La suerte de la fea la linda la desea

En Libro de arena continuamos con los textos en los que se cruzan la literatura y el humor. Hoy, con "La suerte de la fea la linda la desea" un cuento del gran Isidoro Blaisten.


La suerte de la fea la linda la desea

 

Era más fea que lobizón con redecilla, pero tenía suerte. Compraba una rifa de Navidad y se sacaba todos los huérfanos de Dickens, compraba un número de la tómbola de Bruselas y se sacaba todos los repollitos, compraba un billete de la lotería de la Rioja y se sacaba todos los caudillos.

Caminaba por la calle, procurando que el mundo no la vea, y a su paso encontraba de todo: lebreles de plata, caduceos de oro, diademas de berilo, tiaras de ópalo, sayales de púrpura.

Tanto había acumulado, que nadaba en la abundancia: crawl, pecho, espalda, mariposa, over, cualquier estilo.

En cambio, la pobre linda que tenía piel de alabastro, cutis de colegiala, labios de coral, dientes de perlas, boca de grana, cuello de ciesne, ojos de azabache, caderas hospitalarias, senos turgentes y cintura de avispa, no pegaba ni una.

Vestida de percal, para ganar el pan amargo y duro, iba cual todas las mañanas camino del taller.

Y aconteció que, una mañana de primavera en que había en el aire violines elitrosos, la vio el príncipe azul.

No bien la vio, detuvo el corcel, ató las bridas al pie de la media estatua de Don Quijote sita en Lima y Avenida de Mayo y caminó presuroso detrás de la linda.

—Linda, dinos el motivo de tu encanto y atractivo —dijo el príncipe azul en cuanto estuvo al lado de la linda.

—Mi secreto es evidente —dijo la linda—. No tengo niente. Voy cual todas las mañanas para ganar el pan amargo y duro, camino del taller.

—¡Cómo así! —exclamó el príncipe Federico (el príncipe azul se llamaba Federico)—. La crisis no debe recaer sobre las espaldas de la clase obrera. La variable de ajuste no puede ser el salario de los trabajadores.

—Así es la vida, Federico —dijo la linda—. Ya sabes por ti mismo muchas cosas y otras irás sabiendo lentamente.

A todo esto, lentamente, en sentido contrario, avanzaba la fea. A cada paso levantaba del suelo relicarios de ébano, incensarios de madreperla, jofainas de lapislázuli, pebeteros de malaquita, mariposas de obsidiana.

No bien el príncipe azul vio lo que andaba levantando la fea, giró sobre sí mismo, abandonó a la linda, se puso a la par de la fea y dijo:

—Paloma, casate conmigo, si vieras el nido que tengo escondido cerquita de aquí.

—Al registro civil —chilló la fea, levantando un aguamanil de peltre con su correspondiente jarra del siglo XVII y un solideo de pana labrada del siglo XVI—. Al registro civil.

El príncipe se demudó.

—Antes —dijo—, celebremos la fecha con un aire de júbilo que cumpla la parábola. Vayamos al Grill Oriente a tomar una sidrita.

Fueron. Desde la otra esquina la linda los vio cruzar. Se sintió más triste que un domingo a las seis de la tarde. Se sintió una basura.

—¡Manliba mi suerte perra! —sollozó. Y siguió cual todas las mañanas camino del taller.

Después de la sidrita, el príncipe azul desató el corcel y subió a la fea a la grupa con todo su cargamento, y partieron al galope rumbo al registro civil.

La noche de bodas, la fea comenzó a desnudarse. Fue no más terminar de verla desnuda y el príncipe cayó fulminado, muerto de desolación.

A la semana la fea escribió un libro. A la semana lo publicó: se llamaba Mi vida junto al príncipe y fue best-seller mundial. Cobró de regalías, neto, un millón doscientos cincuenta y siete mil dólares con cero sesenta.



Antología personal
Isidoro Blastein
Desde la Gente, 1997.


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