Avellaneda profana, de Luis Gusmán
A escondidas
El ojo que lee espía también a través de una cerradura. Aprender a leer encierra un peligro, cierto vértigo: de esa adrenalina están hechas las lecturas clandestinas. Porque no entender lo que se lee no es una censura: es un abismo. La edad dorada de la lectura también es un poco edulcorada. Leer las novelas de terror, los libros espiritistas, los catecismos del cielo y el infierno, la sexualidad del matrimonio que hasta en la fisiología se volvía una cuestión erótica en el libro de Theodore van del Velde, El matrimonio perfecto, que habla del olor de las mujeres y de los hombres, de la roja menstruación y el blanco semen.
Noches desveladas porque las facturas de la luz eran altísimas, y mi abuelo se quedaba leyendo desde que oscurecía hasta altas horas de la madrugada. Tenía asma y se agitaba al respirar. Yo pensaba que era porque llegaba a esas partes de las novelas en las que había más suspenso; el muchacho moría, se descubría al asesino, el barco se hundía y entonces la respiración del abuelo se volvía agitadas como las olas y su corazón azotado por la tempestad era un tambor en medio de la noche de la selva negra de Salgari. Eso me hacía temblar. Mi abuelo respiraba de ese modo, según sus hijas, porque fumaba como un murciélago. Era un hombre nocturno: nunca voy a entender por qué se murió de día si yo siempre creí que sería de noche.
Leer, entonces, era respirar. La aventura y el suspenso podían modificar la respiración. Sin serlo, mi abuelo era u lector proustiano. Marcel Proust decía que dejar de fumar le había cambiado la respiración y, por lo tanto, la puntuación. Ricardo Zelarayán sostenía lo mismo de La piel del caballo. En esas escrituras hay un punto en común: no dan respiro.
Las cartas
De esas lecturas espiadas hay una que fue decisiva: nunca voy a olvidar el día que descubrí las cartas que mi padre le escribió a mi madre. Creo que todavía conservo el aroma a perfume Chanel número cinco.
En la primera carta donde me nombran, yo tendría alrededor de un año.
Las leí una por una. Las espié, las besé, las lloré. Las trascribí en El frasquito. Eran cartas de amor, y estaba ahí, esperándome, todavía recuerdo el papel violeta de los sobres. Esas cartas cambaban toda la historia: se amaban con locura. Es la herencia escrita que me dejaron: la letra clara de mi padre en esas cartas de cantor de tangos donde, al final, le mandaba saludos al pibe. Yo era el pibe de la carta. Solo había que leerlas: yo las leí a los quince años y las robé a los dieciséis. Todavía me acompañan.
Desde aquella vez que las hice literatura, nunca más volví a leerlas. A veces tengo miedo de que la tinta desvaída se borre. No queda otra alternativa, porque restaurar una reliquia es una profanación: deben durar el tiempo que duren. Ni fotocopias, ni mandarlas a una nube; vienen y se van conmigo. Un día, como yo, no estarán más.
Comentarios
Publicar un comentario