Franco Vaccarini: “Como escritor pienso en el lector, porque pienso en mí como lector”
Para cerrar el ciclo que en el Laboratorio de Análisis y Producción de LIJ dedicamos a Adaptaciones, versiones, reversiones y perversiones, convocamos a un especialista. Nuestro querido amigo Franco que en esta primera parte, como siempre, generosamente, habló de todo: de su infancia, su adolescencia, la inolvidable entrevista que le hizo a Borges, los días de la guerra de Malvinas y, por supuesto, la lectura y la escritura. Un lujo de charla.
Mario Méndez: Buenas tardes. ¿Cómo están? Vamos a empezar la entrevista que cierra el ciclo de Versiones, adaptaciones y perversiones. A Franco ya debe ser la tercera o cuarta vez que lo entrevisto, pero en este caso, además de hablar de su obra en general, de sus formas de trabajo, etcétera, etcétera, vamos a poner el acento en las versiones. Franco es amigo, un querido amigo de hace ya muchos años. Éramos vecinos, además. Nos conocimos acá en el barrio. Nos llevaron a una librería en Mercedes…
Franco Vaccarini: Se llamaba Marcela…
MM: Marcela, sí. Un apellido con “Ch”…
FV: Marcela Chelén.
MM: ¡Cierto! Coincidimos en el barrio, en el auto, tenemos más o menos la misma edad, los dos teníamos dos hijas chiquitas en ese entonces, los dos somos hinchas de River, vivíamos a cuatro cuadras, nos hicimos amigos. Además, de vez en cuando escribíamos. (Risas).
FV: Así es.
MM: Vamos a lo biográfico, como siempre hago en la presentación. Franco Vaccarini tiene ya publicados ¿cuántos? ¿Setenta, ochenta libros?
FV: Un poco más de ochenta, sí.
MM: ha nacido en Lincoln, y se crio en una zona rural, que es parte del color local de su biografía, porque en muchos de sus cuentos aparece esta cuestión para nosotros citadinos medio rara, de haberse criado en el campo. Aparece en Ganas de tener miedo, en El hombre que barría la estación…
FV: Y ahora está reapareciendo en algunos libros como Nadie estaba despierto.
MM: ¿Ese dónde apareció?
FV: Es una novela policial que apareció el año pasado en Hola chicos. Volví al paisaje de Ganas de tener miedo. Pero ya desde otro punto de vista: el de un chico de Buenos Aires que va a quedarse solo en una casa en medio del campo, para escribir un guion porque ganó un concurso de cine.
MM: ¿Un pibe joven?
FV: Es un chico que tendrá veinte, veintidós años. Y a través de un amigo de un abuelo, se va ahí. Todo surge porque en el año 2016, yo quise vivir la experiencia de volver a vivir en el rancho de Fulvio, que es el rancho que estaba pegado al de mi papá, en la chacra vecina. Fulvio vive todavía, tiene noventa y cinco años, es igualito al Gollum de Tolkien, salvo que no dice “mi tesoro” (risas); pero el rancho es su tesoro. Y lo tienen como un museo ahora. La verdad es que hasta tiene energía solar. Cuando fuimos con Jimena en el 2016, nos quedamos a dormir una noche ahí. Para mí fue como ir a la luna. Lo increíble es que a Jimena le gustó la idea. No hay vecinos, no vive nadie en el campo. Solo vacas y teros que, a las once de la noche, puntualmente, se callaron. Así que anduvimos caminando. Es casi un paisaje lunar, por caminos de tierra, nocturnos. Fuimos a la chacra donde vivía mi familia. Ya no queda nada, salvo algunos eucaliptos, algunos árboles. Era invierno, nos extrañó mucho porque en un momento vimos una luciérnaga. Las luciérnagas no andan en invierno, así que imaginativamente supuse que era el espíritu de mi abuela Filomena. Fue precioso eso, y yo sabía que después iba a surgir algo, porque fue como cargar las baterías. Siempre pienso que cuando uno vuelve a los lugares de la infancia, recupera la energía de la infancia, lo que quedó allí de uno. Así que claramente fui con esa intención. Y escribí una novela con un entusiasmo renovado porque volví a mi paisaje. Las descripciones de las tormentas, de los relámpagos y los truenos, sin poetizar demasiado, como lo vive un campesino. Así que me alegro de que algunos acá lo hayan leído.
Asistente: ¿Hay un lobo en el tren?
FV: Hay un lobo en el tren, también. Lo mismo. Es un viaje a Benítez, a la casa de mi tío Luis. Era el hermano de mi papá. El único varón, porque mi papá tenía cuatro hermanas mujeres. Y mi mamá nueve hermanos, mezclados. Hombres y mujeres. En el caso de mi papá, el único varón era el tío Luis, que era como su polo opuesto. Era gracioso, conversador, también cascarrabias, odiaba a Palito Ortega y a Sandro porque estaban de moda. No había grieta, los odiaba a los dos. (Risas). Pero la magia era su trabajo. Era el encargado de la estación de Benítez, un pueblo de cincuenta habitantes a unos pocos kilómetros de Chivilcoy. Estar en la casa del jefe de la estación, al lado de la vía, ver llegar el tren, ver cómo bajaban los pasajeros… no subían ni bajaban muchos, pero había movimiento. Y mi tío tenía otro detalle: cajas llenas de revistas de historietas. No era una biblioteca, eran cajas de cartón llenas de revistas. Aparte tendría una biblioteca, pero me acuerdo de que ahí estaban los Patoruzito, todavía me acuerdo de algunos que leí en esa casa de Benítez. Y un monte de eucaliptos, que para mí era un bosque de cuento de hadas. Porque era enorme. Ahora dudo; justo estábamos hablando con Mario de las dimensiones de la infancia, y dudo de que fuera tan grande, pero ir a la casa de mi tío Luis era maravilloso. Por eso escribí ese cuento que también está en Hola chicos, que se llama Hay un lobo en el tren. Que es esa paradoja de los chicos que queremos viajar, pero después queremos que el viaje se termine rápido. ¿Cuánto falta para llegar?
