La canción tonta de mi madre

Hoy se cumplen cuarenta años de la muerte del narrador estadounidense John Fante. En el prólogo a su novela Pregúntale al polvo, (una de las cuatro que tienen como protagonista a Arturo Badini) Charles Bukowski afirma: "Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarlos en paz, que no hay que llamar a su puerta". Recordamos a Fante con su relato: "La canción tonta de mi madre", uno de los cuentos publicados en El vino de la juventud


La canción tonta de mi madre


Mi madre no cree que me detuvieran por robar carburo. Traté de demostrarlo una y otra vez, pero no quería creerme. No llegas a ningún sitio hablando con ella. 

Esto es lo que pasó. Dibber y yo fuimos detenidos el domingo, poco después de salir de la iglesia. Llevábamos unas bolsas de papel. Fuimos a la parte trasera de la Compañía de Suministros Mineros de Colorado. Nos escondimos entre unos arbustos que había en el callejón. Nadie miraba, así que tiré un ladrillo a la ventana de detrás. Hizo un ruido infernal, exactamente como cuando un ladrillo rompe una ventana. Dibber y yo nos asustamos mucho. A pesar de todo, no apareció nadie. 

Dibber y yo entramos por la ventana rota. Al otro lado estaba el carburo, en grandes bidones negros. Los bidones pesaban más de doscientos kilos cada uno, así que no podíamos cargar con uno entero. Aunque hubiéramos podido cargar con uno, habríamos tenido que echar la puerta abajo para salir. Aunque hubiéramos echado la puerta abajo, habríamos tenido que transportarlo hasta mi casa, y era demasiado pesado. Aunque hubiéramos transportado el bidón hasta mi casa, no habríamos sabido dónde esconderlo. Aunque hubiéramos sabido dónde esconderlo, habría sido demasiado carburo. Así que llenamos las bolsas de papel. 

No oímos nada. Pero cuando ya estábamos acabando la faena, el señor Krasovich entró en la habitación de la parte trasera por la puerta de la parte delantera del almacén. No era un hombre para tenerle miedo. ¡Oh, no…, no mucho! Sólo es el dueño del almacén, eso es todo. 

—Un momento, chicos —dijo. 

Dibber intentó saltar por la ventana. El señor Krasovich lo cogió por los pantalones. A mí me agarró por la corbata. Siempre llevo corbata los domingos, maldita sea mi estampa. Pero yo no trataba de huir. 

—Venid conmigo, chicos —dijo. 

Nos llevó al despacho de la parte delantera. Llamó por teléfono. No llamó a nadie importante. ¡Oh, no…, no muy importante! Sólo llamó a la poli, eso es todo. Colgó. Giró la silla y nos miró a Dibber y a mí. Se creía un tipo duro. 

—Si deja que nos vayamos, señor Krasovich, prometemos no volver a robarle a usted nunca más —dijo Dibber. 

—No, chicos. Os voy a enviar a los dos a la penitenciaría del estado —dijo, pero no consiguió asustarnos a Dibber y a mí con ese comentario. Dibber y yo no somos tan tontos como creen. 

Se quedó sentado como si fuera el pez gordo en persona. De todas formas, no queríamos su carburo. Lo único que queríamos era un par de pequeñas bolsas para hacer saltar los corchos de las botellas. 

En aquel momento, el señor Wagner, el policía de tráfico, apareció con su motocicleta. ¡Ay, ay! En el momento en que lo vi, supe que me iba a caer una buena. No es un tipo muy importante. No conoce a nadie importante. De eso nada. Sólo conoce a mi padre, eso es todo. El señor Wagner y mi padre pertenecen a los Elks. Cuando se enteró de lo que había pasado, el señor Wagner dijo que la policía nos encerraría en la cárcel quince años. 

Nos llevó a ambos hasta la moto y nos hizo subir al sidecar. Yo lloraba un poco, pero no mucho. Dibber también lloraba, mucho más. Vosotros también habríais llorado. El señor Wagner encendió el motor y la moto se puso en marcha. 

El señor Krasovich gritó: 

—Bueno, adiós, muchachos. ¡Os deseo mucha suerte! —Es uno de esos tipos listos. Pensó que era gracioso. 

El señor Wagner cruzó la ciudad y nos llevó al juzgado. La gente nos miraba. Yo me alegraba de ir debajo. Nadie me veía. Llevaba a Dibber en las rodillas. Toda la ciudad lo vio. Debió de sentirse muy humillado y raro. 

