Ciento veinte años del nacimiento de Marguerite Yourcenar
Hoy se cumplen ciento veinte años del nacimiento de Marguerite Yourcenar en Bruselas. Libro de arena recuerda a la autora de Memorias de Adriano, con un fragmento de Recordatorios, el primer tomo de su autobiografía familiar, y un comentario de María Pía Chiesino.
“No conozco tantos detalles sobre los sentimientos de Fernande durante aquel invierno y, todo lo más, puedo inferir en qué pensaba durante sus insomnios, tendida en su cama gemela de caoba, separada de la de Michel por un biombo; éste también reflexionaba por su lado. Teniendo en cuenta lo poco que sé de ella, llego a preguntarme si ese deseo de maternidad expresado de cuando en cuando por Fernande al ver a una campesina dándole el pecho a su niño, o al contemplar en un museo a un bambino de Lawrence, era tan profundo como ella y Michel lo creían. El instinto maternal no es tan apremiante como suele decirse, ya que, en todas las épocas, las mujeres de una condición social llamada privilegiada, han entregado, sin grandes remordimientos, sus hijos a unos subalternos; antaño se los dejaban a una nodriza, cuando la comodidad y la situación social de los padres lo exigían; no hace mucho, los abandonaban en las manos a menudo torpes e indiferentes, de las criadas y, en nuestros días, los dejan en una impersonal guardería. Podríamos también reflexionar en la facilidad con que tantas mujeres han ofrecido a sus hijos al Moloch de los ejércitos, vanagloriándose de semejante sacrificio.
Pero volvamos a Fernande: la maternidad era parte integrante de la mujer ideal tal como la describían los tópicos corrientes a su alrededor: una mujer casada tenía la obligación de desear ser madre, lo mismo que la de amar a su marido y practicar las artes de adorno. Todo lo que se enseñaba sobre este particular era, además, confuso y contradictorio: el hijo era una gracia, un don de Dios; era también la justificación de unos actos considerados groseros y casi reprensibles incluso entre esposos, cuando no los justificaba la concepción. El nacimiento de un hijo era motivo de gran alborozo en el seno de la familia y, al mismo tiempo, el embarazo era una cruz que una mujer piadosa y que conoce sus deberes llevaba con resignación. En otro aspecto, el niño era un juguete, un lujo más, una razón para vivir un poco más consistente que la de ir de compras o dar paseos por el bosque. Su llegada era inseparable de las ropitas azules o rosas de la canastilla, de las visitas a la recién parida que las recibía en bata de encaje; era impensable que una mujer colmada por todos los dones no recibiera también este. En suma, el hijo colmaba la plena realización de la vida de la joven esposa, y éste último punto era seguramente muy importante para Fernande, que se había casado siendo ya algo mayor, y que acababa de cumplir treinta y un años el 23 de febrero.
No obstante, aunque sus relaciones con sus hermanas fueran muy cariñosas, no les había dicho ni palabra de su embarazo (excepto a Jeanne, que era su consejera para todo), haciéndolo lo más tarde posible, cosa que no suele ser corriente en una mujer exultante ante sus esperanzas de ser madre. Las hermanas nos lo habían sabido hasta después de que Madame de C. llegara a Bruselas. A medida que se iba acercando el momento de dar a luz, los piadosos y encantadores tópicos iban dejando cada vez más al desnudo una emoción muy simple, que era el miedo. Su propia madre, agotada por diez partos, había muerto un año después de nacer ella., “de una corta y cruel enfermedad” ocasionada quizá por un nuevo y fatal embarazo; su abuela había muerto de parto a los veintidós años. Una parte del folklore que se transmitían en voz baja las mujeres de la familia estaba compuesta de recetas en caso de partos difíciles, de historias de niños que nacieron muertos o murieron al nacer, antes de que se les hubiese podido administrar el bautismo, de madres jóvenes que murieron a consecuencia de las fiebres de la leche. En la cocina y en el cuarto de costura, aquellos relatos ni siquiera se hacían en voz baja. Pero estos terrores que la obsesionaban permanecían indefinidos. Pertenecía a una época y a un medio en el que no sólo la ignorancia era para las solteras una parte indispensable de la virginidad, sino que las mujeres, aunque estuvieran ya casadas, y fueran madres, ponían su empeño en no saber gran cosa sobre la concepción y el parto, y ni siquiera hubieran creído poder nombrar los órganos correspondientes. Todo lo relacionado con la parte central del cuerpo era asunto de los maridos, de las comadronas y de los médicos. Por mucho que las hermanas de Fernande -que abundaban en consejos en cuanto al régimen y tiernas exhortaciones-le dijesen que se quiere de antemano al niño que va a nacer, no conseguía establecer una relación entre sus náuseas, sus malestares, el peso que esa cosa que iba creciendo dentro de ella y que saldría, de un modo que no se imaginaba bien, por la vía más secreta, y la pequeña criatura, parecida a los preciosos Jesusitos de cera, cuyos vestidos llenos de puntillas y gorritos bordados, estaban preparados ya. Sentía miedo ante aquella pequeña prueba de cuyas peripecias sólo se lamentaba por encima, y para la cual sólo dependería de su propio valor y a sus propias fuerzas.”