MM: Esta es la maravilla de tener entrevistados como Franco; uno tira cualquier palabra, “anteojos”. Y él empieza a hablar, no hay que laburar. (Risas). Solamente hay que escuchar y disfrutar. Ahí, a ese rancho fue Hebe, ¿no? Hebe Uhart…
FV: Sí; ahora tengo las fotos de ella, que murió el año pasado. Hace tiempo, no me acuerdo cuanto ya, Hebe quería hablar con gente de campo porque buscaba refranes; dichos de campo. Hebe no era de googlear. Ella iba a los lugares. Iba a pueblos de Entre Ríos, conocía mucho el interior de Uruguay, había hecho viajes a Brasil… Hebe trabajaba en el diario El País, de Montevideo. Le pagaban muy poquito, pero ella se pagaba aparte el viaje con lo que le pagaban por la nota. Le gustaba viajar, y hacer después crónicas. Pero no le gustaba viajar a Mar del Plata… con todo respeto…
MM: No, no, está bien… (Risas).
FV: Ella quería ir a los pueblos y entonces por ahí iba al bar donde se encontraba la gente, y empezaba a peguntarles cosas. Y Hebe era una persona muy particular. No siempre podía entablar conversación con la gente. En realidad, yo le tiré la idea de ir al rancho de Fulvio, que siempre fue como el Louvre de París para mí, algo así, un museo. Yo le decía que tenía que conocer el rancho de Fulvio. Ella habló con Edith, que era su compañera en la cátedra de Filosofía de Tomás Abraham. Así que fuimos con Edith y con una amiga de la infancia de Hebe, setenta y cuatro años el promedio de las señoras. Me fui con las tres, manejando en la ruta. Fuimos a lo de Fulvio que por entonces tendría ochenta largos años, y un día de tormenta nos fuimos todos al campo. Porque las hijas de Fulvio, Olga y Silvia, son geniales: “Vino Franco con la escritora, hay que mostrarle el campo”. Ocurrió una escena que me pareció de El principito, porque había un avión fumigando en el campo vecino. Y Fulvio dice: “¡Me va a matar los terneros!”. Porque estaba largando porquería para todos lados. Entonces se sube al molino, y desde ahí arriba empieza a revolear el brazo. (Risas). Y Hebe se queda dura y dice: “¿Pero qué hace ese hombre en el molino?”… Un señor de ochenta y pico de años revoleando el brazo desde arriba de la escalera de un molino… Y lo peor es que el avión pasa a dar vueltas por encima del monte porque creía que lo estaba saludando. Y Olga, la hija de Fulvio, dice: “Es (ponele, porque no me acuerdo el nombre) Cacho Cosentino. Y se cree que papá lo está saludando…” Ella sabía quién era. Y Hebe vio toda esa escena y después quería invitarlos con algo, agradecida. Pero Fulvio y su familia ya tenían todo preparado en la casa del pueblo (porque él no vive en el rancho). Tenía sidras, vinos, sánguches de miga… Y cuando le preguntó dichos de campo Fulvio no sabía qué decirle. Porque un hombre de campo dice las cosas en el transcurso del momento, por repentismo, no por imposición. Fulvio es una persona increíble, pero no aportó mucho para sus refranes. Sí para un nombre de un personaje de cuento. Y Hebe me dijo: “La pasé tan bien que no puedo escribir nada.” (Risas). Así que fue un día de campo y de felicidad. Porque la verdad es que fue un día hermoso, en el campo, para Hebe insólito, porque a pesar de que había barro y charcos en los caminos porque llovía y el auto se nos quedó, nadie se enojó ni fastidió, empujamos… Era una aventura. Hebe lo vivió así, y fue hermoso. Fue hermoso conectar a Hebe con mi infancia.
Asistente: Podemos hacer una excursión…
MM: Una excursión al rancho de Fulvio, no es mala idea. Y de esa etapa en el campo, además de Ganas de tener miedo, y El hombre que barría la estación también está La señorita Yeyé…
FV: Pero ese ya es el campo de Chacabuco. Porque a los seis años tuve que mudarme e Chacabuco, porque se mudó mi familia. Mi papá empezó a hacer tambo en la ruta 30, entre Chacabuco y Chivilcoy. Justo tenía seis años y descubrí la escuela. Porque en Lincoln no quería ir a la escuela, calculo que por absorbí la inquietud de una familia que está por mudarse. Ocho hijos, y mi papá, que no podía alquilar más el campo de Lincoln, consiguió un trabajo como tambero en Chacabuco. Calculo que habría bastantes nervios en casa; se hizo un remate para vender las cosas antes de irnos, y Fulvio nos hizo la mudanza con su camión. En el camino, me acuerdo de que se escaparon unas batarazas que no recuperamos jamás. Andábamos en la cuneta corriendo gallinas. Nos mudamos a otro rancho, pero el monte era mucho más agreste, era un monte casi virgen, porque hacía años que no vivía nadie. No quería ir a la escuela, le hago prometer a mi mamá que se va a quedar toda la mañana, y me dice que sí, por supuesto. Como todas las mamás, me mintió. (Risas). A la media hora yo vi que ella se había ido del aula, así que le pedí permiso a la señorita Yeyé para ir al baño que quedaba afuera, y al lado del mástil, que también quedaba afuera, empecé a gritar: “¡Mamá, mamá!”… No estaba mamá, que se había ido en un sulky con el Ánima, que era el caballo que tiraba del sulky. Ninguno de los tres estaba: ni el sulky, ni el ánima, ni mamá. Así que la señorita Yeyé me vino a buscar, me agarró de la mano, y a los diez minutos estaba enamorado de ella. (Risas). Fue muy importante para mí, tanto Yeyé como Jorge. A Yeyé la tuve de primero a cuarto grado, y a Jorge de quinto a séptimo.