El señor Wagner nos llevó abajo y nos metió en el calabozo. No tratamos de escapar ni nada. Era un calabozo muy bueno. Nadie había escapado nunca de allí. Aunque una vez lo consiguieron tres granujas. Luego el señor Wagner subió la escalera y llamó por teléfono a nuestros padres. Les dijo que vinieran enseguida. 

Mientras Dibber y yo esperábamos lo que tuviera que suceder a continuación, sacamos las navajas y grabamos nuestros nombres en la pared. Vimos que en la pared había nombres y los imitamos. Si alguna vez os meten en ese calabozo, veréis nuestros nombres. Mirad junto a la ventana. 

Veréis que Dibber firmó «Kansas City Lannon». 

Yo firmé «Toscana Dos-Pistolas, el Niño de la Muerte». 

El padre de Dibber llegó enseguida al juzgado. Estaba muy cabreado. Iba gritando cuando bajó las escaleras. Aullaba refiriéndose a Dibber. 

—¡Dónde está! ¡Dónde está! 

El señor Wagner abrió la puerta del calabozo y el señor Lannon entró corriendo. Corrió hacia Dibber. Lo dobló sobre el catre. Y allí mismo, delante de mí y del señor Wagner, le dio a Dibber la mayor paliza que hayan dado a nadie en toda su vida, exceptuándome a mí. El pobre Dibber debió de sentirse muy humillado. Bueno, ya sabéis cómo son estas cosas. 

Luego dejó de arrearle y se lo llevó a casa. Lo subió a rastras por la escalera, cogido de una oreja. Oí los gritos de Dibber en el pasillo de arriba, los oí incluso cuando recorrían el patio, incluso cuando cruzaban la calle. Fue una injusticia que trataran así a Dibber, pero había salido bien librado. 

Al cabo de un rato llegó mi padre por las escaleras. No parecía tener prisa. El señor Wagner abrió la puerta del calabozo y mi padre entró muy despacio. 

—Así que también eres un ladrón, ¿eh? —dijo. 

—No, papá, no soy un ladrón a propósito —dije. 

—¡A propósito! ¡Sabe Dios que te voy a enseñar yo algo a propósito! 

Ah, qué bien librado había salido Dibber cuando lo comparamos conmigo. Y es que mi padre me atizó con el cinturón. Mi padre lleva cinturón porque le gusta lucirlo. Quiero decir, ¿de qué sirve llevar cinturón si ya llevas tirantes? A eso es a lo que yo llamo lucirlo. Mi padre me hirió en lo más hondo, porque si creéis que los albañiles no hacen daño, probad a sentir la fuerza de sus músculos. Los pantalones me dolían a más no poder. Quiero decir que me quemaban como una estufa encendida. 

Cuando se cansó de pegarme, me empujó hacia un rincón y se ciñó el cinturón. 

—Cuando llegues a casa, cuéntale a tu madre lo que has hecho, perversa serpiente. Y si ella no te saca a golpes todo el mal que llevas dentro, entonces te juro por Dios que lo haré yo. 

—Tú ya lo has hecho —dije. 

—Pues Dios sabe que lo volveré a hacer. 

Salí del calabozo, subí las escaleras, recorrí el pasillo. Salí por la puerta, bajé las escaleras delanteras, crucé la calle. Eché a correr. Quería llegar a casa antes que mi padre, para que mi madre pudiera darme otra paliza, porque si ella no me la daba, mi padre me daría otra, esta vez más fuerte. Eso serían dos palizas seguidas y prefiero ciento cincuenta millones de palizas de mi madre a recibir media de mi padre. 

¡Jo, jo! Tendríais que ver a mi madre cuando me da una paliza. ¡Jo, jo! ¡Tendríais que verla! ¡Jo, jo! Me pega como una niña cursi y se piensa que me está matando. Yo gruño y hago muecas y al cabo de dos o tres golpes siente tanta lástima que tiene que parar, y al poco rato la que llora es ella, no yo. 

Llegué a casa sin aliento. Mi madre estaba en el patio trasero dando de comer a los pollos. Le conté lo que había pasado. Le conté la verdad, lo juro por Dios. Se la conté, se la conté. 

—Mamá —dije—, he birlado carburo. Me han detenido. Me metieron en el calabozo. Papá me sacó. Me dio una somanta. Dijo que tú también me dieras otra. 

