El hombre del paraguas

Con la publicación de este relato de Roald Dahl, Libro de arena finaliza el trabajo sobre humor y literatura del mes de junio que se hizo en homenaje al centenario de Niní Marshall.


El hombre del paraguas

Voy a contarles una cosa muy divertida que nos pasó a mi madre y a mí ayer por la tarde. Tengo doce años y soy una chica. Mi madre tiene treinta y cuatro, pero yo ya soy casi tan alta como ella.

Ayer por la tarde mi madre me llevó a Londres, al dentista. Me encontró una caries en una muela y me la empastó sin hacerme demasiado daño. Después fuimos a una cafetería. Yo tomé banana split y mi madre un café. Cuando nos levantamos para marcharnos debían ser las seis.

Al salir de la cafetería empezó a llover:

—Tenemos que coger un taxi —dijo mi madre.

Llevábamos sombreros y abrigos normales, y llovía mucho.

—¿Por qué no volvemos a la cafetería y esperamos a que pare? —dije.

Quería otro plátano de aquellos. Eran deliciosos.

—No va a parar —dijo mi madre—. Tenemos que volver a casa.

Nos quedamos en la acera, bajo la lluvia, buscando un taxi. Pasaban muchísimos, pero iban todos ocupados.

—¡Ojalá tuviésemos un coche con chófer! —dijo mi madre.

Justo en aquel momento se nos acercó un hombre. Era bajo y bastante viejo: debía tener por lo menos setenta años. Se quitó educadamente el sombrero y le dijo a mi madre:

—Le ruego me disculpe. Sí, espero que pueda usted disculparme…

Tenía un hermoso bigote blanco, unas cejas pobladas igualmente blancas y una cara sonrosada, llena de arrugas. Se cobijaba bajo un paraguas que llevaba en alto para protegerse la cabeza.

—¿Qué desea? —dijo mi madre, muy fría y distante.

—Verá, querría pedirle un pequeño favor —dijo—. Se trata de un favor muy pequeño.

Vi que mi madre le miraba con desconfianza. Mi madre es una persona muy desconfiada. Desconfía sobre todo de dos cosas: los hombres que no conoce y los huevos cocidos. Cuando corta la parte de arriba de un huevo cocido hurga en su interior con la cucharilla, como si esperara encontrar un ratón o algo así. Con los desconocidos tiene la siguiente regla de oro: «Cuanto más agradable parece un hombre, más hay que desconfiar de él.» Aquel viejecito era especialmente agradable, bien educado, con acento culto y bien vestido. Un auténtico caballero. Supe que era un caballero por sus zapatos. «Se puede descubrir a un caballero por los zapatos que lleva», era otra de las frases favoritas de mi madre. Aquel hombre llevaba unos zapatos marrones preciosos.

—Lo que ocurre —decía el hombrecillo— es que me he metido en un pequeño lío y necesito ayuda. No es gran cosa, se lo aseguro. Es una nimiedad, pero sí, la necesito. Verá, señora, los viejos como yo somos muy olvidadizos…

Con la barbilla levantada, mi madre lo miró con altivez, siguiendo la línea dibujada por su nariz. Esa mirada glacial de mi madre es algo terrorífico. Cuando mira de ese modo, la mayoría de la gente se queda hecha cisco. Una vez presencié cómo la directora de mi colegio se ponía a tartamudear como una idiota cuando mi madre le lanzó una de sus miradas glaciales, verdaderamente horribles. Pero el hombrecillo que estaba en la acera protegiéndose la cabeza con un paraguas ni se inmutó. Le dirigió una amable sonrisa y dijo:

—Señora, le suplico que me crea; no suelo parar a las damas por la calle para contarles mis problemas.

—Eso espero —dijo mi madre.

Su sequedad me hizo sentirme bastante incómoda. Hubiera querido decirle: «Mamá, por favor, es un hombre muy, muy mayor, amable y que tiene un problema, así es que no seas tan seca con él.» Pero no dije nada.

El hombrecillo cambió el paraguas de mano y dijo:

—Hasta hoy, nunca se me había olvidado.

—Nunca se le había olvidado ¿el qué? —preguntó mi madre severamente.

—La cartera —dijo él—. Debo habérmela dejado en la otra chaqueta. ¿No es algo completamente estúpido?

—¿Está usted pidiéndome dinero? —dijo mi madre.

—¡Que Dios me perdone! ¡Claro que no! —exclamó el hombrecillo—. ¡No me permita el cielo hacer jamás una cosa así!

—¿Entonces qué es lo que quiere? —dijo mi madre—. Dése prisa, nos estamos calando hasta los huesos aquí paradas.

—Sí, ya lo sé —dijo—. Por eso le ofrezco a usted mi paraguas para guarecerse y para que se lo quede usted para siempre si…

—¿Si qué? —dijo mi madre.

—Si me da usted una libra para pagar un taxi que me lleve a casa.

