Lectura, herencias y rituales de verano
En sintonía con el tema que indagamos este verano -las lecturas que nos marcaron de jóvenes-, María Paula Zacharías publicó para La Nación esta nota en la que recuerda su #lectura de la colección Robin Hood en los apacibles días de vacaciones en algún lugar de la costa atlántica.
Otra vez en la casa de la playa, como
todos mis veranos. Hay algo atávico en esto de volver una y otra vez al
mismo lugar. Una raíz que llama. Un jardín que no tiene secretos, con
árboles que me dan sombra desde que nací. Una casa que construyeron mis
abuelos, donde siempre soy feliz. Mi lugar.
Hay dos rituales que repito cada día. Todas las mañanas
camino por la orilla, desde mi playa hasta más allá del muelle. Cuando
miro para atrás, creo ver mis pisadas mezcladas con las huellas que mis
antepasados surcaron en esta misma travesía, que se repite en cada tramo
de nuestras vidas, de la infancia a la vejez. Esta manía es heredada y
la transmito como un tesoro a mis hijas. La playa en este tramo de la
costa atlántica es la misma y no lo es. Antes, se conservaba durante el
día la inmensidad despejada que hoy solo se disfruta antes de las 10 de
la mañana. Más tarde, es un alboroto de pelotas, sombrillas y parlantes.
No hay día de sol en que no me bañe en el mar. Me hundo
bajo la ola, respingo en delfín, salgo sirena, de pie. O me dejo ir
hacia Alfonsina, por un segundo, al otro lado del horizonte. Y vuelvo,
las uñas clavadas en la arena, me aferro al suelo, a esta vida. Salto
otra vez. Paso la ola por arriba como las gaviotas para ver la espuma.
Me acuclillo: el agua cae como mazazo en mi cabeza. Caracolamente loca,
me dejo revolcar hacia la orilla. Y listo, mar, ya hemos jugado.
El equipaje suele ser liviano y austero: atuendo playeril
y algunas mudas zaparrastrosas, porque en este balneario silvestre
juego a ser invisible. La parte más linda de armar el bolso es la de
pensar los libros que me acompañarán, para pasar las horas desenchufada
de las redes y las pantallas. La tecnología que más uso estos días es el
velador. Siempre traigo más libros de los necesarios. Dos o tres
novedades que no llegué a leer en el año. Dos o tres clásicos. Algunos
textos de estudio. Libros de no ficción, porque amo el oficio. Novelas
históricas, porque son mi vicio. Los poetas que me acompañan adonde
quiera que vaya. Y así pasan los días de reposera en reposera.
Fue en estas costas donde me zambullí en el placer de la
lectura. Veranos enteros sin televisión, con el arsenal de novelas
románticas y policiales que con mis hermanas le robábamos a mi abuela. A
los trece ya estaba iniciada en los vericuetos del amor gracias a los
fogosos textos que publicaban Emecé, Javier Vergara y Sudamericana, que
me dejaron una sensibilidad afiebrada para el resto de la vida. En un
placar que abro como el baúl de un tesoro viejo, están aún apilados esos
thrillers médicos y psicológicos, una caterva de amantes perdidos
y reencontrados, docenas de amores furtivos, asesinatos inexplicables y
varias princesas desgraciadas. Este también será mi legado cuando
llegue la hora.
Como nunca es suficiente, solemos recorrer las librerías
de viejo que hay en la ruidosa peatonal que al atardecer huele a recién
bañados. Ahí encontré los otros días un ejemplar de
Jane Eyre, de la colección Robin Hood, y fue un pasaje directo a
la infancia, casi tanto como las comidas que mi madre cocina aquí todos
los días. Porque antes de las novelas rosas de besarse y de morir que
devoraba en la pubertad, pasaron por mis manos de niña estos libritos
amarillos, un poco más pequeños, de hojas gruesas, rugosas y sepia, que
antes habían desvelado a mi mamá y a mi tía.
Lloramos con
Mujercitas, se nos encogió el corazón con
Papaíto Piernas Largas, seguimos con el alma en vilo las aventuras de Tom Sawyer y fuimos valientes con
Colmillo Blanco y con los piratas de Emilio Salgari. No tuve en
mis anaqueles de infancia la novela feminista de Charlotte Brontë y
estoy disfrutando de su irreverencia, tan actual en estos tiempos. La
leo en este paréntesis de la vida que son las vacaciones, en esta casita
de azulejos retro y cortinas tejidas a crochet por mi abuela, a la que
todavía creo ver en su silla de jardín, leyendo debajo del ciruelo.
Fuente: La Nación
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