MM: Que eran pareja…
FV: De grandes fueron pareja. Siempre había algún rumor, pero se supo de grandes. (Risas). Jorge murió. Yo pude sacarme una foto con ellos en una Feria del Libro en Chacabuco. Con los dos, en el año 2013. Jorge murió seis meses después. Este año tengo que ir a Chacabuco, así que voy a ir a visitar a Haydee. Ella va a venir a la escuela, o yo voy a ir a verla a la casa; siempre nos vemos. Me ha llamado por teléfono, y mantiene la misma voz de cuando daba clase, a sus ochenta y algo de años. Y tengo un cuento que es famoso para mí y para ella que se llama La señorita Yeyé. Que ahora está como cuento ilustrado en Sigmar. Yo tenía un problema con la letra “Y”, no sabía pronunciarla. Entonces le decía “señorita Cecé”. El problema era cuando tenía que leer el cartel del payaso Yiyo. Por eso después inventé una historia en la que lo mato a Yiyo. (Risas). Yo decía: “Siso es un pasaso, señorita Cecé”, y todos mis compañeros se reían; no arrancaba con la “Y”, hasta que en un momento arranqué, pero quedó la anécdota. Mi primer cuento fue dedicado a ella, salió en Billiken, y en un momento alguien o compró… y bueno… ahí nomás organizaron una cena con todos los compañeros. (Risas). Después, ahí nació “Por eso te pido perdón” un cuento que se los voy a regalar ahora, porque traje un cuento para regalarles a todos. Que es un libro que me publicó la Biblioteca del Congreso, una antología de cuentos. Donde están cuentos muy queridos por mí, de los que yo tenía los derechos, entre ellos “Por eso te pido perdón”, que es un viejo remordimiento de mi infancia. Así que la literatura también sirve para pedir perdón.
Asistente: Podemos hacer una excursión…
MM: Una excursión al rancho de Fulvio, no es mala idea. Y de esa etapa en el campo, además de Ganas de tener miedo, y El hombre que barría la estación también está La señorita Yeyé…
FV: Pero ese ya es el campo de Chacabuco. Porque a los seis años tuve que mudarme e Chacabuco, porque se mudó mi familia. Mi papá empezó a hacer tambo en la ruta 30, entre Chacabuco y Chivilcoy. Justo tenía seis años y descubrí la escuela. Porque en Lincoln no quería ir a la escuela, calculo que por absorbí la inquietud de una familia que está por mudarse. Ocho hijos, y mi papá, que no podía alquilar más el campo de Lincoln, consiguió un trabajo como tambero en Chacabuco. Calculo que habría bastantes nervios en casa; se hizo un remate para vender las cosas antes de irnos, y Fulvio nos hizo la mudanza con su camión. En el camino, me acuerdo de que se escaparon unas batarazas que no recuperamos jamás. Andábamos en la cuneta corriendo gallinas. Nos mudamos a otro rancho, pero el monte era mucho más agreste, era un monte casi virgen, porque hacía años que no vivía nadie. No quería ir a la escuela, le hago prometer a mi mamá que se va a quedar toda la mañana, y me dice que sí, por supuesto. Como todas las mamás, me mintió. (Risas). A la media hora yo vi que ella se había ido del aula, así que le pedí permiso a la señorita Yeyé para ir al baño que quedaba afuera, y al lado del mástil, que también quedaba afuera, empecé a gritar: “¡Mamá, mamá!”… No estaba mamá, que se había ido en un sulky con el Ánima, que era el caballo que tiraba del sulky. Ninguno de los tres estaba: ni el sulky, ni el ánima, ni mamá. Así que la señorita Yeyé me vino a buscar, me agarró de la mano, y a los diez minutos estaba enamorado de ella. (Risas). Fue muy importante para mí, tanto Yeyé como Jorge. A Yeyé la tuve de primero a cuarto grado, y a Jorge de quinto a séptimo.
MM: Que eran pareja…
FV: De grandes fueron pareja. Siempre había algún rumor, pero se supo de grandes. (Risas). Jorge murió. Yo pude sacarme una foto con ellos en una Feria del Libro en Chacabuco. Con los dos, en el año 2013. Jorge murió seis meses después. Este año tengo que ir a Chacabuco, así que voy a ir a visitar a Haydee. Ella va a venir a la escuela, o yo voy a ir a verla a la casa; siempre nos vemos. Me ha llamado por teléfono, y mantiene la misma voz de cuando daba clase, a sus ochenta y algo de años. Y tengo un cuento que es famoso para mí y para ella que se llama La señorita Yeyé. Que ahora está como cuento ilustrado en Sigmar. Yo tenía un problema con la letra “Y”, no sabía pronunciarla. Entonces le decía “señorita Cecé”. El problema era cuando tenía que leer el cartel del payaso Yiyo. Por eso después inventé una historia en la que lo mato a Yiyo. (Risas). Yo decía: “Siso es un pasaso, señorita Cecé”, y todos mis compañeros se reían; no arrancaba con la “Y”, hasta que en un momento arranqué, pero quedó la anécdota. Mi primer cuento fue dedicado a ella, salió en Billiken, y en un momento alguien o compró… y bueno… ahí nomás organizaron una cena con todos los compañeros. (Risas). Después, ahí nació “Por eso te pido perdón” un cuento que se los voy a regalar ahora, porque traje un cuento para regalarles a todos. Que es un libro que me publicó la Biblioteca del Congreso, una antología de cuentos. Donde están cuentos muy queridos por mí, de los que yo tenía los derechos, entre ellos “Por eso te pido perdón”, que es un viejo remordimiento de mi infancia. Así que la literatura también sirve para pedir perdón.
