70 años del fallecimiento de George Orwell
Un día como hoy hace 70 años fallecía el periodista y escritor George Orwell. En 1984, su novela más difundida y publicada poco antes de morir, utiliza la forma de la ficción distópica para construir una obra crítica de los totalitarismos del siglo XX, y de un valor profético de la vigilancia de la sociedad contemporánea. A continuación compartimos un fragmento del primer capítulo de la novela.
I
Era un día luminoso y frío de
abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en
el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria,
aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se
colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres
cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande
para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un
enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos
cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y
endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir
en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se
cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que
se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con
sus treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo
derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo,
frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el
muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a
uno adondequiera que esté. EL
GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía
una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de
hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo
empañado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha.
Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las
palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado telepantalla) podía ser amortiguado,
pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una
figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul,
uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel
embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un
invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los
ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños
torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque
el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no
ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros
miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente
había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes
letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la
calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que
flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo
alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre
los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra
vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la
gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo
de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de
la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el cumplimiento del
noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente.
Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el
aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa
de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de
saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era
figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para
controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la
vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les
antojara. Tenía usted que vivir -y en esto el hábito se convertía en un
instinto- con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería
registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus
movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a
la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como él sabía muy bien, incluso
una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de
la Verdad, donde trabajaba Winston; se elevaba inmenso y blanco sobre el
sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con una sensación vaga de disgusto;
Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de
las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún
recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre
estas vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de
madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de
cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares
bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el
aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las bombas habían abierto
claros de mayor extensión y habían surgido en ellos sórdidas colonias de
chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar:
nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente
iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad -que en
neolengua[1] se le llamaba el Miniver- era diferente,
hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la
vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y
reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de
altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su
blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la
Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las
correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros
tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria
se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban
instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema
gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a
los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz,
para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la
ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los
asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniser, Minipax, Minimor y Minindancia.
El Ministerio del Amor era
terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había estado dentro
del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era
imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que
pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de
acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus
salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y
uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había
adquirido su rostro instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo que
era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación
hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo que
renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le quedaban
víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar
para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una botella de un
líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el
espíritu de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios
para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la
cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era como ácido nítrico;
además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran a uno un
golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos después,
desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba a resultar más
alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo
tenía cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el
próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de
estar y se sentó ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del
cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto,
con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla
del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En vez de hallarse
colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde podría dominar
toda la habitación, estaba en la pared más larga, frente a la ventana. A un
lado de ella había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que se había
instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el edificio, habría
sido calculado seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y
situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance de
la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía evitar que oyera
sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le
indujo a lo que ahora se disponía a hacer.
Pero también se lo había sugerido
el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente bello.
Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el paso del tiempo, por lo
menos hacía cuarenta años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía
que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en el escaparate de un
establecimiento de compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no
recordaba exactamente en qué barrio había sido) y en el mismísimo instante en
que lo vio, sintió un irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido
no deben entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de
severa censura, «traficar en el mercado libre»), pero no se acataba
rigurosamente esta prohibición porque había varios objetos -como cordones para
los zapatos y hojas de afeitar- que era imposible adquirir de otra manera.
Winston, antes de entrar en la tienda, había mirado en ambas direcciones de la
calle para asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, adquirió el
libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento no sabía exactamente para qué
deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa, guardado
en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar
aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a
hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada era
ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía es tar seguro de
que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos
forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó primero para
quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas
veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una, furtivamente y
con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el bello
papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz
tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte
de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para
las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos
instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía
delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra
pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia atrás en la silla.
Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza era si
aquel era, de verdad, el año
1984. Desde luego, la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto
que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber
hoy en qué año vive!», se decía Winston.
Y se le ocurrió de pronto
preguntarse: ¿Para quiét estaba escribiendo él este diario? Para el futuro,
para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos momentos en la
fecha que había escrito a la cabecera y luego se le presentó, sobresaltándose
terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar.
Por primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer.
¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Esto era imposible por su misma
naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le
haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera
carecería de todo sentido para ese futuro.
Durante algún tiempo permaneció
contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla transmitía ahora
estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo parecía haber perdido la
facultad de expresarse, sino haber olvidado de qué iba a ocuparse. Por espacio
de varias semanas se había estado preparando para este momento y no se le
había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara algo más que
atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería muy
fácil.-Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo
que desde hacía muchos años venía corriéndole por la cabeza. Sin embargo, en
este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices habían
empezado a escocerle insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque siempre
que lo hacía se le inflamaba aquello. Transcurrían los segundos y él sólo
tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de
esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la
músicä militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la ginebra.
