Doscientos años del nacimiento de Herman Melville


Hace hoy doscientos años, en Nueva York, nacía Herman Melville, autor de Bartleby, el escribiente, Benito Cereno, Typee, un edén caníbal, Billy Bud, y por supuesto, de la inmensa e inclasificable Moby Dick.
Melville, que era maestro rural, se embarcó en un carguero a Liverpool a los dieciocho años. Durante años alternó las estadías en tierra con los viajes marítimos, hasta que decidió publicar Typee, el primero de los libros en los que relataba esas experiencias. La novela lo hizo famoso y le permitó ganar dinero.
En 1949 se mudó a una granja en la que vivió dos años dedicado a la escritura de Moby Dick, que es, sin ninguna duda, su obra maestra, y que en su momento fue un fracaso comercial. Además de la figura casi mítica de la ballena blanca, la novela nos presenta a uno de los personajes más potentes de la literatura universal: el capitán Ahab, que utiliza el viaje del ballenero Pequod, para perseguir y matar a Moby Dick como venganza por la mutilación de una de sus piernas. Compartimos un fragmento del capítulo XXXVl, El alcázar; en el que Ahab comunica a sus marineros y tripulantes que el viaje que está comenzando, no tiene como objetivo central la caza comercial de ballenas. 
Como homenaje al bicentenario de Melville, y a la adaptación de la colección Robin Hood, que permitió a miles de lectores jóvenes conocer esa historia, nuestro tema del mes de agosto serán las adaptaciones de la famosa colección de los lomos amarillos.


