La ficción de la temporalidad
Una
historia de ficción adentro de otra historia de ficción puede producir
alteraciones, especulaciones, reflexiones y una percepción alternativa incluso
del tópico del que trata. En el fragmento de La noche
del oráculo, de Paul Auster, que hoy publica Libro de arena, el tiempo acerca del que se habla abarca la fantasía del narrador. En un tiempo
muerto del relato, razona sobre su lógica, su posibilidad e imposibilidad a propósito de la
lectura de La máquina del tiempo de
Wells.
El libro había costado
treinta y cinco centavos en 1961, e incluía dos novelas tempranas de Wells, La máquina del tiempo y La guerra de los mundos. La primera no
llegaba a las cien páginas, y la terminé en menos de una hora. La encontré
absolutamente decepcionante: una obra floja, mal escrita, crítica social
disfrazada de relato de aventuras, y torpe en los dos sentidos. No me cabía en
la cabeza que alguien quisiera hacer una adaptación fiel de aquel libro. Ya se
había hecho una versión así, y si el tal Bobby Hunter conocía tan bien mi obra
como afirmaba, entonces quería decir que aquel individuo pretendía que yo
llevara la historia por otro lado, apartándome de la novela, y encontrando la
manera de hacer algo nuevo con los mismos elementos. Si no, ¿por qué pedírmelo
a mí? Había cientos de guionistas profesionales con más experiencia que yo.
Cualquiera de ellos podría haber plasmado la novela de Wells en un guion aceptable;
y el producto, según imaginaba yo, habría acabado siendo semejante a la novela
de Rod Taylor e Ivette Mimieux que vi de niño, aunque con unos efectos
especiales más deslumbrantes.
Si había algo que me
atraía del libro, era la idea subyacente, la noción misma del viaje a través
del tiempo. Pero me parecía que, en cierto modo, Wells se las había arreglado
para entender mal también eso. Había enviado a su protagonista al futuro, pero
cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que la mayoría de nosotros habría
preferido ir a parar al pasado. La historia de Trause sobre su cuñado y el
estetoscopio era un buen ejemplo del dominio que los muertos sigue ejerciendo
sobre nosotros. Si me dieran elegir entre ir hacia adelante o hacia atrás, yo,
desde luego, no lo dudaría. Preferiría con mucho encontrarme entre los que ya
no viven que con los que aún no han nacido. Con tantísimos enigmas históricos
por resolver, ¿es posible no sentir curiosidad por saber cómo era el mundo en,
digamos, la Atenas de Sócrates o la Virginia de Thomas Jefferson? O, como el
cuñado de Trause, ¿cómo resistirse al impulso de volver a encontrarse con los
seres queridos que ya no están con nosotros? ¿Ver a tu padre y a tu madre el
día que se conocieron, por ejemplo, o hablar con tus abuelos cuando eran
pequeños? ¿Acaso rechazaría alguien esa oportunidad a cambio de un vistazo a un
futuro desconocido e incomprensible? Lemuel Flagg veía el futuro en La noche del oráculo, y eso acabó con su
vida. No queremos saber cuándo vamos a morir, ni cuándo va a traicionarnos la
persona a quien amamos. Pero nos encantaría saber cómo eran los muertos antes
de morir, conocer a los muertos cuando estaban vivos.
Comprendía que Wells
necesitara enviar a sus personajes hacia adelante en el tiempo, con objeto de
exponer su punto de vista sobre las injusticias del sistema de clases inglés,
que podía exagerarse hasta niveles catastróficos si se situaba en el futuro,
pero, aun concediéndole el derecho de hacerlo, en el libro había un problema
más grave. Si alguien que viviera en Londres en el siglo XlX podía inventar una
máquina del tiempo, entonces era lógico que otras personas que vivieran en el
futuro estuvieran en condiciones de hacer lo mismo. Si no por sí mismas, al
menos con ayuda del viajero del tiempo. Y si la gente de futuras generaciones
pudiera viajar hacia adelante y hacia atrás en el tiempo a través de los años y
los siglos, entonces tanto el pasado como el futuro estarían llenos de personas
que no pertenecerían a la época que estuvieran visitando. Al final, todas las
épocas estarían contaminadas, abarrotadas de intrusos y turistas de otras eras,
y una vez que la gente del futuro hiciera sentir su influencia en los hechos
del pasado y la gente del pasado empezara a influir en los acontecimientos del futuro,
la naturaleza del tiempo se modificaría. En vez de ser una continua progresión
de discretos momentos que avanzarían lentamente en una sola dirección, se
disgregaría y se convertiría en una vasta y difusa nebulosa. Sencilla y
llanamente, en cuanto una persona
empezara a viajar en el tiempo, el tiempo tal como lo conocemos se destruiría.
Pero cincuenta mil
dólares era mucho dinero, y no estaba dispuesto a permitir que unas cuantas
contradicciones lógicas se interpusieran en mi camino. Dejé el libro y empecé a
deambular por el apartamento, entrando y saliendo de las habitaciones,
recorriendo con la vista los títulos de los libros en las estanterías,
apartando los visillos y mirando por la ventana a la calle bañada por la
lluvia, hasta pasar un par de horas sin hacer absolutamente nada.
Fragmento de La noche del oráculo
Paul Auster
Barcelona, Anagrama, 2007
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