MM: Qué bueno… Ese es del pozo de los sapos…
FV: Espero que también sirva para que nos perdonen. (Risas).
MM: Y después de esa primaria (ya vamos a llegar a los libros, pero esta parte también es interesante), ver esa evolución de ese chico de ahí, entre Chacabuco y Lincoln, que es hoy este escritor con tanta obra publicada. Llegaste al secundario, como alguna vez me contaste, en Lincoln, y era como Nueve York…
FV: Claro. Es más, un diario pequeño de Lincoln, cuando yo había publicado algún libro me hizo una entrevista, y el titular fue “Para mí, Lincoln era Nueva York”. (Risas). El problema es que en la nota pusieron que Borges se llamaba José. Después de que lo dijo el príncipe en el Congreso de la Lengua, cómo voy a enojarme con un periodista de Lincoln. Nunca en mi vida volví a sentir esa expectativa de la mudanza del campo a la ciudad, Para mí en la ciudad todo era posible, era el lugar de la aventura, era el lugar de lo social. Donde estaban los cines, las heladerías, los kioscos; también la escuela. Pero ahí, lo que más me importaba era que tener los vecinos al lado, esa vida urbana, me parecía un cuento de Las mil y una noches.
Asistente: ¿Fuiste con tu familia?
FV: No, a los trece años ya no viví más con mis padres. Porque se quedaron en el campo de Chacabuco. Y mi hermana María Alicia que es profesora de Letras alquilaba una casona con mi hermana Vilma. Dicho sea de paso, para sumar digresiones, venimos con Jimena de la unión civil de Vilma con su marido actual, en el día de su cumpleaños. Que es un personaje de Algo que domina el mundo, mi novela en Zona Libre, mi hermana Vilma, recordando las épocas en las que tuvo que ser mi tutora. Porque María Alicia se mudó enseguida a Buenos Aires, apenas empecé primer año. El primer trimestre me llevé nueve materias. Mi hermana me prohibió todo, básicamente ir al cine. Me dejó seguir yendo a jugar al fútbol al Linqueño pero yo iba al cine y me maravillaba, era un descubrimiento. Pero no estudiaba. Todo era interesante, pero la escuela también tenía que ser interesante. Tuvimos muchas idas y vueltas con Vilma, nos queremos muchísimo, pero la pobre tuvo que hacer de tutora mía a los veinticinco años. Yo tenía trece y no era precisamente el mejor alumno. La mudanza a Lincoln significó también mi interés por el centro de estudiantes, después terminé siendo presidente, sacábamos una revista que se llamaba Punto de vista, donde alguna vez entrevistamos a David Lebón, era la época de Serú Girán. Al que venía de afuera por la zona y lo podíamos entrevistar, lo entrevistábamos. Yo publiqué mis primeros poemas en ese diario, y también teníamos un montón de militancia social. Porque becábamos a cincuenta alumnos de hogares muy humildes, teníamos una librería donde les vendíamos útiles a los estudiantes a precio de costo, teníamos una matinée que se llamaba Krakatoa… Un montón de trabajo que durante dos o tres años fue el centro de mi vida. Ahí estaban mis amigos, ahí estaba todo, todo… hasta que eso se terminó. Porque la secundaria se termina, mi novia de entonces me abandonó y empezaba el servicio militar. Esa es la historia que arranca en Nunca estuve en la guerra.
Asistente: ¿Fuiste con tu familia?
FV: No, a los trece años ya no viví más con mis padres. Porque se quedaron en el campo de Chacabuco. Y mi hermana María Alicia que es profesora de Letras alquilaba una casona con mi hermana Vilma. Dicho sea de paso, para sumar digresiones, venimos con Jimena de la unión civil de Vilma con su marido actual, en el día de su cumpleaños. Que es un personaje de Algo que domina el mundo, mi novela en Zona Libre, mi hermana Vilma, recordando las épocas en las que tuvo que ser mi tutora. Porque María Alicia se mudó enseguida a Buenos Aires, apenas empecé primer año. El primer trimestre me llevé nueve materias. Mi hermana me prohibió todo, básicamente ir al cine. Me dejó seguir yendo a jugar al fútbol al Linqueño pero yo iba al cine y me maravillaba, era un descubrimiento. Pero no estudiaba. Todo era interesante, pero la escuela también tenía que ser interesante. Tuvimos muchas idas y vueltas con Vilma, nos queremos muchísimo, pero la pobre tuvo que hacer de tutora mía a los veinticinco años. Yo tenía trece y no era precisamente el mejor alumno. La mudanza a Lincoln significó también mi interés por el centro de estudiantes, después terminé siendo presidente, sacábamos una revista que se llamaba Punto de vista, donde alguna vez entrevistamos a David Lebón, era la época de Serú Girán. Al que venía de afuera por la zona y lo podíamos entrevistar, lo entrevistábamos. Yo publiqué mis primeros poemas en ese diario, y también teníamos un montón de militancia social. Porque becábamos a cincuenta alumnos de hogares muy humildes, teníamos una librería donde les vendíamos útiles a los estudiantes a precio de costo, teníamos una matinée que se llamaba Krakatoa… Un montón de trabajo que durante dos o tres años fue el centro de mi vida. Ahí estaban mis amigos, ahí estaba todo, todo… hasta que eso se terminó. Porque la secundaria se termina, mi novia de entonces me abandonó y empezaba el servicio militar. Esa es la historia que arranca en Nunca estuve en la guerra.
