La lectura como uno de los bellos enigmas

Estamos viviendo "de puertas adentro", hace casi cincuenta días. Cada quien sabrá qué hace durante "las horas muertas". Parece ser el momento ideal para las pantallas de todo tamaño. Esta nota de Hernán Carbonel en la que recuerda momentos de su vida lectora y de su trabajo como bibliotecario, nos sugiere una actividad, quizá menos interactiva, pero muy placentera y profunda, de la mano de los libros de papel.



Por Hernán Carbonel *

I

“-¿Usted lee? –retomó, descolocándome.
”-Leo, sí.
”-¿Y por qué lee?
”No supe qué responder.
”-Por pasión, supongo –arriesgué.
”-No. usted lee porque no está. Para no estar. Si usted estuviera ahí cuando lee, no leería. Haría otra cosa. Y si no leyera, estaría realmente ahí donde está. ¿Me comprende?
”-Más o menos.
-Alguien dijo que dormir es distraerse del universo. Leer es comprenderlo ausentándose.” 
Desconozco cuando escribí esto, o por qué, pero podría jurar que es una de las pocas cosas con las que he estado plenamente de acuerdo conmigo mismo al leerlas después de un tiempo, y que hay, ahí, una clave que no termino de desentrañar del todo.

II

Hace un par de años, punteé estas ideas para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán. Se tituló “Los objetos amados”.
A pesar de que, seguramente, ya habían pasado otros por mis manos y mis ojos, el primer objeto complejo, cargado de sentido, extraño y a la vez atractivo, fue una edición del Facundo del Centro Editor de América Latina, de 1967. Estaba abandonado en un viejo mueble de mi casa paterna, si es que no me traicionan esos huecos que la memoria se empeña en completar con inexactitudes. ¿Qué tenía de particular ese Sarmiento? Un don inigualable: el misterio. ¿Qué había ahí adentro, qué contenía aquel rectángulo de tapa blanca y celeste y páginas amarillentas? Estaba por verse. Así funciona la belleza: ella elige sus formas, y es a nosotros a quienes arrastra y aprisiona hasta dejarnos prendados. Quizá, pienso hoy, más de treinta años después, de allí provenga la necesidad de acumulación, el acopio compulsivo de volúmenes bajo el lema “algún día los voy a leer”, aunque subyaga la firme sospecha de que eso nunca sucederá, pues, bien dice Cortázar en “Instrucciones para dar cuerda al reloj”, “allá en el fondo está la muerte”. Y hay, también, la eterna búsqueda de revelación de aquel misterio que -intuimos pero esquivamos: autoengaño con gusto no pica- nunca habrá de revelarse.
El segundo objeto complejo cargado de sentidos fue La isla misteriosa, de Verne. Ese sí fue leído in situ, y releído en reiteradas oportunidades, y guarda, aún hoy, justamente, eso: un misterio (además de otras condiciones humanas como la amistad, los conflictos bélicos, la solidaridad, el desvarío, la cura final a todos los pesares).
Cuando en la biblioteca en la que trabajé durante una década se compraban nuevas estanterías, mi faceta fetichista se extremaba: sé que habría que quitarlos de a cientos, moverlos de un anaquel a otro, reordenarlos, quitarles el polvo, resguardar  su fragilidad. Lo dijo Borges: “Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica”. Y mientras los manipulaba, como quien se adueña por un rato de la señorita más bella del baile, seguía preguntándome cómo puede uno ser seducido de tal manera por un objeto tan inanimado como es ese rectángulo de papel blando con tapas duras o semiduras y páginas en blanco llenas de caracteres en negro. Como relamerse antes de ingerir: tener la sabiduría del mundo entero en la punta de los dedos sin que pueda llegar a ser nuestra. Para un pescador, atrapar peces con su deseo; para un astrónomo, jugar a las canicas con los planetas.
(En esa misma biblioteca, lo contaba él mismo, Antonio Dal Masetto aprendió “el  idioma” una vez llegado desde Italia a un pueblo perdido de la llanura pampeana”; o sea, donde se pudo meter con los grandes autores de la literatura universal a través del castellano después de tanto italiano natal.)
Escribo esto a la diestra de mi propia biblioteca. Ver que ellos están ahí, a escasos centímetros, es como saberse continuamente custodiado. Ir a una batalla sin moverse apenas, siempre bajo la protección de ese algo que ya se ha convertido en un alguien y que, fuera de la visión de un mundo terrenal, físico, tangible, pasa a ser un tesoro que no se mide en PVP (Precio de Venta al Público). En fin: aquí a mi lado están mis compinches, mis guerreros protectores. Incluso el viejo Facundo, de quién he renegado en sucesivas lecturas (y del cual, gracias a Ricardo Piglia, he descubierto su faceta apócrifa). Firmes, ahí, hasta que las instrucciones se vuelvan por fin del todo inútiles y ya no haya que darle más cuerda al reloj.

