En el nombre del padre
Hoy se cumplen 10 años del fallecimiento del gran escritor y periodista argentino, Tomás Eloy Martínez. Y desde Bibliotecas para armar quisimos recordarlo muy especialmente a través de la palabra de uno de sus hijos, Ezequiel Martínez.
En estas líneas, Ezequiel relata con simpleza y amor profundo algunos momentos de su vida ligados a la mano de su padre, pero también da cuenta de la importancia de una obra magistral que ha sabido navegar sobre los vaivenes de nuestra historia e identidad nacional.
En estas líneas, Ezequiel relata con simpleza y amor profundo algunos momentos de su vida ligados a la mano de su padre, pero también da cuenta de la importancia de una obra magistral que ha sabido navegar sobre los vaivenes de nuestra historia e identidad nacional.
Ezequiel es un gran periodista y, además, preside con orgullo la Fundación TEM cuyo objetivo principal es mantener el legado y promover la literatura y el periodismo joven de Latinoamerica.
Por Ezequiel Martínez
Cuando mi padre regresó a la Argentina en 1984 después de un exilio que aprovechó para crear diarios y escribir crónicas inolvidables, yo acababa de terminar mis estudios de periodismo. Por esa época una revista me había encargado mi primera entrevista importante. Al terminar el borrador de esa nota, logré que le pegara un vistazo para que me diera su opinión. Imagínense mi desfachatez: él ya era un arquitecto del periodismo, y yo, apenas un aprendiz de carpintería.
Recuerdo como si fuese ayer la tarde en que fui a verlo y terminamos sentados en la cocina de su departamento de San Telmo reparando línea por línea y párrafo por párrafo las grietas de aquel texto primerizo. El ni siquiera lo sospecha, pero aquella fue una de las mejores lecciones de periodismo que recibí en mi vida.
No sé si fui su mejor alumno. Pasaron los años y él consolidó su trayectoria de escritor con novelas como Santa Evita, Purgatorio, El cantor de tango y La novela de Perón, o los ensayos de Lugar común la muerte, que ya son clásicos de la literatura argentina. Sí sé que de vez en cuando él me leía, mientras yo no le perdía la pista a cada libro que escribía, a cada artículo que publicaba.
En ese tránsito descubrí por qué para él periodismo y literatura han sido siempre los afluentes de un mismo río, como si no hubiese otro modo de narrar y entender lo que somos sino a través de esas verdades que sólo pueden enderezarse con la voz de la imaginación.
En ese tránsito descubrí por qué para él periodismo y literatura han sido siempre los afluentes de un mismo río, como si no hubiese otro modo de narrar y entender lo que somos sino a través de esas verdades que sólo pueden enderezarse con la voz de la imaginación.
Entendí ese truco leyendo sus novelas. Le debo también esa lección. Le debemos, todos, la lectura de páginas que hablan de nosotros, de nuestra historia, de ficciones verdaderas, del argentino más olvidado o del más idolatrado, de la ambición y el autoritarismo, de un país cargado de miserias y de esperanzas. Pocos, como él, han sabido interpretar con tanta precisión las claves y mudanzas de nuestra identidad.
En los últimos tiempos solíamos perdernos en chismes de redacción y del universo de los libros y sus autores, pero también en la aventura de viajes compartidos y en charlas interminables que hablan de la vida.
Compartí, también, un privilegio inesperado: la corrección del manuscrito de su última novela, Purgatorio, para que la diseccionara con mi mirada de lector. Me estaba confiando las llaves secretas de su creación y a mí me intimidaba el solo hecho de abrir ese candado. Me atreví, no sé cómo, a esa misión insolente. Pasamos muchas tardes desmenuzando su historia, hablando de los personajes como si fuesen vecinos o parientes, chequeando la exactitud de cada dato de la realidad, navegando por los laberintos minuciosos de su narrativa. Escuchó algunas sugerencias, rechazó otras, pero me dejó una nueva lección, la de su humildad.
En su discurso de agradecimiento por el Premio Ortega y Gasset a la trayectoria periodística que le concedieron en España en 2009, dijo: “Aunque a la palabra se le impongan cerrojos y diques, se seguirá abriendo paso como el agua, fortalecida por la adversidad”.
Esa palabra, adversidad, no era casual. A él le tocaron casi todas: la injusta adversidad del exilio, la de la pérdida de un ser amado, la de la enfermedad. En esa batalla que combatió hasta sus últimos días aferrado a la palabra, al trabajo, a su adicción por la lectura, a su vicio de narrador compulsivo, lo acompañamos quienes lo sentimos más cerca: sus colegas, sus amigos, su familia, sus hijos.
Termino con una última confesión. Cuando yo era chico, jugaba a ser como él. Lo acompañaba a las redacciones donde trabajaba y lo veía tipear con devoción las teclas de su máquina de escribir. Me gustaba imitarlo cuando revisaba las pruebas de imprenta o cuando se concentraba buscando datos en algún archivo de hojas amarillentas…
A veces, si le prometía silencio y compostura, me permitía escoltarlo en sus entrevistas, que luego transformaba en piezas periodísticas que parecían cuentos de ficción. Narraba la realidad con las herramientas de la imaginación. Y yo sabía que de grande quería hacer eso. Yo quería, como quieren todos los chicos, ser como mi papá.
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