MM: Antes de venir a Buenos Aires, y después pasar por el tema Malvinas, esto no lo tenía pensado, pero es importante, me parece. Es notable cuán importante habrá sido la lectura en esa familia de campo. No había luz eléctrica, tenés una hermana que es profesora de Literatura, vos sos escritor, Vilma trabaja con la literatura y los libros y las terapias… ¿De dónde venía tanto trabajo con la lectura?
FV: Bueno, ahora estoy transcribiendo cuentos que mi papá escribió en un arranque a los dieciséis años. Digo un arranque porque están todos fechados en dos o tres meses, en el año 1940. Mi papá es del ’24, tenía dieciséis años, así que sin duda vino de él. Era lector. Hay una anécdota muy clara, que no es muy buena para ayudar a un chico a que se entusiasme con los libros, pero a Vilma le encantaban las fotonovelas que estaban muy de moda en esa época, la revista Nocturno… Y mi papá odiaba esas historias románticas. Así que un día le arrancó la Nocturno de la mano. Ella estaba muy tranquila leyendo…
MM: Eran esas revistas con fotos, ¿no?
FV: Sí, con fotos. Fotonovelas. Le arrancó la fotonovela y le dijo: “Si seguís leyendo esta porquería vas a terminar ordeñando vacas como yo”. Y le puso Crimen y castigo de Dostoievski en las manos. (Risas). Vilma jamás leyó a Dostoievski. (Risas). Pero es una lectora voraz. Lee de todo, y además me regala libros, libros muy buenos, raros o quizá no tan conocidos, muchos de editoriales independientes.
Asistente: ¿Esa es la profesora de Literatura?
FV: No, ella estudió Psicología Social. María Alicia es la profesora, ella fue mi compinche en la adolescencia, porque me introdujo, de algún modo, a un tipo de literatura que estaba en ese entonces en la cresta de la ola: García Márquez, Cortázar, pero también las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Ese libro para mí fue la primera volada de peluca de mi historia lectora. Fue increíble. Ese y después El extranjero, de Camus. Y son autores que no quiero que se alejen de mí. Así que siempre los recuerdo, y los busco y abro un libro y vuelvo a leer, por ejemplo, un cuento de Remedio para melancólicos, de Bradbury, o dos páginas de El extranjero, para volver. Para visitarlos otra vez.
MM: Hay dos momentos, además de tu llegada a Buenos Aires y luego la colimba, antes de meternos con las adaptaciones, que son clásicos, que hay que recuperar. La entrevista a Borges, a los dieciocho años… ¿no? ¿Cuántos tenías?
FV: Dieciocho años, sí. Porque fue el 29 de marzo de 1982. Y yo nací en octubre del ’63. Así que todavía tenía dieciocho. Y como estaba esperando el servicio militar, y mi vida de campo me aburría enormemente, porque calculen que había estado en la secundaria en Lincoln, donde había tenido una vida social muy intensa, pero cuando terminó la secundaria no tenía más excusa para estar en el pueblo. Me tuve que volver al campo esos meses, esperando el llamado del servicio militar, que yo sabía que iba a ser Infantería de Marina, porque me tocó el número 940, que era altísimo. Pero tenía que ir al campo. Y el campo para mí era como estar desterrado de todo. Mis amigos estaban en La Plata o en Buenos Aires estudiando, y otros en el servicio militar… la verdad… lo que diseñé fue un plan para que la vida tuviera sentido. Aparte de leer a Walt Whitman, “Me celebro y me canto a mí mismo”, que me lo sabía de memoria, se me ocurrió entrevistar a Borges y hacer un curso de paracaidismo. El curso de paracaidismo lo empecé en Pergamino, con un instructor al que le decían El Pingüino. Pero no llegué a saltar ahí, porque empezó la Guerra de Malvinas, y se prohibieron los vuelos privados. Para no gastar combustible, por las dudas. Lo hice después en el Club Escuela de Paracaidismo de La Plata. Entonces lo que me quedaba era Borges. Su número estaba en la guía telefónica, mi hermana María Alicia me dijo que ahí estaba el número. Ella vivía en Esmeralda y Córdoba. Borges en Maipú, frente a Plaza San Martín, que no era muy lejos. Lo llamé por teléfono desde una de esas cabinitas tipo hongo, que había en esa época, me atendió Fanny y me dijo: “Llame el miércoles”, o quizás el viernes, no me acuerdo. Porque después, cotejando la fecha creo que 29 de marzo de 1982 fue un lunes. Siguiendo la línea de mis recuerdos implantados, llamé a las nueve de la mañana, y Fanny me dice que vaya a las once. Yo pensé que iba a decirme que fuera dentro de dos meses… ¡Era Borges! No me lo dé tan rápido, soy un chico del campo. No tenía nada. No tenía cassette, no tenía grabador, no tenía plata… Así que fui al departamento de mi hermana, que estaba dando clases, y le saqué plata de la mesa de luz. Me compré un cassette TDK, y fui corriendo hasta lo de mi amigo Fernando, que no vivía tan lejos, vivía en el Once, y me prestó un grabador Pioneer así de grande. En el camino le pregunté a un chico de pelo largo, porque me había olvidado todas las instrucciones para grabar. Dije “este tiene cara de rockero, debe saber”. (Risas). Me dijo lo de Play, Record… Llegué a lo de Borges a las once y cuarto, así que fue terrible… Llegar tarde a lo de Borges… Fanny me hizo pasar, había unos sillones de color