Las palabras, de Jean Paul Sartre
Además
de sus novelas, sus obras de teatro y sus artículos periodísticos, Jean Paul
Sartre tiene libros de reflexión teórica y crítica sobre la Literatura,
como El idiota de la familia, ¿Qué es la literatura?, Saint
Genet, comediante y mártir, y Baudelaire. En esa línea, su libro Las
palabras es un texto autobiográfico, en el que cuenta cómo fue su relación
con la lectura y la escritura desde la infancia. Compartimos el comienzo de
"Escribir", la
segunda parte de la obra.
“Charles
Schweitzer nunca se había tomado por un escritor, pero la lengua francesa le
maravillaba aún, a sus setenta años, porque la había aprendido con dificultad y
no la poseía del todo; jugaba con ella, le gustaban las palabras, le gustaba
también pronunciarlas, y su implacable dicción no perdonaba ni una sílaba;
cuando tenía tiempo, su pluma las juntaba en ramilletes. Ilustraba de buena gana
los acontecimientos de nuestra familia y de la Universidad con obras de circunstancias:
felicitaciones de Año Nuevo, de cumpleaños, parabienes en las comidas de bodas,
discursos en verso el día de San Carlomagno, saInetes, charadas, versos de pie forzado,
trivialidades amables; en los congresos improvisaba cuartetas, en alemán y en
francés.
Al
principio del verano, antes de que mi abuelo hubiera terminado el curso, las
dos mujeres y yo nos íbamos a Arcachon. Nos escribía tres veces por semana: dos
páginas para Louise, un post-scriptum para Anne-Marie, y para mí una carta
entera en verso. Para que mi felicidad fuese mayor, mi madre estudió y me
enseñó las reglas de la prosodia. Alguien me sorprendió garabateando
una
respuesta en verso, me animaron para que terminara, me ayudaron. Cuando las dos
mujeres echaron la carta, se reían a más no poder, pensando en el estupor de mi
abuelo. Recibí a vuelta de correo un poema a mi gloria; contesté con otro
poema. Al convertirse en costumbre, abuelo y nieto estaban unidos con un nuevo
lazo; se hablaban, como los indios, como los chulos de Montmartre, en una
lengua prohibida para las mujeres. Me dieron un diccionario de rimas y me hice versificador;
escribía madrigales para Vevé, una rubita que no dejaba su mecedora y que
moriría unos años después. A la niña le tenían sin cuidado: era un ángel; pero me
consolaba de esta indiferencia la admiración de un amplio público. He
encontrado algunos de estos poemas.
Cocteau
dijo en 1955 que todos los niños menos Minou Drouet tienen ingenio. En 1912 lo
tenían todos menos yo; escribía por imitación, por ritual, por hacerme el
mayor; escribía sobre todo porque era el nieto de Charles Schweitzer. Me dieron
las fábulas de La Fontaine. No me gustaron: el autor las hacía con excesiva facilidad;
yo decidí reescribirlas en alejandrinos. La empresa superó a mis fuerzas y creí
notar que hacía sonreír; fue mi última experiencia poética. Pero estaba
lanzado; pasé de los versos a la prosa y no me costó ningún trabajo reinventar
por escrito las apasionantes aventuras que leía en Cri-Cri. Ya era hora:
iba a descubrir la inanidad de mis sueños. En mis cabalgatas fantásticas yo
quería alcanzar la realidad. Cuando mi madre, sin dejar de mirar la partitura,
me preguntaba: «Poulou, ¿qué estás haciendo?», a veces ocurría que rompiese mi
voto
de silencio y le contestase: «Estoy haciendo cine». En efecto, trataba de
arrancar las imágenes de mi cabeza y de realizarlas fuera de mí, entre
muebles y paredes verdaderos, tan brillantes y visibles como los que chorreaban
en la pantalla. En vano, ya no podía ignorar mi doble impostura: fingía ser un
actor, que fingía ser un héroe.
Apenas
empecé a escribir, solté la pluma con gran júbilo. La impostura era la misma,
pero ya he dicho que para mí las palabras eran la quintaesencia de las cosas.
Nada me turbaba más que ver cómo mis patas de mosca perdían poco a poco su
brillo de fuegos fatuos en la apagada consistencia de la materia. Era la
realización de lo imaginario. Un león, un capitán del Segundo
Imperio,
un beduino, caídos en la trampa del nombramiento, entraban en el comedor; se quedaban
allí para siempre, cautivos, incorporados por los signos, creía haber anclado a
mis sueños en el mundo con los arañazos de una pluma de acero. Obtuve un
cuaderno, un frasco
de
tinta violeta; escribí en la cubierta: «Cuaderno de novelas». La primera que
terminé se llamaba Para una mariposa. Un sabio, su hija y un
joven explorador atlético suben el curso del Amazonas en busca de una mariposa preciosa.
El argumento, los personajes, el detalle de las aventuras e incluso el título
estaban tomados de un relato ilustrado aparecido el trimestre anterior.
Ese
plagio deliberado me liberaba de mis últimas inquietudes: todo era verdad
forzosamente, ya que no inventaba nada. No tenía la ambición de que se
publicase, pero me las había arreglado para que me lo hubiesen impreso por
adelantado y no trazaba ni una línea que no estuviese garantizada por mi
modelo. ¿Me tenía por un copista? No. Por un autor original: retocaba,
rejuvenecía; por ejemplo, había tenido el cuidado de cambiar los nombres de los
personajes. Esas ligeras alteraciones me autorizaban a confundir la memoria y
la imaginación. En mi cabeza se formaban unas frases nuevas y totalmente
escritas con la implacable seguridad que se otorga a la inspiración. Yo las
transcribía, ellas tomaban para mí la densidad de las cosas. Sí como comúnmente
se cree, el autor inspirado es en lo más profundo de sí mismo, otro distinto de
sí, yo conocí la inspiración entre los siete y los ocho años.
Nunca
me engañó esta «escritura automática». Pero el juego me gustaba también por sí
mismo; como era hijo único, podía jugar solo. A veces detenía la mano, fingía
que dudaba para sentirme, con la frente ceñuda, con la mirada alucinada, un
escritor. Por lo demás, por snobismo adoraba el plagio, y como
veremos, lo llevaba deliberadamente hasta el extremo.”
Las palabras
Jean Paul Sartre
Losada, 1964.
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