Ser escritor, cambiar la realidad
Los escritores siempre intervienen, lo quieran o no, en la realidad. Así pensaba Abelardo Castillo, que hoy cumple 80 años.
Libro de arena quiere sumarse al festejo,
desde acá, con una nota que sólo puede hacer lo que corresponde: homenajearlo.
Y aplaudirlo una vez más.
Por Mario
Méndez
Hará unos ocho años, en una entrevista
que le hiciera Silvina Friera, para Página 12, a propósito del (en ese momento)
recién publicado Ser escritor,
exquisito libro de misceláneas, Abelardo Castillo respondía así a la pregunta
sobre qué significaba ser escritor en los sesenta y que significa ahora:
“El significado sigue siendo exactamente
el mismo. Un escritor es un hombre que da su testimonio personal, y lo sepa o
no siempre está de algún modo hablando críticamente de la realidad, en 1960 o
en 2007. Pero la idea que en general tenían los escritores de la literatura en
los años ’60 se ha modificado. Nosotros creíamos –aunque yo todavía tiendo a
creerlo– que la literatura servía realmente para algo, que podía cambiar la
realidad y que era una especie de instrumento de transformación o de arma de
combate. Por supuesto que era una idea pueril, pero de todas maneras permitía
escribir y te permitía sentir que lo que estabas haciendo era realmente lo que debías
hacer. Hoy no sé si los jóvenes escritores asumen la literatura de ese modo.
Entre los ’80 y los ’90, se instaló en el mundo entero un modo de asumir la
literatura que hizo que desapareciera el concepto de intelectual. Es como si
los jóvenes escritores sintieran –no todos, naturalmente– que un escritor sólo
tiene que escribir ficciones y no debe meterse en determinados terrenos como el
de la política. Y creo que básicamente están equivocados, porque ponerse por
encima de las contradicciones sociales es meramente una expresión de deseos”.
Abelardo Castillo ayudó, en sus talleres
literarios, a formar a muchos escritores. Algunos habrá que sí creen que
escribir puede servir para cambiar la realidad. Otros no. Para unos y otros, y
para los lectores que admiramos a Castillo, y nos hubiera gustado ser parte de
sus talleres, esta lección con que el maestro recuerda a su propio maestro.
Está en el capítulo “El escritor y sus talleres”, del libro Ser escritor. Castillo la tituló, con
gran ironía, “Por el sendero venía avanzando el viejecillo…” y es sencillamente
imperdible.
Puedo decir que asistí a un solo taller
literario en mi vida y que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía dieciséis
o diecisiete años, había escrito un cuento muy largo llamado “El último poeta”
y consideraba que era, naturalmente, extraordinario. Se lo fui a leer, una
tarde, a un viejo profesor sin cátedra que vivía en las barrancas de San Pedro,
un hombre muy extraño. Bosio Arnaes se llamaba. Leía una cantidad de idiomas.
Recuerdo que tenía un búho, papagayos, un enorme mapamundi en su mesa. Él mismo
se parecía a un búho, pájaro, dicho sea de paso, que fue el de la sabiduría
entre los griegos. La penúltima vez que lo vi el viejo estaba casi ciego, pero
se había puesto a aprender ruso para leer a Dostoievski en su idioma original.
Eso la penúltima vez. La última estaba leyendo a Dostoievski, en ruso, con una
lupa del tamaño de una ensaladera. Era un hombre misterioso y excepcional. En
San Pedro se decía que era el verdadero autor del libro sobre los isleros que
escribió Ernesto L. Castro y del que se hizo la famosa película. La novela
original era una novela vastísima de la que, se decía, Castro tomó el tema de
Los isleros. No importa si esto es cierto; era una de esas historias míticas
que ruedan y crecen en los pueblos.
De modo que fui a la casa de
la barranca y comencé a leer mi cuento, que empezaba exactamente con estas
palabras: Por el sendero venía avanzando el viejecillo... Y ahí terminó todo.
Bosio Arnaes me interrumpió y me preguntó: ¿Por qué “sendero” y no “camino”?,
¿por qué “avanzando” y no “caminando”?, en el caso de que dejáramos la palabra
sendero, ¿por qué “el” viejecillo y no “un” viejecillo?, ya que aún no
conocíamos al personaje; ¿por qué “viejecillo” y no “viejecito”, “viejito”,
“anciano” o simplemente “viejo”? Y sobre todo: ¿por qué no había escrito
sencillamente que el viejecillo venía avanzando por el sendero, que es el orden
lógico de la frase? Yo tenía diecisiete años, una altanería acorde con mi edad
y ni la más mínima respuesta para ninguna de esas preguntas. Lo único que atiné
a decir, fue: “Bueno, señor, porque ése es mi estilo”. Bosio Arnaes, mirándome
como un lechuzón, me respondió:
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