verde intenso. Esperé cinco minutos y llegó Borges en su trajecito gris, muy delgadito, muy frágil. Se sentó. Dijo: “perdón, perdón”… Me pedía perdón porque me había hecho esperar cinco minutos. Esta anécdota la conté unas cuantas veces, pero está grabada y es real. Que Borges me dice: “¿Así que usted es de Lincoln?” Y como Borges era ciego no me veía, pero yo estaba tratando de acomodar las perillas, ver que estuviera grabando, porque ese reportaje iba a salir en Radio Lincoln después. Yo me había conseguido un certificado de periodista por las dudas que Borges me lo pidiera. Borges le daba entrevistas a todo el que se las pidiese. Era su recurso de hacer literatura, conceder entrevistas. Así que no fue ninguna hazaña que me la diera; era lo que hacía habitualmente. El asunto es que en un momento me dice: “Mire, este bastón me lo regalaron en África, en un viaje que hice; es africano”. Y él me lo estira, y yo en mi torpeza se lo saco de la mano. En ese momento muevo una perilla y el grabador hace un trueno, una saturación, un ruido muy fuerte. Y Borges, en el asiento, tembló. (Risas). Y entonces se escucha su voz diciendo: “¿Qué pasó, qué pasó? El bastón, el bastón”. Así que yo le alcanzo el bastón, le explico lo que pasó y se encarrila la conversación. Evidentemente no hubo problemas, porque Fanny se fue a hacer las compras, así que a lo mejor yo fui el chico que cuidó a Borges esos cuarenta minutos. Fanny se fue y me quedé solo con Borges. Incluso atendí el teléfono; sonó y preguntaron algo que parecía un chiste porque era “el capitán Metralla”, no sé… Como si fuera un personaje de Isidoro Cañones. “Quiero hablar con el capitán Metralla”. Le dije que era número equivocado. Borges me preguntó: “¿Quién fue?”; le dije del capitán Metralla… “Mire usted…” y se reía. (Risas). Me trató como si fuera un periodista del New York Times, contestó con brillantez a mis preguntas que eran obvias. Un chico de dieciocho años que quería saber de Dios… “No, no existe.” (Risas). “No creo en un dios personal”. La muerte… “La muerte para mí es el descanso, es el sueño; yo viví mucho tiempo.” El hombre que le tenía menos miedo a la muerte que conocí en la historia. Me contó de una operación de próstata que había tenido, que había sido humillante. Y que él esperaba morirse después de eso. Pero no. Sobrevivió. Y ahí estábamos. Le pregunté qué pensaba de la Feria del Libro y me dijo: “Es una librería grande que queda lejos”. (Risas). A lo Borges. Y me hablaba de lo que a él le interesaba, cosas políticamente incorrectas muchas de ellas, al día de hoy. Me contaba que su familia había tenido esclavos, entonces me hablaba de que en su momento algún bisabuelo, alguien de la familia, había tenido seis esclavos. Y montones de cosas así. De un modo muy respetuoso, también era el Borges democrático, que había recibido a las Madres de Plaza de Mayo, se había pronunciado a favor de la búsqueda de los desaparecidos… No era el Borges de los sesenta, que podía decir cosas muy crueles... Y en un momento le pregunto qué piensa de la guerra y él me dice: “Yo pienso, como Alberdi, que la guerra es un crimen”. Tres días después, Malvinas. El 2 de abril; eso fue el 29 de marzo. Así que sin saberlo, Borges me dio el concepto de lo que casi treinta años después yo escribiría que es Nunca estuve en la guerra. Retomando con ese hilo pacifista, la guerra como crimen. Alberdi escribió un ensayo en 1870, por ahí, que se llama “El crimen de la guerra”. Y ese libro lo conseguí después en una librería de viejo en la ciudad de Santa Fe. Así que lo tengo también en mi biblioteca. Solo para cerrar el círculo de esa charla con Borges. Bueno, se desarregló un poco la cosa, terminamos hablando de Borges.
MM: No, no, perfecto. Bueno, el otro hito es el tema de la cercanía de Malvinas; fuiste conscripto durante la guerra o poco después, ahora nos contás bien, y esa novela que si no leyeron deben leer, una de las mejores de Franco, que es Nunca estuve en la guerra, recientemente reeditada por SM (antes estuvo en Atlántida). Una maravillosa novela. Que surge de cuando estuviste ahí en Puerto General Belgrano…
FV: Claro. Infantería de Marina, el batallón que está en Tierra del Fuego, es el que toma las islas. La base Naval que está en Puerto Belgrano es la más grande del país. Es una inmensa extensión. Ahí está el puerto, ahí estaba el portaaviones 25 de Mayo, los destructores, las fragatas, las corbetas, los submarinos, todo. Y montones de batallones separados por campos. Digo esto porque a veces la gente piensa que es un solo lugar, y son muchos. Creo que tiene treinta kilómetros de extensión, de frente. Está pegada al mar. Yo estaba en un pequeño batallón, que era la Fuerza de Apoyo Anfibio, la FAPA. Y me toca como enfermero. Pero no como enfermero… porque yo no había hecho el curso de enfermero. Necesitaban un furriel, alguien que supiera escribir a máquina, en la Enfermería. Pero cuando vi que las condiciones de la Enfermería eran mucho mejores que las de los batallones, yo no quería volver a dormir, me quedaba en la sala de internación, con los enfermos. No quería volver a la cuadra, donde te hacían