El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

Una playa cubana, un joven que lee un cuento de Raymond Chandler, un personaje acompañado por dos galgos rusos que llama la atención del lector. Para las Ficciones de este mes, seleccionamos este momento en el que se interrumpe la lectura del personaje y comienza una de las tres historias que atraviesan El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura.

“Dispuesto a esperar la caída del sol en Santa María del Mar, había extraído de mi mochila el libro que estaba leyendo. Era un volumen de relatos de Raymond Chandler, uno de los escritores por los cuales, en esa época -y todavía hoy-, profesaba una sólida devoción. Sacándolos de los sitios más inimaginables, yo había logrado formar con ediciones cubanas, españolas y argentinas una colección de las obras casi completas de Chandler y, además de cinco de sus siete novelas, tenía varios libros de cuentos, entre ellos el que leía esa tarde, titulado Asesino en la lluvia. La edición era de Bruguera, impresa en 1975, y, junto al relato que le servía de título, recogía otros cuatro, incluido uno llamado “El hombre que amaba a los perros”. Dos horas antes, mientras realizaba el trayecto en la guagua hacia la playa, había comenzado el libro justo en ese cuento, atraído por un título sugestivo y capaz de tocar directamente mi debilidad por los perros. ¿Por qué, entre tantos posibles, yo había decidido llevar ese día aquel libro y no otro?  (Tenía en mi casa, entre varios recién conseguidos y pendientes de lectura, El largo adiós, la que sería mi preferida entre las novelas del propio Chandler; Corre conejo, de John Updike, y Conversación en la catedral, del ya excomulgado Vargas Llosa, esa novela que unas semanas después me pondría a convulsionar de pura envidia.) Creo que había escogido Asesino en la lluvia con total inconsciencia de lo que podía significar y simplemente porque incluía aquel relato donde se narra la historia de un matón profesional que siente una extraña predilección por los perros. ¿Todo estaba organizado como una partida de ajedrez (otra más) en la cual tantas personas -aquel individuo al que bautizaría precisamente como “el hombre que amaba a los perros” y yo, entre otros-solo éramos piezas al albur de la casualidad, los caprichos de la vida o de las conjunciones inevitables del destino? ¿Teleología, como le dicen ahora? No crean que exagero, que trato de rizar el rizo ni que veo confabulaciones cósmicas en cada cosa que me ha pasado en la puta vida: pero si el frente frío anunciado para ese día no se hubiera disuelto con un fugaz cernido de lluvia, sin alterar apenas los termómetros, posiblemente yo no hubiera estado aquella tarde de marzo de 1977 en Santa María del Mar, leyendo un libro que, así por casualidad, contenía un cuento titulado “El hombre que amaba a los perros”, y sin nada mejor que hacer que esperar la salida del sol sobre el golfo. Si una sola de esas coyunturas se hubiera alterado, probablemente jamás habría tenido la ocasión de fijarme en aquel hombre que se detuvo a unos metros de donde yo estaba, para llamar a unos perros reales que, solo de verlos, me deslumbraron.
Ix! ¡Dax!- gritó el hombre.
Cuando levanté la mirada, vi a los perros. Sin pensarlo, cerré el libro para dedicarme a contemplar a aquellos extraordinarios animales, los primeros galgos rusos, los cotizados borzois, que veía fuera de las láminas de los libros o de la revista de veterinaria para la que ya trabajaba. En la luz difusa de la tarde de primavera, los galgos parecían perfectos, sin duda bellísimos, enormes, mientras corrían por la orilla del mar, provocando explosiones de agua con sus patas largas y pesadas. Me admiré con el libro de las pelambres blancas, moteadas de un lila oscuro en el lomo y los cuartos traseros, y con el filo de los hocicos dotados de unas mandíbulas -según la literatura canina- capaces de quebrar el fémur de un lobo."



El hombre que amaba a los perros
Leonardo Padura
Editorial Tusquets, 2009.

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