A los 88 años murió Toni Morrison
Ayer, en Nueva York, murió Toni Morrison, la gran escritora estadounidense que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1993. Había nacido en Ohio, el 18 de febrero de 1931, como Chloe Ardelia Wofford. Desarrolló una intensa actividad académica y literaria a lo largo de toda su vida. En sus novelas expuso y condenó la discriminación racial que padecían los afrodescendientes en los Estados Unidos.
Antes del Nobel, había ganado el Premio Pulitzer en 1988, por su extraordinaria y terrible novela Beloved. En su homenaje, compartimos el fragmento inicial de Paraíso, otra de sus grandes novelas.
“Disparan primero contra la chica blanca. Con las demás, pueden tomarse el tiempo que quieran. En el lugar donde están, no hace falta que se den prisa. Se encuentran a veintisiete kilómetros de una población que, a su vez, está a ciento cuarenta y cinco kilómetros de la más cercana. En el convento seguramente habrá muchos escondrijos, pero hay tiempo y el día acaba de empezar.
Ellos son nueve, casi el doble del número de mujeres que tienen que poner en fuga o matar, y cuentan con los elementos necesarios para ambos fines: cuerda, una cruz de hojas de palma, esposas, gas lacrimógeno Maze y gafas de sol, además de unas armas limpias y hermosas.
Nunca han entrado tanto en el convento. Alguna vez, alguno de ellos ha aparcado el Chevrolet cerca del porche para recoger una ristra de pimientos, o ha entrado en la cocina para comprar una botella de salsa para barbacoa; pero sólo unos pocos han visto los pasillos, la capilla, el aula, los dormitorios. Ahora, todos los verán. Y por fin verán el sótano y expondrán su inmundicia a la luz que pronto barrerá el cielo de Oklahoma. Mientras tanto, se sobresaltan por la ropa que llevan y caen súbitamente en la cuenta de que no van vestidos de la manera adecuada. ¿Quién iba a decir que haría tanto frío en ese lugar en un amanecer de julio? Las camisetas, camisas de trabajo o camisas de estilo africano absorben el frío como si fuera fiebre. Los que se han puesto zapatos de trabajo se sienten incómodos por el estruendo de sus pasos sobre los suelos de mármol; los que llevan zapatillas de deporte Pro–Keds, por el silencio. Y, además, el lugar es grandioso. Sólo los dos que llevan corbata parecen encajar con él, y uno por uno, todos recuerdan que, antes de convertirse en convento, esa casa fue el capricho de un estafador. Una mansión donde se suceden sin interrupción los suelos de mármol en tonos ocres y rosados y los de madera de teca. La mica conserva la luz de otros tiempos y forma dibujos en las paredes, a las que hace cincuenta años se les quitó el papel para blanquearlas. La vistosa grifería del cuarto de baño, que asqueaba a las monjas, fue sustituida por unos grifos buenos y sencillos, pero los lavabos y bañeras costosas, que no podían cambiarse sin un gran gasto, permanecieron en su lugar con corrupto descaro. Las locuras del estafador que pudieron demolerse fueron demolidas, especialmente en el comedor, que las monjas convirtieron en aula y donde hacían sentar y callar a las chicas arapajo para que aprendieran a olvidar.
Ahora, unos hombres armados registran unas habitaciones donde flotan cestos de macramé junto a candelabros flamencos, ahí donde Cristo y Su madre resplandecen en hornacinas adornadas con parras. Las Hermanas de la Santa Cruz arrancaron todas las ninfas, pero las curvas de su cabello de mármol todavía estrangulan las hojas de parra y juguetean con su fruto. El frío se hace más intenso a medida que los hombres avanzan por las profundidades de la mansión mientras se entretienen, miran, escuchan, atentos a la maldad femenina que se esconde allí y al olor a levadura y mantequilla de la masa cuando fermenta.
Uno de ellos, el más joven, mira hacia atrás, esforzándose en ver cómo transcurre el sueño en que se encuentra. La mujer que ha recibido el disparo, tendida incómodamente sobre el mármol, le hace un gesto con los dedos, o eso parece. Así pues, su sueño va bien, excepto en lo que respecta al color. Nunca ha soñado en unos colores como éstos: el negro imperial luce un remolino rojo y un amarillo denso, febril. Como las ropas de una mujer fácil. El cabecilla del grupo hace una pausa, levanta la mano izquierda para detener las siluetas que van detrás de él. Se paran, conteniendo el aliento, y aprovechan para coger mejor los rifles y pistolas. El cabecilla se vuelve e indica con gestos que se separen: vosotros dos, por ahí, a la cocina; dos más, al piso de arriba; otros dos, a la capilla. Para ir al sótano sólo quedan él, su hermano y el que cree estar soñando.
Se separan con agilidad, sin palabras ni apresuramiento. Antes, cuando han abierto de un disparo la puerta del convento, la naturaleza de su misión ha hecho que se sintieran aturdidos; pero, después de todo, su objetivo es la basura: un desecho humano que a veces, después de barrerlo hacia fuera, vuelve a entrar. De manera que ahora pueden hacer frente al veneno. Tras disparar contra la primera mujer (la blanca), todo se ha aclarado como si fuera mantequilla: el aceite del odio queda arriba; la parte dura, abajo.}
Fuera, la niebla llega a la altura de la cintura. Pronto se volverá de color de plata y formará arcos iris en la hierba, lo bastante bajos como para que jueguen los niños, antes de que el sol la haga desaparecer y deje a la vista hectáreas de sorgo y, quizás, huellas de brujas.”
Paraíso
Toni Morrison
Debolsillo, 1997.
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