Mi madre aún desconfiaba.

—Si no tiene usted dinero —dijo—, ¿cómo ha podido llegar hasta aquí?

—Andando —contestó—. Todos los días doy un largo y agradable paseo y luego cojo un taxi para volver a casa. Lo hago todos los días del año.

—¿Por qué no vuelve usted ahora a casa andando? —preguntó mi madre.

—¡Ojalá pudiera! —dijo él—. Sí, ¡ojalá pudiera! Pero creo que estas viejas piernas no me lo permitirían. Ya he llegado demasiado lejos.

Mi madre seguía inmóvil, mordiéndose el labio inferior. Me di cuenta de que estaba empezando a ablandarse un poco. Además, la idea de tener un paraguas para cobijarse debía tentarla bastante.

—Es un paraguas muy bonito —dijo el hombrecillo.

—Ya me he fijado —dijo mi madre.

—Es de seda —dijo él.

—Ya, ya lo veo.

—Entonces, ¿por qué no lo acepta? —dijo—. Me costó más de veinte libras, se lo aseguro. Pero eso no importa si puedo volver a casa para que mis viejas piernas descansen.

Vi que la mano de mi madre tanteaba en el cierre de su bolso. Se dio cuenta de que la estaba observando. Esta vez era yo quien le lanzaba una de mis miradas glaciales, y ella sabía perfectamente lo que le estaba diciendo: «Mira, mamá, es muy sencillo: no debes aprovecharte de esa forma de un hombre viejo y cansado. No está bien.» Mi madre se detuvo y me devolvió la mirada; luego le dijo al hombrecillo:

—No me parece justo aceptarle un paraguas de seda que vale veinte libras. Creo que es mejor que le dé el dinero del taxi y que zanjemos este asunto.

—¡No, no! —exclamó—. ¡Ni hablar! ¡No podría consentirlo! ¡Jamás! ¡De ese modo nunca aceptaría su dinero! ¡Tome usted el paraguas, señora mía, y proteja sus hombros de la lluvia!

Mi madre me lanzó de reojo una mirada triunfante. «Ya lo ves», me decía, «quiere que me lo quede».

Buscó en el bolso y sacó un billete de una libra. Se lo dio al hombrecillo, que lo cogió y le dio el paraguas. Se guardó la libra en el bolsillo, se quitó el sombrero, hizo una rápida inclinación de cintura y dijo:

—Gracias, señora, muchas gracias.

Luego desapareció.

—Ven aquí debajo para no mojarte, cielo —dijo mi madre—. ¡Qué suerte! Nunca había tenido un paraguas de seda. Es demasiado caro.

—¿Por qué has sido tan desagradable con él? —pregunté.

—Quería asegurarme de que no era un estafador —dijo—. Pero era un caballero. Estoy muy contenta de haber podido ayudarle.

—Sí, mamá —repliqué.

—Un auténtico caballero —repitió—. Y, además, rico. Si no, no tendría un paraguas de seda. No me sorprendería que tuviese algún título: sir Harry Goldsworthy, o algo así.

—Sí, mamá.

—Esta será una buena lección para ti —continuó—. Nunca te precipites. A la hora de juzgar a una persona tómatelo con calma. Así luego no te equivocarás.

—Por allí va —dije—. Mira.

—¿Por dónde?

—Por allí. Está cruzando la calle. ¡Caramba, mamá, qué prisa lleva!

Vimos al hombrecillo esquivar ágilmente los coches. Cuando llegó a la otra acera giró a la izquierda, andando muy deprisa.

—No me parece que esté muy cansado. ¿Y a ti, mamá?

Mi madre no contestó.

—Tampoco parece que esté buscando un taxi —añadí.

Mi madre se quedó inmóvil y muy rígida, mirando al hombrecillo, que estaba al otro lado de la calle. Lo distinguíamos con toda claridad. Tenía una prisa terrible. Iba corriendo por la acera, esquivando a los demás peatones y balanceando los brazos como un soldado a paso de marcha.

—Está tramando algo —dijo mi madre con una expresión pétrea en la cara.

—Sí, ¿pero qué?

—No lo sé —respondió bruscamente mi madre—, pero voy a averiguarlo. Ven conmigo.

Me agarró de la mano y cruzamos juntas la calle. Después torcimos a la izquierda.

—¿Lo ves? —me preguntó mi madre.

—Sí, allí está. Se ha metido por la calle siguiente.

Llegamos a la esquina y torcimos a la derecha. El hombrecillo estaba unos veinte metros delante de nosotras. Corría como un conejo y tuvimos que andar deprisa para alcanzarlo. Llovía a cántaros, más que nunca, y vi que la lluvia le chorreaba desde el borde del sombrero hasta los hombros. Nosotras, en cambio, estábamos secas y calentitas debajo de nuestro gran paraguas de seda, tan bonito.

—¿Qué diablos estará tramando? —dijo mi madre.

