La fiesta de Babette: rechazo y aceptación del placer

En Libro de arena seguimos trabajando la relación entre la literatura y el cine. Hoy compartimos un texto de María Pía Chiesino, sobre La fiesta de Babette, la hermosa película de Gabriel Axel, basada en un relato de Isak Dinesen.


Por María Pía Chiesino


Hace muchos años, un amigo que había visto La fiesta de Babette, de Gabriel Axel, me dijo que fuera a verla porque era: “una de esas historias que te reconcilian con la vida”. La película es la versión fílmica de un relato de Isak Dinesen. 

Toda la historia está atravesada por la austeridad. Trata sobre la vida de dos hermanas, hijas de un pastor protestante, que viven en un pueblito costero diminuto en el Noroeste de Europa. En el relato queda en Noruega y se llama Evergaard. En la película se hace referencia a la costa de Jutlandia, que queda en Dinamarca. Es lo de menos. Lo que se cuenta no tiene que ver con la precisión geográfica, sino con una manera de vivir tan despojada como el paisaje. En ese lugar, los pocos habitantes siguen con veneración la palabra del pastor. Les marca el pulso de la vida cotidiana. 

Sus hijas, Martina y Philippa, (se llaman así por Lutero y Melanchton) crecen acompañando el ministerio de ese padre austero. Viviendo ellas mismas de acuerdo a las pautas que él impone y que ellas aceptan sin discutir. Después de la muerte del padre, dedican su vida a atender solidariamente las necesidades  de alimento y abrigo de los ancianos de ese lugar inhóspito y minúsculo. Atienden a la grey del pastor.

En su juventud ambas rechazaron pretendientes que les proponían un cambio de vida. En el relato esto se presenta como un rechazo voluntario. En la película hay gestos mínimos, que nos sugieren resignación, la aceptación de un destino impuesto: acompañar a ese padre que decía que cada hija era para él, una de sus manos, y que no podía prescindir de ninguna. 

Alguna mirada, alguna sonrisa melancólica entre ellas… No existe el menor desborde sentimental, en ninguna de las dos. Acomodadas en un presente apacible y sin alteraciones, una noche de tormenta, Babette se les  presenta en la casa. Es una mujer francesa que trae una carta  en la que un cantante de ópera, Achille Papin (antiguo pretendiente de Philippa), las recuerda con cariño y les pide que ayuden a su amiga, que huye de la guerra civil. 

En esa aldea que hace un culto de la austeridad, la idea de tener una criada dispuesta a trabajar para ellas sin que le paguen nada, suena casi a lujo, y les parece inadecuada. Pero la vida de Babette corre peligro si regresa a Paris. Y es así que se queda, y pasa a formar parte de la vida cotidiana de la casa y del pueblo.

Babette se queda como criada y cocinera en casa de las hermanas, que le enseñan a cocinar arenque y pan de cerveza. El alimento que además de consumir, reparten en la aldea. 

Años después de la llegada de la mujer, se producen dos coincidencias que llaman al festejo: una esperada y otra fortuita.

La esperada consiste en la celebración de los cien años del nacimiento del pastor. La fortuita, es que en  ese marco Babette les anuncia que ha recibido una noticia inesperada. El único vínculo con su pasado parisino, era un billete de lotería que año tras año una persona amiga jugaba por ella. Le  ha llegado una carta para comunicarle que su número  ganó, y que es la dueña de un premio diez mil francos. 

Es un momento de sentimientos encontrados. Las hermanas se alegran por el cambio de fortuna de la mujer, pero no pueden evitar la melancolía que les produce lo que se supone que sigue: el  regreso de Babette a París.

En ese punto de la historia, ella  les pide como único favor, que le permitan preparar una clásica cena francesa para  la conmemoración del nacimiento del pastor. Como jamás les ha pedido otro favor, las hermanas acceden.

Desde el momento en el que aceptan unir las celebraciones,  toda la acción del relato se concentra en los preparativos de la cena. Babette se va unos días, para comprar lo que necesita. Y a su regreso, comienzan a llegar proveedores que acercan una tortuga enome, una jaula con codornices, carne de vaca, las mejores bebidas, dulces, quesos de todo tipo, frutas, cajas con vajilla de lujo.

Todos estos preparativos son observados por las hermanas, sin participar. Espían desde atrás de la ventana, convencidas de que aceptaron vivir una situación que las acerca al pecado. No solo a ellas, también a la comunidad de seguidores de su padre. 

Los ancianos de esa comunidad han vivido con lo mínimo indispensable toda su vida y los preparativos les parecen pecaminosos. Sienten el roce del escándalo. Se reúnen con las hermanas, y acuerdan en no disfrutar de lo que se coma o se beba la noche del aniversario. Hacen un pacto en contra del placer.

 Para que sea más contundente, incluso, acuerdan  en no hablar, no hacer el menor comentario sobre la comida y la bebida de la cena. La charla, se supone, estará atravesada por citas bíblicas o frases alusivas al desprecio del cuerpo y la celebración del alma. 

