La máquina de escribir

Hoy se conmemora en la Argentina el Día del Escritor, debido al aniversario del nacimiento de Leopoldo Lugones, Libro de arena lo celebra con "La máquina de escribir", un texto de Liliana Heker incluido en La trastienda de la escritura, en el que hace referencia a la materialidad más inmediata del oficio.




La máquina de escribir


                                                        Yo misma me celebro y a mí misma me canto 

                                                                                                       Walt Whitman 

 
 

Me había propuesto celebrar el objeto que más he amado en mi vida: la máquina de escribir. Apenas busqué las razones de ese amor, reviví, como una música, el tableteo que invadía cada rincón de la casa; el envión fugazmente poderoso al terminar una línea y volver el carro atrás; esa energía tan singular, que se materializaba en la yema de los dedos pero ponía en tensión todo el cuerpo. Entonces me enfrenté con algo que, aún sin haberlo formulado, ya sabía: el acto de escribir no solo compromete a los objetos que lo hacen posible, sino también al cuerpo entero. 

De eso quiero hablar: de lo tangible de ese acto que, sin duda, cada escritor va moldeando a su modo. Sé de varios que se niegan rotundamente a usar una computadora; de otros que ni siquiera mecanografían sus textos porque solo sienten la escritura a mano; los textos de algunos, en general jóvenes, nunca salen de la pantalla. Unos necesitan el silencio total; otros, música –cierta música- o el ruido de un bar o de una plaza. No podría hablar de cómo se manifiesta en cada uno el placer físico de la escritura ni estoy segura de que el acto de la escritura esté siempre vinculado con el placer (palabra que se me coló en el texto y que voy a dejar porque, acabo de descubrir, tiene que ver con lo que quiero expresar). He escuchado a algún escritor confesar el sufrimiento que es para él la escritura, lo que me llevó a preguntarme por qué insistía entonces habiendo tantos oficios con los que tal vez sufriría menos.  

Pero más allá de que provoque o no placer, la escritura no es un acto incorpóreo; todo escritor, premeditadamente o no, establece una especie de ritual en torno a la escritura; un juego personal de acciones y de objetos. Construye con su cuerpo u con herramientas, su incanjeble máquina de escribir.  

De mí puedo asegurar que escribo con todo el cuerpo (incluida la cabeza, claro, fuente inagotable de aventuras). Hay un episodio fundante del que hablé en varias ocasiones, que tiene lugar entre los cuatro y los seis años en el patio de la casa de mis abuelos. El patio es un refugio, un espacio sin testigos en el que puedo dar rienda suelta a lo que más me gusta en el mundo: inventarme historias. Doy vueltas en ese patio mientras construyo una aventura en la que siempre soy la protagonista, solo que más diestra y más heroica que como aparezco en el mundo real. Cuando un hecho no encaja en la secuencia, tengo que alterarlo, lo que me exige otras modificaciones en cadena, que a su vez… A medida que mi aventura se aproxima a la perfección, mi entusiasmo crece y yo doy vueltas cada vez más rápido, dichosamente perdida en mi invención.  

Encuentro en ese ritual del patio cierta semejanza con lo que años después sería para mí el oficio de narrar. Por eso lo instauré como el origen mítico de mi escritura.  

Por algún misterio de la naturaleza que no me importa indagar, me energía inventora sigue ligada a mi energía cinética. Muchas veces, cuando algo se suelta en mi escritura, me descubro caminando por mi estudio mientras mi cabeza trama más rápido de lo que mis dedos podrían fijar. 

Mi escritura ni siquiera es sedentaria cuando realizo un acto en apariencia tan pasivo como corregir. Tachar una palabra, anotar otra arriba, sacar trazos hacia los márgenes para apuntar textos que no caben entre líneas, hacer llamadas que de inmediato despliego en una libreta, envolver párrafos enteros y, de un flechazo, cambiarlos de lugar, son actividades en las que mi mano parece comportarse en sintonía con mi cabeza, y la lapicera, ser una extensión de la mano. Las herramientas de trabajo son parte de mí misma. Cuadernos y libretitas me rodean todo el tiempo. Y también el atril, donde puedo mirar la versión anterior de lo que estoy escribiendo. Alguna vez fue imprescindible el cigarrillo (llegué a tener tres o cuatro encendidos en el cenicero); ahora el mate. Y, por fin, sobre mi mesa (no escritorio: literalmente, una larga y elemental mesa para quinchos, donde entre el desparramo de papeles caben desde una radio hasta mis gatos), no en el centro pero dominando el escenario, la verdadera prolongación de mis dedos y de mi imaginación: la máquina de escribir.  

