La lengua de las mariposas
En la semana en la que se cumplen ochenta años de la Guerra Civil
Española Libro de arena comparte una reseña acerca del cuento "La lengua de las mariposas" de Manuel Rivas, como cierre de la serie de publicaciones referidas a su aniversario.
Por María Pía Chiesino
Desde muy chica escuché hablar en mi
familia de la Guerra Civil Española. Hablaba mi abuela paterna, lamentando lo
que llamaba “guerra entre hermanos”. Hablaba mi abuela materna, recordando a
unas primas de mi abuelo que habían venido de Galicia espantadas por la sangre
y por el hambre. Hablaba mi abuelo paterno, que en su imprenta recibía de
visita a don Gonzalo Losada, quien a su vez editaba todo el exilio posible.
La Guerra Civil Española siempre me
conmovió. Y desde muy chica leí y amé, además, a los poetas que la habían
padecido: a Miguel Hernández, que murió en las cárceles de Franco; a Antonio
Machado, que murió en Francia, en el exilio; a García Lorca, que fue secuestrado,
fusilado y desaparecido a días de comenzar la guerra.
Cuando el año pasado advertí que se
acercaba este aniversario, me pasó algo particular. Y fue que en lugar de
volver una vez más a los poetas de toda mi vida, me puse a releer a Manuel
Rivas. Había leído hace años El lápiz del
carpintero, y leí por primera vez, su bello cuento, “La lengua de las mariposas”.
En una entrevista que hace años le
realizara Armando Tejera, Rivas se refiere a este hecho puntual de que la
Guerra Civil siga teniendo tanta presencia en la literatura española. Que las nuevas generaciones sigan necesitando
escribir sobre ella. Puntualiza además acerca de los “…mecanismos de producción
de odio, de suspensión de las conciencias…” que se instituyeron desde el poder.
Y agrega que el de la guerra es “…un escenario que también es un espacio
mítico, es de esos momentos en que es como si quedara todo suspendido…”
Eso y no otra cosa es lo que sucede en “La lengua de las mariposas”, con Pardal,
el pequeño narrador protagonista que ha pasado del terror al amor por su
maestro, con quien sale de paseo y conoce la existencia de pequeños seres del
monte Sinaí: mantis, caballitos del diablo, miles de mariposas distintas…
La inocencia de Pardal, termina ni bien
comienza la guerra. Ya no habrá espacio para esas pequeñas discusiones
domésticas entre un padre republicano y anticlerical y una madre de misa
diaria.
Hay que sobrevivir a la cacería, y para
eso el mundo adulto no vacila en sacar a relucir sus pequeñas y grandes
miserias.
Esa es la ley que impone la madre, frente
a las “cosas terribles” de las que se entera, acaso por el cura.
La misma persona que le preparaba comida
especial, segura de que el maestro “pasa necesidades”, va a ser quien ordene negar la familiaridad
que había con él. Que se mienta, que se oculte que su esposo sastre le ha
regalado un traje, agradecido por las enseñanzas dedicadas al niño.
Se impone la construcción de una mentira.
Se impone acusar de “rojos” a los
primeros presos, entre quienes va el maestro.
El propio padre de Pardal se suma al coro,
y lo insulta, primero con “un hilo de
voz”, pero grita “cada vez más fuerte”, y lo acusa directamente de “asesino” y de
“comeniños”. Incluso le pide a Pardal que se sume a la gritería.
Y el chico lo intenta, pero no puede.
Solo murmura algunas palabras, los nombres de los bichos y de las mariposas que ha conocido gracias a ese
hombre. Y los dice en voz baja y apretando los puños.
Pardal va a comenzar a vivir los peores
años que se vivieron en España, pero no lo sabe, porque es un niño. Y no tiene
cosas que esconder ni mentiras que inventar. Lo que tiene incorporado
profundamente es lo que aprendió.
Puede obedecer a su madre, y no mencionar
algunas cosas, pero no puede gritarle ni insultar como si fuera un criminal, a
un hombre que estaba enseñándole a conocer la vida. No sabe que en los años que
vienen reinará la muerte. No sabe aún que conocerá otros aspectos más negros y
miserables de la existencia.
Y en ese momento en el que se llevan
preso a su maestro, Pardal menciona las cosas que aprendió con él. No puede
sumarse al coro infame del que participan sus padres y sus vecinos. En ese
momento, lo salvan dos cosas: el amor, y la infancia, esa otra patria, quizá la
única a la que le sea necesario regresar para vivir, durante los años de plomo
del franquismo.
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