Noticias del imperio
Las ficciones que hablan de la
lectura y la escritura plantean situaciones de reflexión obligada, ponen en foco
ambas tareas, organizan nuestra representación del mundo, y conforman una riqueza
que excede en mucho toda riqueza material. Libro de arena publica
un fragmento de Noticias del Imperio,
de Fernando del Paso
“Yo soy un hombre de letras, señores, y
por lo tanto casi pacífico. Y digo casi pacífico porque tengo en mi haber un
muerto. De pesarme en la conciencia no me pesa, porque lo maté en la guerra.
Pero que su muerte la pagué, ya lo creo, y la pagué con creces., la pagué con
las mismas letras de las que les hablo, que al mismo tiempo son más de las que
ustedes creen y muy pocas.-O mejor dicho, eran,
porque por un lado tenía yo más de tres mil letras diferentes, y por el otro
solo veintiocho pero todas se desacompletaron cuando ocurrió el sucedido. Yo
las llevaba en un cofre que a su vez llevaba en una mula con la que recorrí el
territorio de Sonora a Yucatán y de Yucatán a Sonora. Yo nunca me he encargado
de transportar de un lugar a otro un mensaje escondido en un trozo de cecina, y
mucho menos un mensaje metido en el casquillo de una bala, a su vez metido
donde ustedes podrán deducir por suposición. Pero yo escribí muchos de esos
mensajes con mi propio puño y letra. Yo nunca he pronunciado un discurso o una
filípica, ni firmado un edicto o un decreto: pero los he escrito. Para eso me
pinto solo, o me pinto y me escribo, las dos cosas, porque mi amor a las letras
me ha llevado también a hacer letreros de todos los tamaños y colores. Los
primeros libros que leí en mi vida y que todavía sigo leyendo fueron “El Quijote” y “Las Mil y Una Noches”. Pero desde antes que yo aprendiera a leer,
cuando apenas tenía seis años de edad, mi padre que trabajaba en una imprenta.
Sacó de su ropero un estuche que tenía un alfabeto de plata refulgente, y con
unas pinzas cogió letra por letra y las colocó sobre la mesa, de la A a la
Zeta. Mi padre, que nunca bebía sino en las grandes ocasiones, se sirvió una
copa de bacanora refino y me dijo que él, lo que se llama pobre de pauperidad
nunca había sido – y me recordó que teníamos dos vacas, tres puercos y diez
gallinas- no podía dejarme mucho si de casas o tierras aledañas estábamos
hablando, pero que me iba a dejar el patrimonio más rico del mundo, que eran
esas letras que valían no tanto porque eran de plata –y de la mejor que daban
las minas de las montañas de Arizona- sino, como dijo mi padre, por su valor
intrínseco. Con esas veintiocho letras se fundan y se destruyen imperios y
famas, me dijo, con ellas se escriben cartas de amor perfumadas con pachulí, y
se redactan, con sangre ajena, condenas de muerte. Con ellas yo no sé si Homero
escribió “La Odisea”, y Esopo sus “Fábulas”, porque los dos eran ciegos, pero
alguien, de todos modos, las escribió. Con estas letras e hacen los periódicos
y las leyes, con ellas se hicieron nuestra Revolución Francesa y nuestra Constitución
y con ellas yo, tu padre, Hyppolyte du Pasquier de Dommartin, uno de los
primeros cacos franceses de los tantos que, por Sonora y por su plata, le
vendieron el alma al diablo. Con las letras se da vida a las causas y a los
hombres, con ellas se les da muerte. Con ellas, acomodándolas unas veces en una
forma y otras veces en otra, en grupos de dos, de cinco o de veinte y luego
poniéndolas en hilera, tú podrás ayudar, hijo, a escribir la Historia de
nuestra Patria., así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien
o para mal, para tu honor y tu vergüenza. Mi padre me dio entonces las primeras
nueve letras del alfabeto y me dijo: para ganarte las otras tendrás primero que
aprender que la letra con sangre entra. Y así fue como se me cayó mi primer
diente lácteo, dicho sea de leche y lo puse bajo la almohada, al día siguiente
no me encontré allí una moneda sino una I de plata. Cuando se me cayó el
segundo me encontré la Jota, y así sucesiva y posteriormente hasta que sin
quererlo me tragué el último diente y como resultado tuve que buscar la Zeta no
debajo de la almohada sino junto unos
magueyes y, como dijo mi padre, en la hez y la haz de la tierra. Mi padre, que
Dios lo tenga en su Santa Gloria, feneció hace mucho tiempo: yo mismo le
escribí un epitafio insigne que lo labraron según mis instrucciones con letras
góticas en una lápida de mármol serpentino. Pero el viejo alcanzó a vivir lo
suficiente como para enseñarme a leer y escribir y fomentarme el inmarcesible
amor a las letras, al grado que él mismo, con sus propias manos paró las
tipografías de mis primeros panegíricos sobre la Patria y mis diatribas contra
el yankee William Walker y el francés
Raousset Boulbon –porque de mi padre heredé también la inquina nacional contra
los filibusteros- y los imprimió y los dos los repartimos en el mercado de la
ciudad que era Guaymas, porque ya para entonces nos habíamos ido a vivir a las
orillas del Mar Pacífico, en la bahía más hermosa del mundo:” (…) “Lo primero
que fui fue ser poeta y componerle líricas y églogas a los bosques de Guerrero,
a las serranías de Durango y a las selvas de Quintana Roo. En la capital
aprendí a ser lo que llaman evangelista, que son los que se colocan en los
portales de las plazas con sus escritorios azules para escribir las cartas de
los que no saben escribir. Y allí, de las diez de la mañana a las ocho de la
noche escribí miles de cartas de declaraciones de amor, de rencor y de
despecho, cartas de desahucio y de pésame, cartas a licenciados y senadores, a
curas de parroquia y presidentes municipales. Y me fue muy bien, no solo porque
yo me las sé ingeniar sino porque me padre, además de amor a las letras y del
alfabeto de plata, me heredó una lista
de esas fórmulas de cortesía y civilidad como Muy Señores y Estimados Míos o Su
Seguro y Más que Atento Servidor, y una lista más con una retahíla de palabras
poéticas que les sugería yo a los novios y a los amantes y a los hijos pródigos
para que sus pretendidas, sus esposas o sus señoras madres se enteraran de lo
gélido que estaba su corazón o de lo nubífero que al parecer se estaba poniendo
el tiempo. Eso sin hablar del rosicler de los crepúsculos, que costaba varios
reales más. Después de ser poeta y cuando leí en la “Revista Científica”, las
entregas de “El Fistol del Diablo” de Don Manuel Payno, lo que más quise en el
mundo fue hacer una novela, y ahí traigo una en el cofre donde cargo mis
tipografías, mis pinceles y mis letreros impresos, pero yo creo que va a quedar
a medias per Sécula Seculórum porque a cada rato me dejan de gustar unas cosas
que ya escribí, y me empiezan a gustar otras que no sé cuándo escribiré…”
Fragmento de:
Noticias del Imperio
Fernando del
Paso
Emece, Barcelona, 1987
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