Pepe, el libertador
Hoy se conmemora el paso a la inmortalidad del general José de San Martín, el 17 de agosto de 1850. En Libro de arena o recordamos con "Pepe, el libertador", un hermoso relato de Daniel Moyano, que nos acercó Diana Tarnofky.
Pepe, el libertador
Daniel Moyano
Al escribir sobre José de San Martín no puedo pensar en el prócer, ni en el general erguido sobre su caballo y la cordillera nevada. Más accesible es Pepe, aquel que en su juventud fue feliz en Cádiz o el que en vejez repetía en un viejo bar con vista al sur a través del océano sus anhelos de volver a Mendoza para instalarse en una chacrita. Y se lo decía a su amigo y protector Alejandro Aguado en el idioma de los andaluces. Prefiero a este Pepe que recuerda inolvidables olores y que, al mismo tiempo, lleva en su presencia permanentemente el momento en que fusilaron a Manuel Dorrego.
Cuando me llaman de Buenos Aires, pidiéndome que escriba sobre San Martín, pienso en una extraña entrevista salteando las barreras del tiempo y de la muerte. ¿Por qué no? Después de todo no hace tantos años que cambió de sitio. Fue en 1850, o sea casi ayer, de modo que tiene que andar, rondando por ahí, en esos ambiguos territorios descubiertos por Juan Rulfo, donde los muertos, casi sin saber que lo están, siguen actuando como si estuvieran vivos. Y aunque lo hizo Boulogne Sur Mer, es casi seguro que a escapadas de la eternidad, pasará los fines de semana en España, que fue su segunda patria, por poco casi la primera si se tiene en cuenta que salió de Yapeyú con cinco o seis añitos y que el primer recuerdo nítido de su infancia acaso sea el de una comuna española, como le pasó a Fernández Moreno (el viejo). Y me digo: si es cierto que en sus ratos libres gustaba frecuentar España, entonces clavadito que podré rastrearlo en Cádiz, donde fue joven, hermoso y feliz, donde sus amigos andaluces lo llamaban cariñosamente Pepe.
Su amigo protector, el español Alejandro Aguado, que alivió la pobreza y la vejez del Libertador, aquí en España es más reconocido como el Marqués de la Marisma del Guadalquivir, y tiene descendientes directos en Madrid. Telefoneo pidiendo datos concretos y me dicen que en los archivos familiares hay referencia a cierta tasca en Cádiz que solían frecuentar juntos.
Llegó a Caiz, como le llaman a Cádiz los gaditanos, y como seguramente la llamaba nuestro primer exilado, llego a esa ciudad que ya tiene tres mil años de existencia, miro el mar que él miraba (al final de la mirada está la Argentina, tapada por la bruma y la distancia), piso las piedras de la calle que él pisó y claro, la emoción es muy fuerte sobre todo si se tiene en cuenta que él, en su testamento, dice que no quiere ningún homenaje, que lleven su cuerpo directamente al cementerio sin ningún acompañamiento, pero a la vez desea que su corazón sea trasladado a Buenos Aires.
No encuentro la tasca o el bar; los datos que me han dado en Madrid no sos precisos, y aquí, tomes la dirección que tomes, siempre vas a dar con el mar que limita con la Argentina, es decir, con Mendoza, adonde él soñaba volver, para cultivar una chacrita y leer tranquilo en su lengua original el Tristran Shandy de Lawrence Stern, uno de sus libros más amados.
Seguramente a él le sigue gustando mirar para allá, me digo, y entonces lo mejor será buscar una tasca desde donde se pueda mirar el mar para el lado del Sur. Y no termino de pensarlo cuando me doy con ella, un rinconcito cerca de la avenida Acodaca, que allá en un fondo de humo y de eternidad me dirijo a dos sospechosos donde pueden estar escondidos él y su amigo el marqués. Uno es más bien rubio, el otro moreno pero de rostro pálido. Acodados sobre el estaño, ante dos vasos de fino y pescaditos fritos, ríen y beben alegremente, hablan en andaluz normal, pero de vez en cuando se les escapan unos galicismos significativos. Esto me da una pista ya que el marqués y su amigo Pepe vivían frente a frente en ambas orillas del Sena, muy cerca de París, según refiere Carlitos Mamonde, su más reciente biógrafo.
No sé qué digo por ahí pidiendo algo de beber, y en cuanto oyen mi acento me invitan a su rincón, anochece y llega claramente el ruido del mar mezclando las voces en un solo ritmo. El mismo mar donde él flotó seis meses, tres de ida y tres de vuelta desde Londres hasta el Río de la Plata, a los cincuenta y siete años y atravesado por el reuma y la tristeza en un intento de regreso definitivo. Pero claro, en esos tiempos estaban asesinando a Dorrego y entonces no se animó a bajar del barco. Solamente dos personas -les digo- subieron a las embarcaciones fondeadas frente a Buenos Aires: el coronel Olazábal y el mayor Álvarez Condarco, que hicieron un regalo.
Hablo dirigiéndome especialmente al de rostro pálido y ojos grandes muy negros. Me miran, beben en silencio, no sé si me han entendido o no, ni siquiera si me han escuchado; parecen distraídos por el ruido del mar.
El de ojos negros se queda como muy pensativo o melancólico cuando oye mencionar a Álvarez Condarco. El rubio alega no sé qué pretexto y se retira. Entonces aprovecho que quedamos solos para seguir nombrando cosas íntimas. Menciono la cordillera, la última vez que la cruzó desde Chile ya camino del exilio en mula y con sombrero de paja peruano acompañado por unos arrieros. Me oye con la misma indiferencia. Pero su silencio ahora no me parece negativo.
Le pregunto si no tiene noticias de ése Álvarez Condarco. Sonríe. «Me suena», dice con una voz que parece esconderse en el ruido del mar próximo.
-El regalo que le hicieron a mi amigo -le digo, mirándolo a los ojos, en cuyo fondo veo que acaba el parroquiano circunstancial, y empieza una hondura interminable- era una cesta llena de duraznos, con un aroma de esos que no pueden olvidarse nunca.
Se lo digo con intención de provocarlo, teniendo en cuenta que el olor es terriblemente evocativo cuando se está lejos. Entonces leo que en los ojos se le desata una tensión muy fuerte al parroquiano, el brillo que separa el afuera del adentro misterioso se vuelve más tenso como tratando de impedir cualquier transparencia reveladora. Y todo eso parece envolverse y cerrarse para siempre cuando con la más corriente de las voces llama al camarero y le pide otra ronda. Pero al mismo tiempo me dedica unos segundos infinitos de mirada cómplice que atraviesan mi existencia, que colocan la breve historia de mi país sobre el estaño donde bebemos; todo se hace presente, como si ahora mismo estuviesen fusilando a Dorrego.
Sintiendo que no puedo más, no sé qué incongruencia le digo desde mi susto acaso alcohólico pero también desde la especie de tumulto que siento en el corazón. Para disimularlo, le pregunto por su nombre.
-Pepe -me dice con toda la naturalidad del mundo.
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