Wernicke por Wernicke
En recuerdo del aniversario del nacimiento de Enrique Wernicke, Libro de arena publica un artículo aparecido en el blog de
su hija, María Wernicke, donde habla de él como escritor y como padre a través
de un emotivo encuentro que evoca, entre tantos detalles de una vida compartida,
un momento especial.
Pasó otro
25 de febrero; sólo que este último se cumplieron cien años del nacimiento de
mi padre. Para la mayoría, del escritor Enrique Wernicke, para otros, de
Enrique, a secas. Solo para mí de mi padre.
Intenté escribir algo nuevo, pero
al final, siempre digo lo mismo. Por eso volví a un escrito que, a pesar de los
años, sigue siendo mi mejor manera de decir cómo lo recuerdo.
Entonces
publico acá ese texto, el que escribí y leí hace muchos años en la Biblioteca
Nacional, cuando Gabriel Montergous -querido amigo mío y admirador del viejo-
decidió hacerle un homenaje a cuarenta años de su muerte.
“Te recuerdo detrás de tu
escritorio, con los anteojos de marco negro en la punta de la nariz. Te
espiaba, y aunque sabías que yo estaba ahí, seguías con la mirada perdida
hilando una frase, atrapando una palabra, en silencio, sosteniendo tu cabeza
con dos dedos. Ya había aprendido que en esos momentos, aunque tus manos
estuviesen quietas y las teclas de la Remington no sonaran, estabas
escribiendo. Entonces yo volvía al jardín, a los gatos, a los lirios, al roble
al que me enseñaste a trepar.
Te recuerdo aquellas
mañanas, cuando sacabas al jardín ese banco enano llamado “julián”, y la pava y
el mate, y el diario, y otra vez los anteojos, cuando te instalabas en el
pasto, descalzo, solo, y yo te imitaba con un banco más chico y un silencio que
quería parecerse al tuyo. Recuerdo tu dedo señalando un benteveo, los primeros
brotes del plátano o un par de gatos en el techo haciendo el amor.
Después, en cuclillas, con
las manos metidas en la tierra plantábamos begonias y nomeolvides.
Tantas veces, sin aviso, me
agarrabas de la nuca y me llevabas de paseo caminando hasta el río, tu río, mi
río. Y después de mojarnos los pies, con los pantalones arremangados,
terminábamos en la barra de algún boliche con una coca y una ginebra, y un amigo
improvisado, porque amigos había en todas partes.
Recuerdo la magia que podías
poner en cualquier cosa y el poder que tenías para sostenerla o hacerla
desaparecer, porque con vos era así, porque sí, porque se te daba la gana, y no
siempre había una explicación.
Hubo un día, uno especial,
en que me llamaste desde tu sillón, desde tu escritorio; no me pediste los
cigarrillos ni un vaso de vino. Entonces entré tímida, miedosa; enlazaste mi
cintura con esas manazas tuyas –mi mentón apenas pasaba la altura de tu mesa -,
y me dijiste: María, te quiero leer algo. (Siempre leías; le leías a la vieja,
les leías a los amigos, pero no a mí.) Esto, dijiste después mirándome a los
ojos, lo escribí para vos. Y leíste un poema que hablaba de la vida, de la
muerte, de nosotros. Lloramos abrazados, más juntos que nunca, y aunque ni vos
ni yo lo sabíamos, ese día nos empezamos a despedir. Ese día crecí, tal vez
porque me dejaste entrar en ese pedazo de mundo tan tuyo, tal vez porque más
que entender tus palabras, de alguna manera, creo que te entendí a vos.”
Salú, viejo querido.
María Wernicke
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