Por María Pía chiesino
Hoy se cumplen ciento veinte años del nacimiento de Marguerite Yourcenar, y me pareció pertinente recordarla con este texto en el que evoca la figura de su madre, y los sentimientos que acaso la hayan agobiado durante su único embarazo.
En todos sus textos autobiográficos, (tanto en sus libros de memorias como en entrevistas), se refiere a su padre y su madre, por los nombres de pila.
¿Con esto establece una distancia? No necesariamente.
Por lo menos no en ambos casos.
Su padre, Michel de Crayencour, murió cuando ella ya tenía veinticuatro años y tuvieron un vínculo muy estrecho. Incluyó viajes por distintos países europeos, que la marcaron para toda la vida con la itinerancia. Siempre le estuvo agradecida por alentarla sin límite alguno en la lectura, y por haberle garantizado (con docentes particulares, Yourcenar nunca completó la “educación formal”) una formación intelectual intensa, desde muy joven. Siempre le permitió leer y estudiar lo que ella quisiera.
La madre de Marguerite Yourcenar murió pocos días después de dar a luz. Es entonces comprensible que su hija la llame “Fernande”, y leer, ahí sí, una lejanía. De todas maneras, a pesar de la distancia que les impuso la muerte, me parece que en este texto intenta acercarse a ella como mujer. Nunca lo logró del todo: decía que le resultaba imposible amar lo que no había conocido.
Reflexiona acerca de la manera en la que Fernande llevó adelante su embarazo, conviviendo con un hombre con el que no se había casado por amor. Y recuerda además, que en el folklore de su familia materna, toda la información que circulaba, acerca de embarazos, recién nacidos o mujeres que acababan de dar a luz, estaba relacionada con la muerte.
En este fragmento de Recordatorios, (el primero de los tres libros en los que narra su autobiografía familiar) Yourcenar intenta acercarse a esa mujer que no conoció y que, en 1903, no pudo desprenderse de los moldes culturales que le marcaban la maternidad como destino.
Se acerca a la figura materna además, cuando ya tiene más de sesenta años, y no solo apoya el aborto, sino que integra la A.V.S (Association for Voluntary Sterilization). No creo que su biógrafa, Josyane Sauvigneau, haya exagerado mucho al afirmar que la procreación le “repugnaba”. Por eso me conmueve la profunda piedad con la que “observa” a su madre, en circunstancias que jamás consideró para su vida: el embarazo y el parto.
Desacraliza todo el “cotillón” que rodea preñeces y nacimientos, y pone en duda la realidad del deseo de esa mujer por la maternidad. Concluye en que sentimiento posible para su madre antes de traerla a este mundo, no puede haber sido otro que el miedo.
Ese miedo anclado en una historia familiar llena de partos trágicos, y que en el caso de la pobre Fernande, agregó una cuenta más en el collar de las desgracias. La misma cuenta que, paradójicamente, trajo a Marguerite Yourcenar a este mundo, hace exactamente ciento veinte años.
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