95 años del nacimiento de Haroldo Conti

Ayer se cumplieron 95 años desde que Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires. Fue seminarista y trabajó durante años como docente, en pueblos pequeños y en la ciudad de Buenos Aires. En 1960 empezó a escribir Sudeste, novela con la que ganó el Premio Fabril en 1962. Es autor de libros de cuentos, como Todos los veranos y La balada del álamo carolina, y de otras  novelas: Alrededor de la jaula, En vida, y Mascaró, el cazador americano, que fue Premio Casa de las Américas en 1975. El 5 de mayo de 1976, un grupo del Batallón 601, lo secuestró de su casa en Palermo, y desde ese momento continúa desaparecido. Para conmemorar su nacimiento, compartimos un fragmento de Sudeste, su primera novela.


“No se puede decir que el río cambie de una manera en invierno y de otra manera en verano. Cambia. Eso es todo. Las islas, por el contrario, parecen distintas con cada estación que llega. No solo por la intensidad del verde, en el verano, sino por algo mucho más sutil. En el invierno, desde el río abierto, se pierden en una lejanía brumosa. De pronto están, de pronto no están. Uno duda del río y piensa que es imposible llegar alguna vez, a pesar de toda esa tenue ansiedad que lo aísla y lo mece y lo acongoja en parte. Más bien son un borde ilusorio, una sombra que oscila con el horizonte, hacia el oeste. Si por fin logra acercarse, entonces parecen todavía más remotas, habitadas por el silencio y la soledad y por una tristeza irreparable.
En el invierno la luz se refugia en lo alto. Amanece y oscurece en lo más encumbrado del cielo, muy lejos de la superficie. En verano sucede lo contrario. La luz comienza a brotar de las mismas islas y, empujando por allí, desborda hacia el resto del día. En la mitad de la mañana, las islas parecen alegres barcazas mecidas por el agua. Si uno navega hacia las islas, navega hacia la claridad. Y hacia ese extraño bullicio que ha ido cobrando intensidad a medida que madura el estío. 
Todo esto sucede en forma imperceptible. Esto de la madurez. Uno mismo es invierno, uno mismo es verano. Pero, de cualquier forma, está bastante claro que todo proviene del norte. La ansiedad y el bullicio y la propia luz. Toda esa exaltación y ese frenesí del verano. 
Entre la media mañana y la media tarde, las islas brillan con una luz intensa y pareja, adormecidas al sol. Parecen un poco chatas. Un trazo de luz, un trazo de sombra. Nada de medios tonos. El aire sofoca. La arena en las playas cruje levemente. Hay un silencio espeso e hirviente. La atmósfera es arriba diáfana, pero a ras del suelo vibra y ondula de manera extraña. Luego el silencio se transforma en un zumbido interminable. Pero esto es una parte del verano. En el amanecer y en el anochecer, el día da lo mejor de sí. Y después queda la noche. La brisa del amanecer es fresca y el pescador se estremece levemente. Llega desde el río y sobresalta a las islas. Entonces comienza ese bullicio y ese cosquilleo en la sangre y esa ansiedad que empuja al hombre hacia el horizonte. Un ángel, o algo por el estilo, acaba de pasar rozando el agua y los cabellos revueltos del hombre adormilado dentro del bote. Es demasiado veloz para los ojos del hombre y vino hendiendo la media luz del amanecer, que hace confusas todas las cosas. Apenas se siente el roce pero es suficiente para turbarlo a uno. Ahora debe estar allá, hacia el norte, detrás de las primeras islas. Lo convoca a uno y lo apremia. Es necesario partir.
El Delta del Paraná, en su parte más ancha, apenas alcanza a los 70 kilómetros. Pero eso es tan solo el principio. La cosa va mucho más allá: 3.282 kilómetros por el Paraná y 1.580 kilómetros por el Uruguay. Y no es seguro que todo termine allí.
Sin embargo, no tiene sentido medir con esta medida. Un avión, un P11 o el minúsculo J3, que toma altura hacia el noroeste, desde el aeródromo de San Fernando, antes de los cuatrocientos metros, cuando todavía está ganando altura, divisa el Paraná de las Palmas y es posible que, cortando motor, lo sobrepase con el planeo. Un balandro que parte de la costa a media mañana y se propone llegar a Punta Morán, en la boca del Paraná, tropieza a menudo con tantos obstáculos que recién llega al otro día.
Si el viento no es decididamente favorable, comenzará a echar largos bordes que lo aproximen imperceptiblemente. A mediodía navega en pleno río, con la costa siempre a la vista y probablemente en una dirección distinta. La costa se reduce más y más. Es apenas una línea fluctuante. Ahora parece que el balandro está en medio del mar. Que no marcha hacia nada, sino más bien que se aleja de todo. Durante la mañana alcanzó a situarse frente a Buenos Aires. Tuvo todo ese tiempo el cerco brumoso de sus edificios emergiendo por el lado de estribor, a veces casi a proa, como un barco gris con sus grandes chimeneas bajo esa constante nubecita de humo que es su verdadero cielo. Después de mediodía, viró hacia el norte. Ahora navega ciñendo o de bolina. Como sigan así las cosas, al término de este larguísimo borde saldrá a Punta Morán. Por ahora está en medio del río. Como en medio del mar. Cuando el barco cabecea se siente un breve chasquido bajo la roda. El viento silba en las jarcias sin darse un respiro, como si eso lo divirtiera. Las velas se mantienen combadas y a veces se sacuden. Uno siente en la propia sangre aquella pareja y constante presión. Aquí y allá, vacilando en la lejanía, aparecen puntos imprecisos que uno ubica ansiosamente sobre las cartas. Es increíble el efecto que produce una boya o una baliza avizorada a lo lejos. Toda la ansiedad se concentra sobre ese punto impreciso, al que se le asigna un significado tremendo. Pero si uno lo observa con demasiado detenimiento, desaparece. Está oscureciendo. Los puntos comienzan a guiñar. Hay algo cálido y hasta tierno en cada resplandor. El barco navega ahora en la noche. El río es oscuro y torvo. Enfila hacia una boya con destellos blancos. La silueta negra crece y se bambolea como un fantasma. Cuando pasa al lado, se nota el siseo del agua resbalando contra sus bordes. Estas enormes boyas sobrecogen un poco. Su luz es amable a la distancia, pero una vez cerca, erguidas como un peñasco, tienen un aspecto sombrío.
Auque faltara la boya, uno presiente que el agua es aquí profunda y arrolladora. El balandro está cruzando el canal del Paraná y la presión de la corriente le obliga a corregir la deriva. Es noche completa. El cielo parece más poblado que toda esta soledad con sus lejanos destellos. Las estrellas parecen muy bajas y más próximas. Resbalan lentamente hacia el sur. Después del canal vienen los bancos con un metro apenas de agua y, a ratos, menos. Conviene echar el ancla. Cuando amanezca, aparecerá Punta Morán por delante, pero todavía lejos. Con el repunte, se puede cruzar el Bajo del Temor. 
Sí. Es un tiempo distinto y una medida distinta. Las distancias se dilatan y la meta se aleja con uno. En mitad del camino todo es remoto.”

Sudeste
Haroldo Conti
Emecé, 2018.

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