hacer vida de colimba. Poco a poco fui persuadiendo a los superiores, que no eran tan embromados como otros militares, porque eran médicos y odontólogos, de que yo me quería quedar a vivir ahí. Y de hecho pasé el resto de la colimba en la Enfermería. Había aire acondicionado, estaba todo limpio… eso sí, había que laburar. Un día, el cabo Manrique, que era un fanático del ajedrez (un cabo enfermero con unos anteojos muy grandes), estaba jugando al ajedrez con el conscripto de guardia, me preguntó si había hecho el curso de enfermero. Él no quería interrumpir la partida; llega un chico al que había que vacunar, un soldado. Me dice: “¿Vaccarini, usted sabe vacunar?” “No”. “Agarre una almohada, y agarre esas jeringas y practique con la almohada”. Practiqué cinco veces con la almohada, y después seguí practicando con el soldado. (Risas). Que quedó rengo una semana, es real, no exagero. Pero después fui un muy buen vacunador, vacuné batallones enteros contra el tétanos. Era gracioso ver cómo los suboficiales decían que esa era mi venganza. Y después, directamente empecé a hacer guardias. Me habilitaron, y eso ya me legalizó como enfermero. Había que aprender a tomar la presión, a tomar la fiebre, y a vacunar, básicamente. Cuando alguien tenía más de 39 grados, Hospital Naval. Le decías al suboficial, lo revisaba, y en general te decía que lo mandaras al Hospital Naval. Después de los 39 grados, síndrome febril. Se apestaba uno y se apestaban todos. Iban cayendo como moscas y venían los soldaditos. Y ahí conocí a Lisandro, un chico al que vi en el preciso momento en el que se brota, porque lo traen a la Guardia dos compañeros, no veíamos que tuviera nada malo, estaba calladito… hasta que le da una patada a un vidrio y lo rompe en mil pedazos. Entre seis lo llevamos a la sala, le pusieron Valium endovenoso, y lo mandaron al hospital. Volvió un mes después para internarse en la enfermería, caminando como un robot. Yo después lo bañaba, era el que más estaba con él. Él había estado en Malvinas, y tuvo un síndrome esquizofrénico. Le echaban la culpa de que era genético, que no había sido por la guerra…
MM: Y esto fue unos meses después de la guerra…
FV: Esto fue por septiembre, octubre de 1982. Todavía estaban los enfermeros del buque hospital Bahía Paraíso. No les habían dado la baja, a pesar de que habían estado en una guerra; hasta que no cumplieron los catorce meses nadie se fue a su casa. Y estaba otro chico del Chaco al que le faltaba una pierna. Esos son los que yo tomé; porque era con los que más relación había tenido. Él no tenía ningún tipo de enfermedad mental, simplemente había tomado con mucha serenidad que habían tenido que amputarle una pierna y era un héroe para todos nosotros. Parece de película, pero Lisandro un día me dijo que me iba a dar un rosario de bolitas blancas, supuestamente bendecido por el Papa. Él quería dárselo a la mamá que vivía en Misiones, pero decía que él no iba a ver a su mamá. Así que me lo regaló a mí. Después me fui a casa para Navidad, y cuando volví ya no estaba. Y vi otro vidrio roto en la Enfermería. Pregunté y nadie me quería decir qué pasaba. Le habían dado sidra, con toda la carga de medicación que tomaba, le agarró otro brote y terminó en el Borda. Y ahí le perdí el rastro. Por eso digo que nuestra obligación para con esos chicos es no olvidarlos. Más no podemos hacer: no olvidemos el sacrificio que hicieron.
MM: Tremendo. Ahora sí vamos al trabajo de las adaptaciones. Hace poquito Franco escribió, y yo lo copié para leérselos, un posteo breve a propósito de esta visita, que dice: “Un trabajo lateral y a la vez medular en cierto trayecto de mi oficio de escritor se dio a través de los encargos. En el año 2004, la editorial Cántaro me pidió una versión de un eminente héroe medieval: el Rey Arturo. Se sumó de inmediato otro pedido que me sumergió en el reino de los nibelungos y una feroz pelea en la corte de Atila, entre hunos y burgundios. Rastreé los viejos relatos y leyendas y entré a esos mundos con asombro y una inocencia militante. Así empezó un largo camino y una fructífera escuela para mí, que dio como resultado unos catorce o quince libros”, que son estos que tengo acá (creo que tengo trece) de adaptaciones y versiones…
FV: Me reía, porque en el mito de los nibelungos, que es una leyenda del norte de Europa, eran todos tan sangrientos que Atila era el más pacifista. (Risas). Eran feroces. Burgundia fue un reino que duró poquito. Se constituyó y duró un par de años, se mataron todos. No quedó nadie vivo.
MM: ¿Ese para qué libro fue?
FV: Para Héroes Medievales. De la colección Libros del Mirador, que es la misma de la Odisea, en Cántaro. Donde está Martín Fierro, Mitos Clasificados 3, y donde está La olla- Anfitrión, que son comedias de Plauto que a su vez son versiones de comedias griegas. La olla fue versionada por Molière. El avaro es una versión de La olla de Plauto, que a su vez era una versión de una comedia griega. Así que por qué no vamos a poder seguir haciendo versiones para mantener vivos estos textos para que los chicos los lean…
MM: Tal cual. ¿Por qué fue una enseñanza? ¿Cómo llegás?
