Huésped ilustre
Escritores que leen a otros escritores, intepretan,
analizan y toman posición. Libro de arena publica un fragmento de Los capitanes de Conrad, de Ítalo
Calvino en el que la ficción es motor y excusa para la escritura.
Joseph Conrad murió hace treinta años, el
3 de agosto de 1924, en su casa de campo de Bishopsburne, cerca de Canterbury.
Tenía sesenta y seis años, veinte de los cuales los había pasado navegando y
treinta escribiendo. Ya en vida fue un escritor de éxito, pero su verdadera
fortuna en la crítica europea empezó después de su muerte: en diciembre del 24
salía un numero de la NouvelleRevueFrancaisededicado
enteramente a él, con colaboraciones de Gide y de Valéry: los restos mortales
del capitán de navegación de altura bajaban al mar con la guardia de honor de
la literatura más refinada e intelectual.
En estos pocos datos están ya implícitos
los rasgos de la figura de Conrad, la experiencia de una vida práctica y
ajetreada, la vena copiosa del novelista popular, la exquisitez formal del
discípulo de Flaubert y el parentesco con la dinastía decadentista de la
literatura mundial. Hoy que su fortuna parece haber echado raíces en Italia, a
juzgar al menos por el número de traducciones, podemos tratar de definir qué ha
significado y significa para nosotros este escritor.
Creo que hemos sido muchos los que nos
hemos acercado a Conrad impulsados por un reincidente amor a los escritores de
aventuras, pero no solo de aventuras: a aquellos a quienes la aventura les
sirve para decir cosas nuevas de los hombres, y a quienes las vicisitudes y los
países extraordinarios les sirven para dar más evidencia a su relación con el
mundo. En mi biblioteca ideal, Conrad tiene su lugar junto al aéreo Stevenson,
que sin embargo es casi su opuesto, como vida y como estilo. Y sin embargo, más
de una vez he estado tentado de desplazarlo a otro anaquel – menos al alcance
de mi mano – el de los novelistas analíticos, psicológicos, de los James, los
Proust, de los recuperadores infatigables de cualquier migaja de sensación
olvidada; o también al de los estetas más o menos malditos, a la manera de Poe,
grávidos de amores traspuestos, si es que sus oscuras inquietudes ante un
universo absurdo no lo destinan al anaquel – todavía sin ordenar y sin
seleccionar bien –de los “escritores de la crisis”.
En cambio yo siempre lo he tenido ahí, al
alcance de la mano, son Stendhal, que se le parece tan poco, con Nievo, que no
tiene nada que ver con él. Porque si nunca he creído en muchas cosas suyas,
siempre he creído que era un buen capitán y que ponía en sus relatos eso que es
tan difícil de escribir: el sentido de una integración en el mundo conquistada
en la vida práctica, el sentido del hombre que se realiza en lo que hace, en la
moral implícita en su trabajo, el ideal de saber estar a la altura de la
situación, tanto en la cubierta de los veleros como en la página.
Este es el meollo de la narrativa
conradiana, y me gusta encontrarlo, sin escorias, en una obra no narrativa, El espejo del mar, volumen de prosas
sobre temas marineros: la técnica de las entradas a puerto y de las salidas,
las anclas, el velamen, el peso de la carga, etcétera.
¿Quién como Conrad en esas prosas ha
sabido jamás escribir sobre los instrumentos de su trabajo con tanta exactitud
técnica, con un amor tan apasionado y con tal ausencia de retórica y de
estetismo? La retórica solo apunta al final en la exaltación de la supremacía
naval inglesa, en la evocación de Neslson en Trafalgar, pero sirve para
subrayar en estos escritos un fondo práctico y polémico que está siempre
presente cuando Conrad habla del mar y de naves y se lo cree absorto en la
contemplación de abismos metafísicos: él ponía siempre el acento en la
nostalgia de las costumbre navales de los tiempos de la navegación a vela,
siempre exaltaba su mito de una marinería británica en el ocaso.
Una polémica típicamente inglesa, porque
Conrad fue inglés, eligió serlo y lo consiguió, y si su figura no se sitúa en
el marco social inglés, si se lo considera solo como un “huésped ilustre” de
esa literatura, como lo definió Virginia Woolf, no se puede dar de él una
exacta definición histórica. Que fuera polaco de nacimiento y se llamara Teodor
Konrad Nalecz Korzieniowski, y tuviera el “alma eslava” y el complejo de la
patria abandonada y se pareciera a Dostoyevski al tiempo que lo odiaba por
motivos nacionales, son cosas sobre las cuales se ha escrito mucho y que en el
fondo poco nos interesan. “
Por qué leer los clásicos
Ítalo Calvino
Madrid, Tusquets,
2009
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