilliam, y salí de la sala tan maravillado como cuando había visto Brazil, del mismo director surgido de los Monty Python. Quizá más, porque antes de ver Brazil, había leído 1984, de Orwell, así que, mal que mal, estaba familiarizado con las distopías totalitarias. Pero de la existencia del Barón no tenía idea, así que esa misma noche, por Corrientes, me compré el librito de la colección Todolibro, de Bruguera, usado. La versión de Gottfried August Bürger, después me enteré, era una traducción, aumentada con historias folklóricas, que el alemán Bürger hacía de la versión del bibliotecario Rudolf Erich Raspe, un inglés que había tomado al personaje de una recopilación anónima, en alemán, y las había escrito en su lengua. En cinco años, entre 1781 y 1786, el Barón pasó del alemán al inglés y de nuevo al alemán, a las historias que más se han leído y que actualmente se siguen leyendo mayoritariamente: las de Bürger.

¿Y quién era este estrafalario personaje que pasaba de lengua en lengua, de tradición en tradición? ¿Existió? Pues sí. Y fue gozoso testigo de su llegada al libro, a la fama. Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen fue un noble alemán nacido un 11 de mayo de hace trescientos años, en Bodenwerder, que sirvió de paje a un duque y más tarde se alistó en el ejército ruso, donde participó en dos campañas contra los turcos. Cuando abandonó el servicio, a los 30 años, el Barón traía en su haber un tesoro: las historias más desaforadas que pudieran concebirse. Contó, a quien quisiera oírlo, que había viajado montado en una bala de cañón, que había estado en la luna, en el fondo del mar y en el averno, que había salido de un pantano, donde se estaba ahogando, tirando de su propia coleta. El Barón era un fantástico fabulador, y no es difícil imaginar a los parroquianos de tabernas o a los invitados de las tertulias, fascinados con sus cuentos imposibles. Tanto gustaban sus historias que el Barón se convirtió en personaje y mito veinte años antes de morir.

Todo esto, claro, lo supe mucho después. Antes, como uno de esos oyentes de las tabernas que imagino, yo me había fascinado en el cine. Las imágenes de John Neville en el rol del Barón, bailando un vals con Uma Thurman en el aire, nada menos que en un salón del infierno, o montado en su blanco corcel en la sala del Gran Turco,  o cabalgando la bala de un cañón están entre las más bellas que el cine me ha regalado.

La versión magnífica de Terry Gilliam siguió las huellas nada menos que de Georges Meliès, que fue el primero en llevar las historias del Barón al cine, en 1911. Hubo después, otras versiones, por lo menos cuatro, en cortometrajes o animación. Hay un juego de rol, un club de “nietos del Barón de Munchausen” y hasta una enfermedad mental, un síndrome, que lleva el nombre del fabulador.

Yo los invito, en estos días de encierro, a conocer la luna, a volar en balas de cañón o a bailar con Venus. Todo se puede hacer: el Barón los espera en cualquiera de las películas, o en los libros de Raspe o de Bürger, para llevarlos de la mano.

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