"Diario para un cuento" y “Aplastamiento de las gotas”, de Julio Cortázar
Nuestro ciclo de Literatura y Cine dedicado a Julio Cortázar continúa mañana, con el análisis de "Diario para un cuento", incluido en Deshoras, y de los cuentos de Historias de cronopios y de famas. Compartimos un fragmento del primer relato y uno de los micro cuentos del segundo.
2 de febrero, 1982
A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia Traveller de Luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un Gitanes y me trato de estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.
Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los dos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero. La segunda vez Bioy vino a mi casa en París y me sacó unas fotos cuya razón de ser se me escapa aunque no así el buen rato que pasamos hablando de Conrad, creo. La última vez fue simétrica y en Buenos Aires, yo fui a cenar a su casa y esa noche hablamos sobre todo de vampiros. Desde luego en ninguna de las tres ocasiones hablamos de Anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser Bioy sino porque me gustaría tanto poder escribir sobre Anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si hubiera escrito un cuento sobre ella. En ese caso Bioy hubiera hablado de Anabel como yo seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión) entre algunos de sus personajes y el narrador. A mí me va a ser imposible, y no porque haya conocido a Anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del caballete para abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar las pinceladas definitorias. Me será imposible porque siento que Anabel me va a invadir de entrada como cuando la conocí en Buenos Aires al final de los años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar este cuento –si vive, si todavía anda por ahí, vieja como yo–, lo mismo va a hacer todo lo necesario para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco como hubiera sabido escribirlo Bioy si hubiera conocido a Anabel.
3 de febrero
¿Por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? Si Bioy pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría en una cita literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la justificarían. Y así, en su perfecto inglés,
It was many and many years ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom
you may know
By the name of Annabel Lee –
–Bueno –hubiera dicho yo–, empecemos porque era una república y no un reino en ese tiempo, pero además Anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que many and many years ago había dejado de ser una maiden, no por culpa de Edgar Allan Poe sino de un viajante de comercio de Trenque Lauquen que la desfloró a los trece años. Sin hablar de que además se llamaba Flores y no Lee, y que hubiera dicho desvirgar en vez de la otra palabra de la que desde luego no tenía idea.
4 de febrero
Curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás Anabel, su manera de contármelo. ¿Cómo hablar de Anabel sin imitarla, es decir sin falsearla? Sé que es inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas y la noción de distancia de Bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado la cara. Por eso juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el cuento (de escribir todo lo que no sería Anabel, claro), y por eso el lujo de Poe y las vueltas en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida que encontré anoche en La vérité en peinture y que no tiene absolutamente nada que ver con todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación analógica, como esas piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o montañas reconocibles. El fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor):
“no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Y sin embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente subjetivo –en la pretensión de mi juicio y del sentido común– que sólo puede venir de un puro afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me doy o al cual más bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer puro.”
Derrida está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es Anabel, quiero decir que hay Anabel aunque no haya cuento. Y el placer reside en eso, aunque no sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de renunciar a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy Bioy y no conseguiré nunca hablar de Anabel como creo que debería hacerlo).
Por la noche
Releo el pasaje de Derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar entre la noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de Anabel; en los dos casos hay un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla en el pasaje de Derrida no tiene jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca Bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo el principio: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada”. El mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de subnadas, de negativas del discurso: porque hoy, después de tantos años, no me queda ni Anabel, ni la existencia de Anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista, ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando many and many years ago, en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un tiempo que hoy es como la ceniza de estos Gitanes acumulándose día a día hasta que madame Perrin venga a limpiarme el departamento.”
“Aplastamiento de las gotas”
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Julio Cortázar
Editorial Debolsillo, 2017.
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