Pero ella pensó que estaba de broma. Se lo conté, se lo conté y se lo conté, pero no me creía. 

—No debes hablar así —dijo. 

Le dije que se diera prisa en darme la paliza. Incluso busqué un palo. Ella no quiso cogerlo. Entramos en casa. Estaba asustado por mi padre. Camina muy deprisa. Sabía que estaba al llegar. 

Pero lo único que hizo mi madre fue sentarse y decir: 

—No debes hablar así. 

Entonces se me ocurrió una manera fenomenal de demostrárselo. Llamé por teléfono al señor Krasovich. Le dije que esperase un momento. Pero mi madre no quiso hablar con él. 

—Cuelga —dijo—. No hablaré con él. 

—Es verdad, mamá —dije. 

—Te lo juro, mamá —dije. 

—Te lo juro por Dios, mamá —dije. 

—Que me lleve Dios ahora mismo, mamá —dije. 

Entonces llegó mi padre. Oí el roce de sus zapatos en el porche delantero. No tenía suerte. Entró sin quitarse el sombrero. 

—Papá, mamá no se cree que me pillaron y no quiere pegarme. Díselo tú. 

—Pues claro que lo haré, más tarde. Ahora entra ahí —dijo, dirigiéndose a mí. Al decir «ahí» se refería al dormitorio. 

Entré. Volvió a sacudirme. Una paliza de mil demonios. La peor que me habían dado en toda mi vida, exceptuando aquella vez que rompí la ventana de Alloback, y aquella otra porque le pegué una patada a mi hermano en la cabeza, y aquella porque robé el bolso de mamá. De todos modos fue una paliza de órdago. Escocía, escocía y escocía. Luego mi padre me tiró sobre la cama y se fue a hablar con mi madre. 

Se lo contó todo. Yo lo oí. Se lo contó todo, todo. Pero ella no quería creerlo. Dijo que yo era demasiado joven para robar y ser detenido; eso puso furioso a mi padre. 

—Voto a Dios que no sabes la clase de demonio que es tu hijo —farfulló. Y mi padre tiene razón, porque soy de la piel del diablo. 

Mi padre se fue. Mi madre entró en el dormitorio. Yo seguía llorando por la paliza. Tenía derecho a llorar, porque había sido la peor paliza de toda mi vida. Mi madre cogió la pomada de mentol y me bajó los pantalones. Todavía no me creía. La pomada parecía hielo, hielo frío. Mientras me frotaba, quiso convencerme de que yo no lo había hecho. Pero yo dije que sí, que lo había hecho. 

—Sé que no lo hiciste —dijo. 

—Yo sé que sí —dije. 

—Vamos, di que no lo hiciste —dijo. 

—Pero lo hice, sí, lo hice —dije. 

—Pero lo hice, sí, lo hice —dije. 

—Vamos, no lo hiciste —dijo. 

—¡Lo hice! —dije. 

—No, no lo hiciste, no podrás engañar a tu madre —dijo. 

—¡Y una mierda que no! —dije—. Si no me crees, ve al calabozo y lo verás. Ve allí y verás la pared donde grabamos nuestros nombres Dibber y yo. 

Pero ella negaba con la cabeza, como diciendo que seguía pensando que la engañaba. 

Se fue y la oí trastear en la cocina. Estaba cantando. Mi madre siempre canta la misma vieja canción, que no es que sea una canción muy bonita. La aprendí hace mucho tiempo, cuando era un enano de primer curso. Se llama «El granjero del valle». 

La forma correcta de cantar «El granjero del valle» es así: 

El granjero al valle fue, 

el granjero al valle fue, 

alhelí, alhelí, ahiló, 

el granjero al valle fue. 

Lo cual ya es de por sí bastante malo, pero mi madre la cantaba del siguiente modo, transformándola en una canción de lo más idiota: 

Ay, yo sé que no fue él, 

porque sé que no fue él, 

alhelí, alhelí, ahiló, 

porque sé que no fue él. 

Y lo decía en serio, decía muy en serio que yo no lo había hecho, lo cual es de locos, porque sí lo hice. Y si quiere pruebas, que vaya al calabozo y vea la pared donde están grabados mi nombre y el de Dibber. 

Dibber puso «Kansas City Lannon». 

Yo puse «Toscana Dos-Pistolas, el Niño de la Muerte». 

Me gusta más el mío. 



El vino de la juventud
John Fante
Anagrama, 20013.

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