“Pasado no mucho tiempo desde el asunto de la pipa, una mañana poco después del desayuno, Ahab, como de costumbre, subió a cubierta por el tambucho de la cabina. La mayor parte de los capitanes de marina suelen pasear por allí a esa hora, igual que los hidalgos rurales, después de desayunar, dan unas vueltas por el jardín.
Pronto se oyó su firme paso de marfil, yendo y viniendo en sus acostumbradas rondas, por tablas tan familiares para su pisada que estaban todas ellas marcadas, como piedras geológicas, por la señal peculiar de sus andares. Y también, si se miraba atentamente aquella surcada y marcada frente, se veían, igualmente huellas extrañas, las huellas de su único pensamiento, sin dormir y siempre caminando.
Pero en la ocasión de que hablamos, esas marcas parecían más profundas, del mismo modo que su nervioso paso dejaba aquella mañana una huella más profunda. Y tan lleno de su pensamiento estaba Ahab, que a cada monótona vuelta que daba, una vez en el palo mayor y otra vez en la bitácora, casi se podía ver aquel pensamiento dando la vuelta en él según andaba, y tan completamente poseyéndole, desde luego, que parecía todo él la forma interior de su movimiento externo.
_¿Te has fijado en él, Flask? —susurró Stubb—, el pollo que lleva dentro golpea el cascarón. Pronto va a salir.
Iban pasando las horas; Ahab se encerró entonces en la cabina, y pronto, volvió a pasear por la cubierta, con el mismo intenso fanatismo de designio en su aspecto.
Se acercaba el caer del día. De repente, él se detuvo junto a las amuradas, e insertando su pierna de hueso en el agujero taladrado allí, y agarrando con una mano un obenque, ordenó a Starbuck que mandase a todos a popa.
—¡Capitán! —dijo el oficial, asombrado ante una orden que a bordo de un barco se da muy raramente o nunca, salvo en algún caso de excepción.
—Manda a todos a popa —repitió Ahab—: ¡vigías, aquí, abajo!
Cuando estuvo reunida la entera tripulación del barco, mirándole con caras curiosas y no libres de temor, pues su aspecto recordaba el horizonte a barlovento cuando se forma una tempestad, Ahab, después de lanzar una rápida ojeada por las amuradas, y luego disparar los ojos entre la tripulación, arrancó de su punto de apoyo, y, como si no hubiera junto a él ni un alma, continuó sus pesadas vueltas por la cubierta. Con la cabeza inclinada y el sombrero medio gacho siguió caminando, sin tener en cuenta el susurro de asombro entre la gente, hasta que Stubb cuchicheó prudentemente a Flask que Ahab les debía haber llamado allí con el propósito de que presenciaran una hazaña pedestre. Pero eso no duró mucho. Deteniéndose con vehemencia, gritó:
—¿Qué hacéis cuando veis una ballena?
—¡Gritar señalándola! —fue la impulsiva respuesta de una veintena de voces juntas.
—¡Muy bien! —grito Ahab, con acento de salvaje aprobación, al observar a qué cordial animación les había lanzado magnéticamente su inesperada pregunta.
—¿Y qué hacéis luego, marineros?
—¡Arriar los botes, y perseguirla!
—¿Y qué cantáis para remar, marineros?
—¡Una ballena muerta, o un bote desfondado!
A cada grito, el rostro del viejo se ponía más extrañamente alegre y con feroz aprobación; mientras que los marineros empezaban a mirarse con curiosidad, como asombrados de que fueran ellos mismos quienes se excitaran tanto ante preguntas al parecer tan sin ocasión.
Pero volvieron a estar del todo atentos cuando Ahab, esta vez girando en su agujero de pivote, elevando una mano hasta alcanzar un obenque, y agarrándolo de modo apretado y casi convulsivo, les dirigió así la palabra:
—Todos los vigías me habéis oído ya dar órdenes sobre una ballena blanca. ¡Mirad! ¿veis esta onza de oro española? — elevando al sol una ancha y brillante moneda—, es una pieza de dieciséis dólares, hombres. ¿La veis? Señor Starbuck, alcánceme esa mandarria.
Mientras el oficial le daba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de la levita, como para aumentar su brillo, y, sin usar palabras, mientras tanto murmuraba por lo bajo para sí mismo, produciendo un sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado que parecía el zumbido mecánico de las ruedas de su vitalidad dentro de él.
Al recibir de Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con el martillo alzado en una mano, exhibiendo el oro en la otra, y exclamando con voz aguda:
—¡Quienquiera de vosotros que me señale una ballena de cabeza blanca de frente arrugada y mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me señale esa ballena de cabeza blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor; mirad, quienquiera de vosotros que me señale esa misma ballena blanca, obtendrá esta onza de oro, muchachos!
—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros, mientras, agitando los gorros encerados, saludaban el acto de clavar el oro al mástil.
—Es una ballena blanca, digo —continuó Ahab, dejando caer la mandarria—: una ballena blanca. Despellejaos los ojos buscándola, hombres; mirad bien si hay algo blanco en el agua, en cuanto veáis una burbuja, gritad.
Durante todo este tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg se habían quedado mirando con interés y sorpresa más atentos que los demás, y al oír mencionar la frente arrugada y la mandíbula torcida, se sobresaltaron como si cada uno de ellos, por separado, hubiera sido tocado por algún recuerdo concreto.
—Capitán Ahab —dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.
 —¿Moby Dick? —gritó Ahab—. Entonces, ¿conoces a la ballena blanca, Tash?
—¿Abanica con la cola de un modo curioso, capitán, antes de zambullirse, capitán? —dijo reflexivamente el indio GayHead.
—¿Y tiene también un curioso chorro —dijo Daggoo—, con mucha copa, hasta para un cachalote, y muy vivo, capitán Ahab?
—¿Y tiene uno, dos, tres..., ¡ah!, muchos hierros en la piel, capitán —gritó Queequeg, entrecortadamente—, todos retorcidos, como eso... —y vacilando en busca de una palabra, retorcía la mano dando vueltas como si descorchara una botella—, como eso...?
—¡Sacacorchos! —gritó Ahab—, sí, Queequeg, tiene encima los arpones torcidos y arrancados; sí, Daggoo, tiene un chorro muy grande, como toda una gavilla de trigo, y blanco como un montón de nuestra lana de Nantucket después del gran esquileo anual; sí, Tashtego, y abanica con la cola como un foque roto en una galerna.
—¡Demonios y muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick! —Capitán Ahab —dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea que de algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?
—¿Quién te lo ha dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo, ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres, juntaréis las manos en esto? Creo que parecéis valientes.
—¡Sí, sí! —gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!
—Dios os bendiga —pareció medio sollozar y medio gritar—, Dios os bendiga, marineros. ¡Mayordomo!, ve a sacar la medida grande de grog. Pero ¿a qué viene esa cara larga, Starbuck; no quieres perseguir a la ballena blanca; no tienes humor de cazar a Moby Dick?
—Tengo humor para su mandíbula torcida, y para las mandíbulas de la Muerte también, capitán Ahab, si viene por el camino del negocio que seguimos; pero he venido aquí a cazar ballenas, y no para la venganza de mi jefe. ¿Cuántos barriles le dará la venganza, aunque la consiga, capitán Ahab? No le producirá gran cosa en nuestro mercado de Nantucket.
—¡El mercado de Nantucket! ¡Bah! Pero ven más acá, Starbuck, necesitas una capa un poco más profunda. Aunque el dinero haya de ser la medida, hombre, y los contables hayan calculado el globo terráqueo como su gran oficina de contabilidad, rodeándolo de guineas, una por cada tercio de pulgada, entonces, ¡déjame decirte que mi venganza obtendrá un gran premio aquí!
—Se golpea el pecho —susurró Stubb—, ¿a qué viene eso? Me parece que suena como a muy grande, pero a hueco.
—¡Venganza contra un animal estúpido —gritó Starbuck—, que le golpeó simplemente por su instinto más ciego! ¡Locura! Irritarse contra una cosa estúpida, capitán Ahab, parece algo blasfemo.” (…)


Moby Dick
Herman Melville
Colección Robin Hood.




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