—¿Y si se da la vuelta y nos ve? —pregunté.

—No me importa —dijo mi madre—. Nos ha mentido. ¡Nos dijo que estaba demasiado cansado para seguir andando y ahora nos está haciendo echar el bofe! ¡Es un mentiroso descarado! ¡Un estafador!

—¿Quieres decir que no es un caballero con título? —pregunté.

—¡Cállate! —exclamó.

En el cruce siguiente el hombrecillo volvió a girar a la derecha y después torció a la izquierda. Luego, a la derecha.

—No voy a abandonar ahora —dijo mi madre.

—¡Ha desaparecido! —exclamé—. ¿Dónde se habrá metido?

—¡Ha entrado por aquella puerta! —dijo mi madre—. ¡Lo he visto! ¡En aquella casa! ¡Cielo santo, es un bar!

Era un bar. En la fachada se podía leer en grandes letras: «El León Rojo».

—No irás a entrar, ¿verdad, mamá?

—No —dijo—. Miraremos desde fuera.

En la fachada del bar había una gran ventana de cristal y, aunque por dentro estaba algo empañado, si nos acercábamos podíamos ver muy bien el interior.

Nos acurrucamos las dos fuera, junto a la ventana. Yo me agarraba al brazo de mi madre. Las grandes gotas de agua caían ruidosamente sobre nuestro paraguas.

—Míralo —dije—. Allí está.

La habitación a la que mirábamos estaba llena de gente y de humo de cigarrillos, y en medio se encontraba nuestro hombrecillo. Ya no llevaba sombrero ni abrigo, e intentaba abrirse paso entre la multitud hacia la barra. Cuando llegó, puso las dos manos sobre el mostrador y se dirigió al camarero. Le vi mover los labios al pedir su consumición. El camarero se alejó de él unos segundos y volvió con un vaso pequeño lleno hasta el borde de un líquido marrón claro. El hombrecillo dejó sobre el mostrador un billete de una libra.

—¡Es mi libra! —siseó mi madre—. ¡Qué barbaridad, qué cara más dura!

—¿Qué hay en el vaso? —pregunté.

—Whisky —dijo mi madre—. Whisky puro.

El camarero no le dio vuelto de la libra.

—Debe ser un triple —dijo mi madre.

—¿Qué es un triple? —pregunté.

—Tres veces la medida normal —contestó ella.

El hombrecillo cogió el vaso y se lo llevó a los labios. Lo inclinó con cuidado. Luego lo inclinó más…, y más…, y más…, hasta que el whisky desapareció de un largo trago por su garganta.

—Ha sido una copa la mar de cara —dije.

—¡Qué estupidez! —exclamó mi madre—. ¡Pagar de buena gana una libra por una cosa que se bebe de un trago!

—Ha pagado más de una libra —dije—. Le ha costado un paraguas de seda de veinte libras.

—Es verdad —dijo mi madre—. Debe estar loco.

El hombrecillo estaba al lado de la barra, con el vaso vacío en la mano. Ahora sonreía y un dorado resplandor de placer se extendía por su cara sonrosada. Le vi sacar la lengua y relamerse el bigote blanco como si buscara la última gota de aquel preciado líquido.

Se separó despacio de la barra y volvió a abrirse camino entre la multitud hasta el sitio donde estaban colgados su sombrero y su abrigo. Se puso el sombrero y luego el abrigo. Después, con un gesto tan tranquilo y natural que apenas era perceptible, cogió uno de los muchos paraguas mojados que había en el paragüero y desapareció.

—¿Has visto eso? —exclamó mi madre—. ¿Has visto lo que ha hecho?

—¡Shhh! —susurré—. ¡Está saliendo!

Bajamos el paraguas para escondernos la cara y miramos por debajo.

Salió, pero no miró hacia donde nos encontrábamos nosotras. Abrió su paraguas nuevo y se escurrió calle abajo, por donde había venido.

—¡Así que ése es su truco! —dijo mi madre.

—Muy ingenioso —dije—. Es estupendo.

Le volvimos a seguir hasta la calle principal, donde lo habíamos encontrado, y lo observamos mientras procedía, con la mayor tranquilidad del mundo, a cambiar su paraguas nuevo por otro billete de una libra. Esta vez había elegido a un tipo alto y delgado que ni siquiera llevaba sombrero ni abrigo. En cuanto acabó la transacción, nuestro hombrecillo se fue calle abajo y se perdió entre el gentío. Pero esta vez fue en dirección contraria.

—¡Fíjate qué listo es! —dijo mi madre—. ¡Nunca va dos veces al mismo bar!

—Podría seguir haciendo esto toda la noche —dije.

—Sí —dijo mi madre—. Claro que sí. Juraría que reza como loco para que llueva.


Roald Dahl- 

Publicado en: More Tales of the Unexpected, 1980
Traducción: Flora Casas

Los mejores relatos de Roald Dahl
Roald Dahl
Alfaguara, 1998.

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