Decepción en Tiffany
No todas las traducciones son entre
lenguas, también hay traducciones entre expresiones artísticas, entre distintos
soportes. Toda traducción implica una traición al “original”, en donde algo se
gana y algo se pierde. Libro
de arena propone un recorrido por los
textos literarios que conectan con otras zonas de la cultura, como en este caso
el cine, en la búsqueda de lecturas y relaciones que amplían las miradas.
Por Lucio Martins*
Los
motivos por los cuales Desayuno en
Tiffany es un éxito son los mismos que hacen de su versión cinematográfica
un fracaso. Por qué es tan imperativo que el arte se parezca a la vida es lo
que nos lleva a preguntarnos el final del film.
Anticipado
como pocos a una época en que sobrevendría el aluvión de la imagen, Truman
Capote logró retratar, con Holly Golightly, un estilo de conducta, una forma
del ser femenino, y una forma de construcción de la subjetividad que quizá
hemos logrado percibir mucho más tarde. Con mucha menos astucia, y gracias a la
sobreabundancia de imágenes que la cultura unas cuantas décadas más tarde nos
facilitaría hoy sabemos que vivimos en un mundo atravesado por el reino de la
apariencia. En Desayuno en Tiffany se
trata más que de la banalidad o de la frivolidad, de otro exceso. El exceso de una vida representada en el
reflejo superficial, falsamente prístino, profundamente falso, del mundo percibido
a través de una vidriera.
Una de
las cosas que más llama la atención cuando uno ve el film (Blake Edwards, 1961) que está basado en la
novela, es la fidelidad de los parlamentos de los personajes con respecto al
texto original. En ese sentido podría decirse que la adaptación es tan
extremadamente fiel al texto que más que adaptarlo lo repite uno a uno en los
diálogos de los personajes a los que les sigue textualmente el paso. Esto hace
que el guión, a los ojos del espectador que ha leído primero a Capote encuentre
cierto eco de reiteración indebida, de una repetición, que, a no ser por la
buena caracterización lograda por los actores que dan vida al relato fílmico y
de la buena ambientación y clima de época, bien podría, en otro caso, haber
hecho que se fuera por la borda la empresa completa. Sin embargo, a la luz de
esa misma mirada, es otro el detalle que evidencia la desavenencia entre la
traducción a soporte cinematográfico y el texto original.
Por supuesto,
sí es verdad que hay una selección de los nudos argumentativos principales. No
todos los detalles que con tanta delicadeza introduce a través de sus largas
reflexiones el narrador, Fred, como ella lo renombra, escritor alter ego de
Capote en la ficción, tienen siquiera oportunidad de aparecer en la pantalla
gigante. No menos cierto es el hecho de que muchas secuencias narrativas
aparecen bien interpretadas a través de imágenes que logran condensar,
metaforizar lo que el texto se propone que sepamos acerca de la mísera,
despiadadamente solitaria y triste vida de la vacía Holly, otrora Lulamae. Justamente,
la cercanía entre ambos materiales es tal que, cuando en el final de la
película se trastoca el argumento para darle un cierre feliz, la sensación de
desazón ante la solución de la historia que arranca al personaje de su cruel
destino, del sórdido final que todo su perfil construido hacía prever, aparece
como un efecto exasperante, de una artificiosidad difícil de aceptar. El final
fácil, que restituye todo a su debido orden es incongruente con la línea de la
historia. No se conviene siquiera con la
caracterización sostenida en la frialdad y superficialidad desprovistas del
sentido de los lazos profundos que hacen posible una vida de compromiso consigo
mismo y con el otro. Holly está sola para siempre, como la joya que se exhibe,
en un mundo del que no puede volver para entrar en comunión con otros. Tan
superficial es ella, lo sabemos ante todo por sus señas exteriores, que hasta
su identidad ha trocado. Holly es una joya preciosa y radiante, un objeto de
arte, que ciertamente Audrey Hepburn carateriza muy bien en la pantalla. Aun si
obviáramos el dato de que la figura del narrador, testigo del derrotero de la
encantadora y liviana Holly, está por completo readaptada a la imagen de un sujeto
modelo de conducta masculina, el cierre nos decepciona. Sabemos que no es la
descripción de la obra, ni que su amor por ella sea más que un amor platónico, si
se quiere; o más bien, la expresión de
una fascinación por este ser oscuro y brillante a la vez, capaz de la mayor
desaprehensión, capaz de vivir una vida rodeada de objetos y seres sin otro
valor que su apariencia o intercambiabilidad. Es eso lo que le atrae de ella,
lo extremo y excepcional de su carácter. Por eso el toque aleccionador, del
giro final en la película, de quien puede cambiar todo menos esto, resulta inverosímil.
La
vocación por trasladar las categorías de la vida, o de lo que esta se supone
que es, al arte convierte al arte en una mueca de arte. Ridículo tratar de
quitarle la máscara a Holly para encontrar su verdadero rostro. Tras su máscara
no hay algo así como su desnudo, huesudo o corpóreo ser, sino otra impostura
similar a la anterior, tan auténtica como la anterior. El texto literario no se
propone desenmascararla, sino por el contrario señalar el estado regresivo de
su superficialidad, en esto consiste el relato. Lo anuncia de entrada O. J. Berman
en el diálogo que entabla con Fred en la fiesta en el departamento de Holly: “Pero
esa niña no sabe vivir, ni cuando tiene plata.- hablaba con sincopado ritmo
metálico, como un teletipo-. Bien –dijo-, ¿qué opina? ¿Lo es o no lo es? –¿Qué?
–Una farsante. –Yo diría que no. –Se equivoca. Lo es. Aunque, por otro lado,
tiene usted razón. No es una farsante porque es una farsante auténtica. Se cree
toda esa mierda en la que cree. No hay modo de convencerla de lo contrario.”
El
final del film que parece buscar confortarnos con un novela rosa, eliminando del cuadro lo único
real en el personaje, su eterna superficialidad, arruina la historia, la
convierte en un panfleto, en una propaganda barata y saca de un plumazo la
verdadera riqueza contenida en el texto. Imaginamos con él un continuo mutar a
otro estado de este ser que cambia de lugar y de compañía como una bailarina que va saltando de
casilla en casilla, o como una joya preciosa que se traslada de vidriera en
vidriera, la de Nueva York, Brasil o Buenos Aires. Como lo dice su tarjeta: “Holly
Golightly, viajera”.
Desayuno
en Tiffany
Truman Capote
Buenos Aires, Lumen, 2015
*Lucio Martins: es Licenciado en administración de empresas, ha realizado talleres de narrativa, y cursos sobre cine, guión y adaptación cinematográfica, que es su gran pasión fuera del trabajo.
Hola, les envié un correo electrónico hace un mes, más o menos, y nunca me lo respondieron. No sé si realmente lo recibieron o no. Era sobre una donación de libros. Gracias
ResponderBorrarHola, José. Te pido, por favor, que nos vuelvas a enviar el mail para poder ponernos en contacto. Nuestra dirección es bibliotecasparaarmar@gmail.com.
BorrarMuchas gracias.
Por favor, escriba a bibliotecasparaarmar@gmail.com
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