La libertad en cuestión
Cuestionar, nombrar,
renombrar, vivir, disfrutar de la libertad, es lo que la libertad pide para
existir, para persistir. Persiste en la acción que la defiende tanto como
insiste en la palabra que la nombra. Libro de arena no deja de pensar las maneras de ser libres.
Por Adriana Márquez*
¿Qué
es la libertad? ¿Es siempre huir de algo? ¿O ir hacia algo, hacia alguien tal
vez? ¿Desear estar en otro sitio? ¿Lejos de? ¿Cerca de? ¿O encontrar ese lugar, el indicado? ¿Salir de entre
murallas? ¿O intentar conocerlas? ¿Se reconoce en el cuerpo la libertad? ¿Y en
las palabras?
No
tengo respuesta a ninguna de esas preguntas pero creo que bien vale hacérselas
cada tanto. A mí me han surgido atropelladas, en distintos momentos, y vuelven
a aparecer. En este caso, la convocatoria a escribir sobre la libertad me llevó
a pensar en las mujeres. Quizás porque en marzo la mujer está en boca de tod@s:
mes que conmemora un hito funesto cuyas protagonistas, mujeres luchadoras, han
pasado a la historia en un forzado nacimiento de un “nuestro día”; en marzo otras,
también en continua lucha, se congregan como hace años con los pañuelos
blancos en sus cabezas.
Y
este escribir sobre la mujer me llevó también a hacerlo sobre mujeres que
escriben. Porque muchos son los casos en los que la escritura ha sido la
herramienta –buscada, pretendida, costosa, desesperada– de tantas mujeres para
darse a conocer al otro, al afuera, a sí mismas. Alto fue el “costo”, digamos,
de este ejercicio: mujeres que escribían en los huecos robados, inventados,
mendigados a una cotidianeidad de esposos, hijos, trabajo, hogar, estudios,
familia. Buscando una libertad que la sociedad o la historia personal (o ambas)
restringía. No fue evasión la escritura. Fue necesidad, se me hace. Aparecen
varios nombres pero sólo mencionaré las primeras que asoman en mi lista mental:
Virginia Woolf, Natalia Ginzburg, Graciela Cabal (especialmente su cuento “La
máquina de escribir”, del libro Las
cenizas de papá).
Dice
en “Mi oficio” Natalia Ginzburg:
“Y, luego, me
nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba
comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo
podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había
empezado a despreciar mi oficio. (…) Pero sentía una feroz nostalgia y algunas
veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba
que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que
esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que
tenía entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a
dominar. Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía.
Todavía preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en las
cosas que iba a escribir.”
También
pienso en Ana Frank, encerrada, escribiendo su diario en medio del silencio al
que estaba sometida: hablar era ser descubierta. Atrapada. Entonces, en la
redacción de sus días encontró su lengua, su decir, su decirse. Un acto de
libertad, tal vez el único posible allí.
En
otros casos no es la lengua propia sino las de otros las que intentan reconstruir
un sujeto: a Eva Mondino, la protagonista de La mujer en cuestión, novela de María Teresa Andruetto, la dicen,
la testimonian, la relatan, la escriben otros.
Falta su voz. Falta la primera persona: Eva no se dice, no se cuenta, no se
expide ni explica. No reclama. No le habla a nadie.
La
novela es un informe sobre Eva, sobreviviente del Campo de la Ribera, uno de
los principales centros clandestinos de detención que funcionó en Córdoba
durante la última dictadura cívico-militar. Pero termina siendo el informe
sobre un signo de interrogación: los fragmentos con los que se intenta “reconstruir”
discursivamente a Eva no alcanzan. No completan su figura. El informe se vuelve
patchwork desarmado: retazos, piezas sueltas que nunca encastran. Así, Eva se escapa
otra vez, las palabras no pueden asirla. Eva es doblemente libre: fuera del
cautiverio clandestino y también fuera de la red de palabras que tejen un
informe.
El
nombre (de nuevo: la palabra) no es aleatorio: Eva es una mujer y todas las mujeres. Me resuena el Ni una
menos...
Será
por todo esto que la libertad se me hace un asunto a repensar, un interrogante,
una serie de preguntas sin respuesta, un deseo que se aleja de las alas para
volar: yo quiero pies para andar, para pisar liviano o fuerte, para esquivar
baches, para caer en pozos. Pies para escalar y salir. Para caminar firme para
adelante. Pies descalzos que conecten con la Pachamama, que también es mujer:
tierra, madre, fertilidad. Por ese deseo de suelo me siento más libre en los
túneles que en los aviones, en las autopistas que en los mapas aéreos. Prefiero
ver las lucecitas que señalan la vuelta a tierra del avión antes que los
radares que vigilan el cielo.
Será
por todo esto que siento que la libertad en cuestión debe ser cuestionada a diario,
no sólo en marzo. Debe ser escrita por hombres y mujeres. Por niñ@s también.
Construida. Nombrada. Como una eterna Eva que, aún sin voz, sobrevive en las
voces de otros. Y finalmente, siempre, debe ser disfrutada.
*Adriana Marquez: es Licenciada en Letras, docente del Taller de lectura y escritura en la materia Semiología (CBC - UBA). Publicó el libro de relatos De paso (2013, Editorial Simurg). Dicta talleres literarios.
*Adriana Marquez:
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