¿Por qué, desde el origen hice depositario de mi pasión por la escritura a algo que no es más que un artefacto mecánico, símbolo, además, de la desdicha para los poetas-oficinistas de los años sesenta? ¿Presentía a los dieciséis años, al pulsar por primera vez las teclas de la Royal semiportátil 1948 (que pedí prestada al novio de mi hermana para escribir una carta a El Grillo de Papel) que en esa acción había un comienzo? No lo sé; las razones por las que pedí la máquina fueron de índole práctica. Una: me parecía escolar mandar a una revista un poema y una carta manuscritos. Otra: mi letra es espantosa, ininteligible aún para mí. Pero recuerdo muy bien que el acto mismo me resultó significativo; era – lo veo ahora- el primer movimiento hacia el exterior que yo realizaba con la escritura. Y luego de un tiempo de usarla, y de dos semanas de tormento en un curso de mecanografía de las Academias Pitman, mis dedos empezaron a interpretar lo que me pasaba por la cabeza, sin que yo estuviera pendiente de dónde los ponía. Fue poderoso: gracias al cine, había construido la imagen –deleitosa- del escritor ante su máquina. Y fue por esa imagen que me sentí escritora mucho antes de haber elegido cabalmente serlo. 

La historia de mis dos máquinas de escribir es digna de su investidura. La primera, una Olympia portátil, me la regaló mi padre cuando yo tenía dieciocho años. Habíamos estado peleados dos meses por mi vida irregular, alejada de todas sus expectativas. Un día conseguí explicarle por qué no iba a cambiar en absoluto mi rumbo. Al día siguiente se vino con la Olympia. Fue su modo, discreto y agudo como era él, de decirme que, pese a todo, creía en mí. Un gesto que voy a agradecer toda mi vida. A los pocos meses él se enfermó y murió.  

La segunda máquina no fue un regalo: fue el resultado de una decisión. Sucedió a mis veinticuatro años, después de que entraron ladrones a nuestro departamento de Almagro y, entre muchas cosas, robaron mi Olympia. Durante días anduve como si me hubieran cortado una mano. Al fin decidí que ya no quería una portátil sino “una máquina como un tanque de guerra” (con esas palabras lo explicaba). Encontré mi poderosa Remington 700, usada, en no sé qué negocio; supe que, de ahí en más, esa y ninguna otra iba a ser mi máquina. Con una colecta entre mi madre, mi hermana y Abelardo Castillo, más mis primeros derechos de autor, junté la plata para el anticipo; el resto lo fui pagando en cuotas con lo que ganaba por las clases particulares de matemática, física y química. Amé esa máquina tanto como se puede amar algo inanimado. Se asentó sucesivamente en mis cuatro casas y tipeó varios de mis libros. Resistimos las dos todo lo que pudimos al nuevo furor de la PC. Yo no quería ni que me la mencionaran decía que los problemas de un escritor no los resuelve una computadora. A fines de 1992, después de pensarlo mucho y no sin dolor, tuve que admitir que los problemas de la escritura no los resuelve una computadora, pero simplifica todos los otros.  

El vínculo es diferente, claro. La PC no es un objeto único que permanece en el tiempo y en el que una puede depositar su amor. No hace ruido, ni requiere que una retroceda cada vez con el carro ni nos permite descargar por los dedos los desbordes de energía o de inseguridad. Pero tiene teclas. Y una pantalla perfectamente vacía en la que sigue siendo posible materializar eso todavía difuso que una quiere decir. Cierto que sirve para muchas funciones que no tienen nada que ver con la literatura, pero una es dueña de erigir su corazón donde quiere. Y va teniendo historia, claro. A lo largo de veintiséis años viene protagonizando en mi vida una cantidad de episodios que atesoro. Se ha ganado el derecho entonces. Lo siento con todo el cuerpo mientras, con el mate a mi derecha y mi gata Prascovia a la izquierda, tecleo estas palabras: más allá de las metamorfosis, éste objeto que toco y veo sigue siendo el sostén ante lo evanescente e incierto que tiene la escritura. La herramienta querida. La máquina de escribir.  



La trastienda de la escritura
Liliana Heker
Alfaguara, 2018.

Comentarios

  1. Gracias por compartirlo,que historia con tu compañera : la máquina de escribir

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