III

Primera repetición: este artículo también tiene algunos años. 
Segunda repetición: la escena solía darse en la biblioteca a la que hice referencia anteriormente:
Alumno: Hola, quiero una compu.
Bibliotecario: ¿Qué necesitás?
Alumno: -Buscar información
Bibliotecario: -Sobre qué
Alumno: -...
Bibliotecario: -¿Sabías que eso está en los libros?
La primera idea que sobreviene a esa escena es que la tecnología se ha instalado hoy de tal modo en las nuevas generaciones, que pone en jaque antiguos conceptos de la humanidad. Pero el problema -como en todo ámbito, como en la escritura misma- no sólo es el qué, sino también el cómo. No el elemento, sino la utilidad que a éste se le otorgue: qué ven los niños en dispositivos electrónicos. Los niños, y aún los jóvenes, no están preparados para absorber determinado tipo de información; exponerlos a ella es una invitación a crear nociones equívocas del mundo -cuando no a ponerlo en peligro-, a diferencia del libro, que está preparado para la segmentación.
Aunque suene anacrónico, el foco de atención infantil sobre una pantalla no resiste cotejo con el encanto que puede generar el papel. Aquella no inspira a la imaginación, y sin imaginación no hay mundos posibles. Quizás se peque de arcaico, pero nada hay como el objeto libro, con su imagen de tapa y sus ilustraciones interiores, el olor de la tinta, ese mar blanco inundado de tipografías en negro, el sencillo y revolucionario acto de pasar de página.
Si un niño ve a un adulto abstraído frente a un libro, despertará en él la curiosidad: ¿qué secretos guarda ese objeto para que le importe tanto a alguien? Hoy, esa abstracción parece estar absorbida por lo digital, por la pantalla (que despierta la misma curiosidad). La responsabilidad, en fin, es de los adultos para que el placer sea de los niños. Los niños son una hoja en blanco, y de los adultos depende cómo se complete esa página. Y es en los mediadores (todos los adultos lo somos de una manera u otra) donde recae la mayor responsabilidad. Docentes, bibliotecarios, promotores de la lectura, editores, directores de colección y demás. Pero sobre todo en los padres, que para eso hemos traído al mundo a nuestros hijos: para hacerlos, al menos, mejores que nosotros mismos.

IV

Dijo, hace unos meses, María Teresa Andruetto, en una charla que me tocó moderar: “¿Qué es un libro? Es un territorio donde se hermanan quien escribe y quien lee, buscando comprender y buscando ser comprendido (...) Una sociedad lectora no acepta ser colonizada, sino que elige qué leer, y en su modo de elegir va generando mayor calidad lectora. Porque a la literatura no la hace solamente el que escribe: está el que edita, el que recomienda, el que hace críticas, los maestros, los profesores, los promotores, los bibliotecarios. Y, sobre todo, los lectores, que, eligiendo, van construyendo la literatura de un país: un conjunto de maneras en las cuales una sociedad se narra a sí misma.”


* Hernán Carbonel vive en Salto, provincia de Buenos Aires. Escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y para la revista Acción Cooperativa, produce y conduce programas de radio y da talleres de lectura. Ha trabajado como bibliotecario y colaborado en varios medios gráficos y digitales sobre turismo, cultura e interés general. Algunos cuentos suyos fueron publicados en revistas literarias y antologías. Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, Ediciones Amauta), El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil) y la investigación periodística El caso Arroyo Dulce, con prólogos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol.

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