FV: Y, porque yo no tuve una formación académica. Tengo una formación, primero, de lector hedonista, de leer lo que me gustaba, lo que me regalaban, lo que había en la biblioteca de mi hermana que fue y es una biblioteca muy importante. Entonces, cuando para estos libros que me encargan tengo que leer la Odisea, de Homero, empiezo a acceder al mundo de los mitos griegos. Y fue como una escuela, porque esa fue solo la puerta de entrada a muchos otros libros, y no solo de una literatura tan antigua. Tener que leer Moby Dick de Melville, de un modo atento, más atento que si uno lo leyera solo para uno, una obra maravillosa, que me dejó una profunda admiración por Melville. Ni hablar de Emily Brönte, con Cumbres borrascosas. Uno no puede creer la magnitud del genio de estas personas. Y Drácula de Bram Stoker, es un libro que descubrí, justamente, a partir del pedido que me hizo Mandioca. Todos sabemos quién es Drácula, pero lo conocemos sobre todo a partir de parodias, de películas (no todas son buenas), y cuando accedés a la obra literaria te das cuenta de que es una novela genial, hecha por un autor extraordinario, y donde están todos los elementos tecnológicos de vanguardia en ese momento. Como ahora en una novela podrían estar las redes sociales, los celulares, el whatsapp… Ahí están el fonógrafo, los telegramas, hay muchísimos telegramas en Drácula. Acá Ángeles Durini debe saber bastante también de eso. Drácula es una novela epistolar… me sorprendió. Y Frankenstein de Mary Shelley, también. Y el contraste entre los dos autores. Entre una joven que escribió Frankenstein, cuando tenía diecisiete o diecinueve años, en una sociedad en la que las mujeres tenían un lugar muy diferente al de ahora, pero con padres muy especiales. La mamá murió cuando ella era muy joven, o en su parto, no me acuerdo ahora. Pero el padre le dio una educación muy esmerada para la época, y escribió una novela inmortal. Uno tiene que tener una medida de la literatura. Cuando me preguntan qué le diría a un joven lector, que primero lea lo que le gusta. Pero si realmente te gusta leer y te gusta escribir, ya tenés alguna obligación. Una de esas obligaciones, es leer los clásicos. No a todos, pero tenés que tener una idea de medida. Abelardo Castillo tomaba una especie de examen a los que querían ir a su taller literario. Les preguntaba qué libros habían leído que les parecían importantes. Y qué libros no habían leído que les parecía que deberían leer. Veinte y veinte. Si vos ponías que sentías remordimiento por no haber leído La Divina Comedia, estaba muy bien. Porque siempre hay que sentir remordimiento por no haberla leído. Ese remordimiento indica respeto y dimensión de la historia de la literatura. Y sabemos que no es lo mismo La Divina Comedia, que un best seller del momento. Es muy importante eso, pero va en cada uno. Nadie puede obligar a nadie.
MM: Te metiste con cosas que en un principio pueden parecer más aburridoras. Por ejemplo, las Novelas Ejemplares de Cervantes. ¿Cómo fue?
FV: Me acuerdo de El licenciado Vidriera, que me gustó, pero son novelas difíciles para entrarles, nada que ver con el Quijote, que quizás es mucho más entretenido. Lo hice con alegría, con entusiasmo, pero no es lo mismo hacer la versión de las Novelas Ejemplares, que la versión de Moby Dick. Claramente para mí no es el Cervantes del Quijote que a mí me marcó como lector a una edad muy temprana, porque el maestro, en la escuelita rural, nos leyó el libro a lo largo de un año. Un capitulo por día. Las Novelas Ejemplares son como un tramo más áspero del laburo, que uno hace como un artesano respetuoso.
MM: ¿Hay que tratar de que los pibes no se aburran? ¿Esa es una de las líneas?
FV: Me parece que hay que tratar de no aburrirse uno. Yo estoy seguro de que soy un lector muy parecido a montones de lectores. Me gustan los géneros populares, el policial, la ciencia ficción, el terror, el realismo… Ahora estoy leyendo muchos libros que hablan de la sociedad actual, porque es una mezcla de todo eso. De terror, hay fantasmas, hay extraterrestres, hay monstruos… Así que leo muchos autores contemporáneos que hablan de esta sociedad contemporánea. Pero me parece que, como escritor, yo quiero contar una historia que sea entretenida. Pienso en el lector porque pienso en mí como lector. Y tengo una fe ciega en que si a mí me gustó, les va a gustar. Y eso en general, después se replica. Hay que estar atento a cómo se siente uno mientras está escribiendo. Sabiendo que hay muchas trampas, que hay días en los que uno no se siente bien, y cree que todo lo que escribió es una porquería. Pero también hay que aprender de eso. Hay llamados y hay falsos llamados. Uno tiene que aprender a ver cuándo es más objetivo. Son pequeñas astucias que uno va aprendiendo en el camino, antes de mandar la novela al editor o a la editora. Finalmente, después los lectores no son todos iguales. Por ahí alguno se aburre, a otro le gusta…
MM: Estás hablando del oficio. ¿Cuál es la rutina del oficio para vos? ¿Cómo encarás el laburo?
FV: Me gusta escribir por las mañanas. Después de leer los diarios, porque es un vicio que tengo, me pongo a escribir. Me fijo cómo salió Del Potro, o algún tenista argentino, o si jugó River. De política leo muy pocas cosas porque ya con los títulos me alcanza, más o menos conozco el paño, pero estoy informado. Y después trato de poner una música suavecita y concentrarme en el trabajo del día, que no necesariamente tiene que ser muy extenso. Siempre digo que una hora de buena concentración, a veces es suficiente. Pero hay que encontrarla. Ahora tenemos una lucha aparte con las interferencias. Del whatssapp… antes eran llamados telefónicos. Uno mismo no tiene que abandonar lo que está haciendo para mirar Facebook. Hay que saber organizar el horario; yo me fui organizando. Los mails trato de contestarlos a la tarde, cuando la energía está menguante. Y la escritura a la mañana, cuando está más alta. Hay que organizar el trabajo; cuando uno tiene más energía, escribir. Ese sería un día ideal para mí. Levantarme, hacerme un café, escribir. Y después, escribir. (Risas).
MM: Y esos días en que tenemos escuelas, o viajes, volvés con la energía bastante gastada. ¿Escribís igual?
FV: Cuando voy a una escuela, si además tengo que hacer un viaje (no estoy hablando de viaje más largo, sino al conurbano), necesito veinte minutos, una siesta. Ahí entiendo el trabajo docente, lo desgastante que es. Porque si bien yo disfruto de los encuentros, cuando llego a casa no puedo escribir. No puedo hacer nada, tengo que cerrar los ojos, dormitar un poco, y después sí, intento escribir. Pero no es lo mismo que los días que estoy en casa. Por eso ahora estoy tratando de ver también cómo organizar esos viajes, a escuelas, para tener días de semana enteros en mi casa, y algunos días fijos para esas visitas.
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