Pero se produce un imprevisto: la llegada del sobrino de una de las ancianas y antiguo pretendiente de Martina, el general Loewenhielm. Un hombre que conoce otras partes del mundo participará inesperadamente del festejo y celebrará en voz alta, frente a todos, la posibilidad de disfrutar de esas delicias, que le recuerdan una antigua cena en el café Anglais de París. 

El general es el comentarista de la cena. El que les da información acerca de lo que están comiendo y bebiendo esa noche. Pueden no comentar nada, pero no pueden pedirle que se calle no pueden  evitar escucharlo, y enterarse de la exquisitez y calidad de los manjares que están disfrutando, por primera vez en la vida, en la ancianidad.

A lo largo de la cena, se suceden  los elogios del general a la comida y la bebida. De a poco, tanto los fieles como las hermanas, sin hablar, comienzan a aceptar la situación con menos reticencias y a sentirse “cada vez más ligeros de peso y corazón”. Va pasando la noche, y pueden charlar entre sí. Incluso  cierran heridas del pasado, dejan de lado viejos rencores, la única alteración de la tranquilidad con la que vivían. Rompen el acuerdo contra el placer,  y se permiten el uso de la palabra. 

Como broche de oro de la cena, el general, agradecido, dirá que esa noche “la rectitud y la dicha se besarán mutuamente”. Se extiende además, en un breve discurso: “la vida nos bendice, porque nos entrega aquello que hemos elegido, y también, en algún momento,  nos acerca aquellas cosas agradables que, por las razones que fueran, hemos dejado de lado”. 

En  el film, este discurso va acompañado por un impagable  y elocuente cruce de miradas con Martina, que “lo dejó ir”, cuando eran jóvenes. Las miradas no sirven  para recomponer el pasado, o hablar de lo que no fue. Pero sí para aceptar los placeres del presente, que están delante de todos, esa noche,  en esa casa, en esa cena. 

Ni las hermanas ni los fieles comprenden del todo lo que dice, pero el discurso los conmueve extrañamente y salen, tomados de la mano, como en la infancia. Hacen una rondan y bailan bajo la  nevada. Así, en la calle, se cierra la celebración.

No sabemos muy bien si siguen celebrando únicamente el nacimiento de su pastor, o si además, en esa danza festejan una nueva manera de ver la vida, en la que  se  permiten la conjunción del  del placer terrenal con lo divino. Aunque sea por una noche. 

Esa  ronda en la nieve también  es un festejo austero. 

Los habitantes de la aldea han vivido siempre así, y así seguirán viviendo. Pero esa noche, sin dudas, quedará en su memoria como un paréntesis, en el que una mujer desconocida, llegada hace años de París les ha preparado un banquete que la palabra de Loewenhielm, otro extranjero, les ha ayudado a poder disfrutar. 

Ese banquete, además, cuesta diez mil francos. El total de lo que Babette ha ganado en la lotería. Así se evapora, para Martina y Philippa, el temor de que las abandone. Es una gran persona, es una artista en la cocina y está profundamente agradecida a esas dos mujeres que la ayudaron cuando no tenía esperanzas. A tal punto les agradece, que les regala un banquete para millonarios, y al usar todo su dinero, elige quedarse  con ellas en la aldea. Además de contarles quién es, después de tantos años, finalmente, Babette elige la pobreza material, y la  austeridad, que le salvó la vida.

Ella tenía una historia antes de llegar, que se revela en la cena que prepara, y en la respuesta que le da a Martina cuando le reprocha haber gastado todo su capital en una cena “por ellas”. La respuesta aclara lo que pasó esa noche. 

Después de más de diez años compartidos, y ante la inminencia de esa celebración,  Babette cocinó para ellas esa cena de lujo. 

Para ellas,  sí, pero también para sí misma. Siempre fue una artista en la cocina. La vida cotidiana no le permitía ejercer ese arte, al que vuelve fugazmente, por el azar de un premio.  No tiene un franco en el bolsillo pero les devuelve lo que hicieron por ella. Esa noche les regala un placer que jamás hubieran conocido, y que tiene que ver con su talento. No lamenta lo que hizo porque “Un artista nunca es pobre”. 

Cuando puede demostrar su talento, pone el cuerpo y “les dedica función”. 

No sé si La fiesta de Babette, me reconcilia con la vida, como hace años me decía mi amigo Pedro, mandándome al cine. Lo que sí siento, cada vez que la veo, y cada vez que leo el relato, es regocijo. No tengo, no tuve, ni voy a tener una vida en la que se reniegue del placer en nombre de una divinidad en la que no creo. 

Por eso, me alegra ver cómo les va cambiando la cara a los personajes a medida que transcurre la cena. 

Les llegó, pienso. Un poco tarde, pero les llegó, a la única vida que tienen (que tenemos), la posibilidad de vivir esa situación a la que se negaron hasta que finalmente, se sentaron a la mesa. Y ese regalo que es el festín de Babette, los saca de la casa, después del postre,  a bailar como chicos,  abajo  de la nieve. 

                                             

 

Cuentos reunidos
Isak Dinesen
Alfaguara, 2001.

                                                    


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