Juana y Juanita, de Azorín
El pasado jueves 8 se cumplieron ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín (José Martínez Ruiz), en Valencia. Azorín es una de las principales voces de la Generación del 98. Además de ser conocido por sus cuentos y novelas fue ensayista, y crítico literario. Lo recordamos con este texto breve, en el que remite además, a su lectura de Juanita La Larga, de Juan Valera.
Juana y Juanita
¿Cómo es Juanita? ¿Dónde vive? ¿Qué hace? ¿En qué vieja y noble ciudad andaluza tiene su casa? Yo creo que la he visto en todas partes, a lo largo de mis viajes. Juanita es hija de Juana; a esta Juana nos ha contado el querido maestro Valera que sus convecinos, por sobrenombre, la llaman La Larga. A Juanita le han adjudicado por herencia también este adjetivo. Juana tiene cuarenta años; Juanita cuenta tan sólo diez y seis. Juana está en esa edad admirable en que las mujeres hacen enloquecer a los muchachos que se inclinan sobre los bancos de los colegios; Juanita atraviesa estos años en que las mujeres nos hacen sentir, a los que comenzamos a caminar hacia la senectud, las dolorosas añoranzas del pasado. Juana exhala de sí un aire de reposo, de sosiego, de nobleza, de majestad, de quien ha vivido mucho y ha visto lo que había que ver en la vida; Juanita es vivaracha, nerviosa, inquieta, audaz, espontánea, ingenua. Lector, ¿qué te gusta a ti más de las dos cosas? Yo dudo entre esta sabiduría de Juana y esta ingenuidad de Juanita. Juana es maestra en todas las deleitosas artes de la gula: hace maravillosos hojaldres, empanadas estupendas con boquerones y picadillo de tomate y cebolla; polvorones, roscos de huevo y vino, pestiños, jagorros, hojuelas, arropes, gachas de mosto. El maestro Valera enumera con una delectación secreta todas las dulces cosas que sabe aliñar Juana: ¿no era el amado maestro conterráneo de este otro gran maestro — tan pariente espiritual suyo —, el cura Francisco Delicado, autor de este soberbio libro La Lozana andaluza, en cuyas páginas también se habla voluptuosamente de estas castizas y suculentas golosinas? Juanita, en cambio, si no sabe esta ciencia, no tiene par en trazar y coser trajes y galas femeninas. El maestro Valera habla de esta habilidad de Juanita con profunda estupefacción. «Yo he estado en Villalegre — escribe —; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto». Y a renglón seguido añade estas palabras épicas: «Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe…»
Y ya ha sido nombrado el pueblo donde Juana y Juanita viven: es Villalegre. Villalegre tiene las casas blancas, cuidadosamente enjalbegadas de cal viva; las calles son anchas; anchas y pintadas de verde son las rejas saledizas que destacan en las fachadas; en las afueras del pueblo hay una amena y jugosa huerta; más lejos se extienden los olivos grises, tétricos; y cerca, a la terminación de una de las principales vías de la ciudad, surte una fuente de agua fresca, transparente, sutilísima. Unos sombrosos álamos ponen su grata sombra sobre la alberca en que cae murmurador el caño; entre sus troncos aparece un ancho banco de granito, donde vienen a reposar todas las tardes, lentamente, apoyados en sus bastones, los hombres graves, sesudos, importantes, trascendentales, meditativos, cautos, prudentes de la ciudad. En esta ciudad tienen su casa Juana y Juanita; ¿qué queréis que os diga de ellas, de cómo viven, de lo que hacen, de lo que piensan? Es posible que no piensen en nada: éste será quizá su más profundo encanto; no piensan nada; viven la vida sin entristecerla, sin deprimirla, sin llenarla de las preocupaciones, de los terrores, de las angustias con que nosotros, los hombres que queremos ser filósofos, la llenamos. La casa es espaciosa y limpia; tiene, como todas las andaluzas, un claro y alegre patio en el centro. Y Juanita ha llenado todo este patio de macetas grandes y chicas. Juanita ama las flores. «Yo odio las manos inactivas — decía el poeta Horacio —; sembrad las rosas». Las manos de Juanita, estas manos blancas y finas, siembran las rosas por todas partes. Y hay rosas sobre la cómoda, sobre las sillas, sobre la mesa del comedor. Juana, entretanto, va batiendo, en una blanca y vidriada almofía, claras de huevo para confeccionar alguna exquisita golosina…
Así pasan la vida Juana y Juanita. Cuando cae la tarde, el añil radiante del cielo se va apagando en uno de esos crepúsculos andaluces de una melancolía suave, larga, inefable. Cruzan raudas sobre las casas, chillando, las golondrinas; la campana de la vieja iglesia toca pausada el Ángelus. A esta hora es cuando Juanita toma un cantarillo y va a la fuente. «Gustaba ir por agua a la fuente del ejido», dice el maestro. Y en este momento es cuando los hombres graves y venerables que están sentados bajo los álamos, junto a la alberca, contemplan la fuerte, enhiesta y juvenil figura de Juanita, y sienten, apoyados en sus bastones, esta vaga, esta íntima, esta irreprimible tristeza de que os hablaba antes, y que experimentamos los que ya vamos saliendo de la mocedad y nos encaminamos a la edad fría.
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