De repente, empezó a escribir con
gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose apenas cuenta de lo que
escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas y si primero
empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:
4 de abril de 1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra. Había una muy buena de un barco
lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al
público le divirtieron mucho dar planos de un hombre muy grande y muy gordo que
intentaba escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía, Primero se le
veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo veías por lar visores
de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el agua a
su alrededor que se ponía toda roja y el
gordo se hundía como si el agua le entrase por los agujeros que le habían hecho
las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el
agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero
que venga a darle vueltas y más vueltas había una mujer de edad madura que bien
podía ser una judía y estaba sentada en la proa con un niño en lar brazos que
quizás tuviera unos tres años. El niño chillaba con mucho pánico, metía la
cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder así
y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no
estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a
evitar que le alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicóptero y tira
una bomba de veinte kilos sobre el bote y no queda ni una astilla de él, que
fue una explosión pero que magnífica, y luego salía un primer plano maravilloso
del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su
cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero
una mujer que estaba entre los proletarios empezó a armar un escándalo
terrible chillandoo que no debían echar eso no debían echarlo delante de
los críos que no debían hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo
que le pasara nada a nadie le importa lo que dicen los proletarios porque
dicen es la reacción típica
de las proletarias y nadie hace caso y nunca…
Winston dejó de escribir, en parte
debido a que le daban calambres. No sabía por qué había soltado esta sarta de
incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía se le había aclarado
otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se creía en condiciones de
escribir lo que realmente había querido poner en su libro. Ahora se daba cuenta
de que si había querido venir a casa a empezar su diario precisamente hoy era
a causa de este otro incidente.
Había ocurrido aquella misma
mañana en el Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber ocurrido.
Cerca de las once y ciento en el
Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas de las
cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran
telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de
sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos
personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado.
Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado
frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el
Departamento de Novela. Probablemente -ya que la había visto algunas veces con
las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta- tendría
alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una
joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro,
cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono» ceñido por
una estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la cintura
realzando así la atractiva forma de sus caderas; y ese cinturón era el emblema
de la Liga juvenil AntiSex. A Winston le produjo una sensación desagradable
desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la
atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y
el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a
Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y
bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más
fanático del Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías
aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de los
demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de ser más
peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le
dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó aterrado a
Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente de la Policía
del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió
sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se hallaba
cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra persona era un hombre
llamado O’Brien, miembro del Partido Interior y titular de un cargo tan remoto
e importante, que Winston tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un
rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron
acercarse el «mono» negro de un miembro del Partido Interior. O’Brien era un
hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo
rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran
bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba
a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente
tratándose de algo tan leve. Ese gesto -si alguien hubiera sido capaz de pensar
así todavía- podía haber recordado a un aristócrata del siglo XVIII ofreciendo
rapé en su cajita. Winston había visto a O’Brien quizás sólo una docena de
veces en otros tantos años. Sentíase fuertemente atraído por él y no sólo
porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de O’Brien y su
aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta
-o quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza- de que la
ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Algo había en su cara que le
impulsaba a uno a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera
heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente,
inteligencia. Pero de todos modos su aspecto era el de una persona a la que se
le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir la telepantalla y
llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar
su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento,
O’Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento,
seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran
los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado
de él por dos sillas., Una mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba
en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del
cabello negro se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un
espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que
procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un
ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta.
Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la
pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público
salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un
chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía
mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras
principales del Partido, casi con la-misma importancia que el Gran Hermano, y
luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido
condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para
siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en
ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por
excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido.
Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de
sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían- directamente
de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando. Quizás se
encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso
era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún
sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se
encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa
mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo
blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía, sin embargo,
algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga
nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el
rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba
su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del
Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse
cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible
para que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias
algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de
ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con
Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad
de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la
revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era
una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso
utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de
las que solían emplear los miembros del Partido en la vida corriente. Y
mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables columnas del
ejército de Enrasia, para que nadie interpretase como simple palabrería la
oculta maldad de las frases de Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más
filas de forzudos soldados, con impasibles rostros asiáticos; se acercaban a
primer término y desaparecían. El sordo y rítmico clap-clap de las botas
militares formaba el contrapunto de la hiriente voz de Goldstein. .
Antes de que el Odio hubiera
durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles
exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el
terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, pera demasiado
para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a
Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un
objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando
Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz
con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de
todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba
día y cada día ocurría esto mil veces- sin que sus teorías fueran refutadas,
aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en
los periódicos y en los libros… a pesar de todo ello, su influencia no parecía
disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él.
No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban
siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento.
Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una
subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía
que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que
existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor
Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente
se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era
posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no
hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio
llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de
apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del
cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como
un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O’ßrien tenía la cara
congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho
como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven
sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a
gritar: «¡Cerdo! !Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario
de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la
nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez
descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y dando
fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo
horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que
desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible
evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los
treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un
deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían
recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a
uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin
embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que
podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura
autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía
contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y
contra la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del
solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la
cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba
identificado por completo con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo
lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se
transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible
torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas
asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda
que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz
de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos
momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante un esfuerzo de
voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos permite se parar de
la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston conseguía trasladar
su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su mente pasaban,
como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una
porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría
con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le
cortaría la garganta. Sin embargo, se dio cuenta mejor que antes de por qué la
odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la
cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante
cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la
odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima
exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido ovejuno.
Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara
de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre
los espectadores disparando atronadoramente su fusil ametralladora.
Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los
presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante,
produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura
se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra
cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de
misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que
el gran camarada éstaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para
animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla,
y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el
simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental
cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido
en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
1984
George Orwell
Debolsillo, 2013.
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