Tobermory, de Saki
En la historia de la literatura, los animales han
sido protagonistas de no pocas historias. Toman la palabra en las
fábulas de Esopo en Grecia, y en las de Samaniego en la España de fines
del siglo XVlll. Los acompañamos en relatos como "El patito
feo" de Andersen, y en novelas como Colmillo Blanco de
Jack London, Flush, de Virginia Woolf o Tombuctú, de
Paul Auster. Hoy, que se conmemora el Día Internacional del Gato, compartimos el
cuento "Tobermory", de Saki, que tiene como figura principal a este
"simpático" felino.
Los huéspedes de
lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que
esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la
monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en
la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la
pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de
todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor
Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había
llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era “inteligente”,
y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su
anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera
al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en
qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su
ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni
sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto
exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar
un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple
señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude
bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al
cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras
bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones
durante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio del milagro
más que al del descubrimiento científico.
-¿Y usted nos
pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un método
para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido
y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
-Es un problema
en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-,
pero solo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor
de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales, pero últimamente
solo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan
maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente
desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos
un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los seres humanos,
y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta inmediatamente de que
estaba ante un “supergato” de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy
lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como
ustedes lo llaman, he llegado a la meta.
El señor Appin
concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por eliminar una
inflexión de triunfo. Nadie dijo “ratas”1 aunque los labios de
Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos
roedores representantes del descrédito.
-¿Quiere decir
-preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado
a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?
-Mi querida
señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera gradual y
fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos atrasados;
cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia
altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos vacilantes.
Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta corrección.
Esta vez Clovis
dijo claramente “requeterratas”. Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente
escéptico.
-¿No sería mejor
traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.
Sir Wilfrid fue
en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida expectativa de asistir
a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.
Sir Wilfrid
volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por el
asombro.
-¡Caramba, es
verdad!
Su agitación era
inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de
renovado interés.
Dejándose caer en
un sillón, prosiguió con voz entrecortada:
-Lo encontré
dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té.
Parpadeó como suele hacer, y le dije: “Vamos, Toby; no nos hagas esperar”.
Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más espantosamente natural,
que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
Appin se había
dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir Wilfrid
lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de exclamaciones de
asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el científico permanecía
sentado y en silencio gozando del primer fruto de su estupendo descubrimiento.
En medio del
clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y estudiada
indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa del té.
Un silencio tenso
e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba incómodo
dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad
mental.
-¿Quieres tomar
leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.
-Me da lo mismo
-fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia. Un
estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley merece
ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien inestable.
-Me temo que
derramé bastante -dijo.
-Después de todo,
no es mía la alfombra -replicó Tobermory.
Otra vez el
silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores
modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil
aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó
serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban
excluidas de su sistema de vida.
-¿Qué opinas de
la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
-¿De la
inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.
-¡Oh, bueno!, de
la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
-Me pone usted en
una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por
cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, sir
Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que
había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles
mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era
precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no
conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo
automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman “la envidia de Sísifo”, porque si lo
empujan va cuesta arriba con suma facilidad.
Las protestas de
lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana no hubiera
sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella necesitaba para
su casa de Devonshire.
El mayor Barfield
se precipitó a cambiar de tema.
-¿Y qué hay de
tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
No bien lo dijo,
todos advirtieron que la pregunta era una burrada.
-Por lo general
no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo
que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le
parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños
asuntos.
No solo al mayor
dominó el pánico que siguió a estas palabras.
-¿Quieres ir a
ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady
Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida
de Tobermory.
-Gracias -dijo
Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
-Los gatos tienen
siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.
-Posiblemente
-replicó Tobermory-, pero un solo hígado.
-¡Adelaida!
-exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de
nosotros con los sirvientes?
El pánico en
verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una balaustrada
ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de las torres,
y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas. Desde allí podía
vigilar a las palomas y… sabe Dios qué más. Si su intención era extenderse en
reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto sería más que
desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente a su mesa de
tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada aunque puntual,
se mostraba tan incómoda como el mayor.
La señorita
Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida
intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su vida
privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan
depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su
intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de
gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como
Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien
posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras
personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de
serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una
caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como
soborno.
Aun en una
situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a quedar
relegada por mucho tiempo.
-¿Por qué habré
venido aquí? -preguntó en un tono dramático.
Tobermory aceptó
inmediatamente la apertura.
-A juzgar por lo
que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida.
Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que conocía, pero
admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer
orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien quisiera volver por
segunda vez a su casa.
-¡Ni una palabra
de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó Agnes,
confusa.
-La señora
Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory-
y dijo: “Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha del
Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día”, y
Bertie van Tahn dijo…
En ese instante,
misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom,
el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de los arbustos en
dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana abierta.
Con la
desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró
envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos
ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía
impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su
peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era
posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los
establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus
enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.
-Siendo así -dijo
la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una mascota
adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él como la
gata de los establos deben desaparecer sin demora.
-No supondrá que
este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo amargamente lady Blemley-.
Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory… por lo menos, lo queríamos hasta que
le fueron impartidos esos horribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo
que hay que hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
-Podemos poner
estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir Wilfrid-,
y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder
a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy
contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.
-Pero, ¡mi gran
descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de
investigaciones y experimentos…
Un arcángel que
proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente
con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido,
no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se
dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión
pública, que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una
cuantiosa minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
Horarios
defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron
una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no
fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata
del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a
comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo
personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante
toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de
que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato
lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el
aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en
el comedor o en la cocina.
La sepulcral
comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón de fumar.
El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al malestar
general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a la
irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre
versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por
tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después
de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de
costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer
las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de
la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley
hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de
abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.
A las dos Clovis
quebró el silencio imperante.
-No aparecerá
esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la
primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se Llama. Será
el acontecimiento del día.
Habiendo
contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar.
Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron
su ejemplo.
Los sirvientes,
al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a
una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
El desayuno
resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero antes que
llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos, donde un
jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory. Por las
mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había quedado entre
las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con
el gato grande de la rectoría.
Hacia mediodía la
mayoría de los huéspedes había abandonado las torres, y después del almuerzo
lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una carta
sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada mascota.
Tobermory había
sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener
sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un
elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se
escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado
molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima
aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue
invariablemente Cornelius.
-Si le estaba
enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía
merecido.
Tobermory
Saki
Nórdica Libros, 2013.
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