Robinson Crusoe, de Daniel Defoe

Hay libros que en la infancia nos hacen crecer como lectores. Eso significó la versión de Robinson Crusoe, de la Colección Robin Hood para María Pía Chiesino, cuyo descubrimiento un verano a principio de los '70, le permitió dar el salto hacia lecturas más adultas.

Por María Pía Chiesino

Tuve la enorme suerte de que en la casa en la que nací, hubiera una buena biblioteca, y recursos económicos para comprarme libros desde muy chica. Cuando aprendí a leer en primer grado, me equivocaba por lo rápido que leía. Y desde que me metí en el mundo de la lectura, no salí más. Demandé, pedí libros cada vez que se venía una fecha de esas en las que se reciben regalos: cumpleaños, fiestas de fin de año, Reyes.
Ya hacía mucho que no creía en los Reyes Magos cuando escribí en la carta de rigor que quería diez libros. Diez.
Como mi abuelo y mi viejo tenían una imprenta, y amigos en el mundo editorial, cuando me desperté ese seis de enero, ahí estaban los diez libros, acompañados de una muñeca, a la que le di la importancia imprescindible. Siempre menor que a las maravillas que me prometía esa torre maravillosa, a los pies de la cama.
En esos años (fines de la década del ’60, comienzos de la del ’70), la colección Robin Hood ya estaba editada hacía tiempo en la Argentina. Y una gran cantidad de títulos estaban en una casa que mis abuelos paternos tenían en la costa. Los había leído un primo que tiene unos años más que yo, y que por esos años ya no les prestaba la menor atención.
Ahí estaban unos cuantos títulos de la serie de Bomba, un adolescente que vivía en la selva. Estaba Salgari, claro. Sandokan, sí, pero sobre todo El corsario negro y La hija del corsario negro. Estaban todos los tomos de la historia de las hermanas March, de Louise May Alcott: Mujercitas, Las mujercitas de casan, Hombrecitos, y Los muchachos de Jo
Las novelas de Alcott me acompañaron como a la mayoría de las niñas lectoras de mi generación. Yo ya las conocía. Las había leído en otras ediciones, ilustradas, y en versiones más breves que las de la colección Robin Hood.
Releer esas historias en la colección de las tapas amarillas me contaba nuevas cosas de la vida de las March. Sobre todo de Josephine, esa lectora voraz, que, desde luego, era la que mejor me caía de las cuatro hermanas.
Todas esas lecturas las hice a partir de los diez años. Es cierto que la colección Robin Hood estaba pensada para jóvenes, pero yo era una lectora precoz, no me asustaba que un libro fuera más gordo que otro, que tuviera un papel de menor calidad, menos dibujos. A mí me interesaba la historia, y la historia me la contaban las palabras. El dibujo podía acompañar y muy bien, pero si no estaba, no me importaba en lo más mínimo. 
Hubo un momento de todas formas, que fue una bisagra. Porque las novelas de Alcott, Heidi, o Salgari, eran desde siempre literatura juvenil. 
La bisagra fue la lectura de la adaptación de la primera novela que venía del “catálogo adulto”: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
La ilustración de la tapa nos mostraba a un personaje vestido con pieles, acompañado por un perro, en una playa. 
Yo estaba de vacaciones en Villa Gesell. La casa de mis abuelos en Mar del Plata se había vendido, y todos los libros de la colección Robin Hood estaban ahora en mi biblioteca. Había terminado el primer año de la secundaria, me había llevado el manual de Alcántara para estudiar ese martirio que eran las Matemáticas, y que tenía que rendir en el mes de marzo. Y me había llevado libros, claro. Varios. Nunca leía un solo libro en las vacaciones. 
Pero la lectura de la historia de Robinson fue tan potente para mí, que no me acuerdo qué otra cosa leí ese verano. 
Cada capítulo estaba encabezado por una serie de oraciones que avisaban con qué iban a encontrarse los lectores. Naufragio, hallazgo de la cueva para vivir, comida, agua dulce. 
NO me acuerdo de la narración del momento del naufragio. Lo que me fascinaba era cómo el protagonista, una vez que veía que era imposible saber cómo y cuándo iba a resolverse su situación, empezaba a construirse un hábitat lo más amable posible, para pasar, acaso, el resto de su vida. 
Los sucesivos viajes al barco para buscar los restos del naufragio que le fueran útiles, la búsqueda del agua dulce y los frutos que le permitieran sobrevivir en esa isla imposible, fueron secuencias que leí sin parar, a la noche, o a la tarde, a veces, sin pisar la playa. 
Mi vida no tenía el menor punto de contacto con la de Robinson Crusoe. No era un lector, como Jo March (aunque tenía un ejemplar de la Biblia, para despuntar el vicio), no era una nena huérfana que se criaba con su abuelo en una cabaña en los Alpes, como Heidi (yo no era huérfana, pero sabía lo que era la relación con un abuelo). 
Estaba leyendo la historia de un hombre adulto, un inglés, que intentaba sobrevivir en una isla desierta. Que se exponía a comer frutos que, en el mejor de los casos, fueran ácidos. Que no sabía si en esa isla vivía otra gente, hasta que aparece la amenaza de los caníbales y el rescate de Viernes.
Tengo el recuerdo clarísimo de lo que sentía mientras iba pasando las páginas de Robinson Crusoe. Sentía que estaba leyendo una novela “para grandes”. Sentía que después de eso, a algunas lecturas ya no iba a regresar. Sentía que tenía catorce años y que estaba subiendo un escalón en mi vida lectora, del que no iba a bajarme más.
Fue así, de alguna manera. Poco tiempo después, y de la mano del rock, iban a llegar los poetas malditos, los beatniks estadounidenses, los grandes poeta españoles de la época de la guerra civil. Hubo lecturas a las que no regresé, o cuando lo hice, ya era adulta. La edición reciente de Mujercitas, completa, es un ejemplo. 
Pero ese verano en la playa, y con un libro de la colección Robin Hood en la mano, supe que Robinson tenía su isla y yo tenía la mía, en la literatura.
Años después, cuando cursé Literatura Inglesa en la facultad, leí la novela de Defoe. Obviamente, no se trataba de una adaptación. Me gustó, claro. La estudié, y desde luego, entendí todo el asunto del “homo economicus”, o las reflexiones sobre el colonialismo cultural que se hacían respecto de la relación con Viernes.
Pero ya tenía más de veinte años y mucha lectura encima. 
El Robinson con el que sin ninguna duda, crecí como lectora, fue el de la colección Robin Hood, la de los inolvidables lomos amarillos, el verano del año ’75, en una playa un poco menos agreste que la que a él le había tocado en suerte.



Robinson Crusoe
Daniel Defoe
Colección Robin Hood.

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