Fragmento de Escribir, de Marguerite Duras
El 13 de junio se conmemora el nacimiento de Leopoldo Lugones y
por esta razón se celebra el día del escritor. En Libro de arena recordamos la
fecha compartiendo un fragmento de Escribir, de Marguerite Duras.
“Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo? Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neauphle la hice yo, fue hecha por mí. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa. Para escribir. Para escribir no como lo había hecho hasta entonces. Sino para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca. Allí escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul.* Luego, después de éstos, otros. Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo. Quizá duró diez años, ya no lo sé, rara vez contaba el tiempo que pasaba escribiendo ni, simplemente, el tiempo. Contaba el tiempo que pasaba esperando a Robert Antelme y a Marie-Louise, su joven hermana. Después, ya no contaba nada.(…)
Escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul arriba, en mi habitación, la de los armarios azules, ¡ay!, ahora destruidos por los jóvenes albañiles. A veces, también escribía aquí, en esta mesa del salón.
He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo. Siempre he llevado mi escritura conmigo, dondequiera que haya ido. A París. A Trouville. O a Nueva York. En Trouville fijé en locura el devenir de Lola Valérie Stein. También en Trouville, el nombre de Yann Andréa Steiner se me apareció con inolvidable evidencia. Hace un año.
La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y, ante todo, nunca debe dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.
Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel periodo de mi primera soledad ya había descubierto que lo que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: «Escribe, no hagas nada más».
Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.
Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. Durante aquel periodo tuve amantes. Rara vez he estado absolutamente sin amantes. Se acostumbraban a la soledad de Neauphle. Y según su encanto a veces esta soledad les permitía que, a su vez, escribieran libros. Raramente daba a leer mis libros a esos amantes. Las mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben. Cuando terminaba un capítulo, lo escondía. En lo que a mí respecta, es tan verdad que me pregunto qué pasa en otras partes y también cuando se es una mujer y se tiene un marido o un amante. En tal caso, también hay que esconder a los amantes el amor del marido. El mío nunca ha sido sustituido. Lo sé, todos los días de mi vida.
Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad, sin embargo da a una calle, a una plaza, a un estanque muy antiguo, al grupo escolar del pueblo. Cuando el estanque está helado, hay niños que vienen a patinar y me impiden trabajar. Les dejo hacer. Los vigilo. Todas las mujeres que han tenido hijos vigilan a esos niños, desobedientes, locos, como todos los niños. Pero, qué miedo, cada vez, el peor de los miedos. Y qué amor.
La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir.
Esta casa se puede recorrer en toda su extensión. Sí. También se puede ir y venir. Y además hay el jardín. Allí, están los árboles milenarios y los árboles todavía jóvenes. Y hay alerces, manzanos, un nogal, ciruelos y un cerezo. El albaricoquero murió. Frente a mi habitación se halla el fabuloso rosal de LHomme Atlantique. Un sauce. También hay cerezos de Japón y lirios. Y, debajo de una ventana del salón de música, hay una camelia, que plantó Dionys Mascolo para mí.
Primero amueblé esta casa y luego la hice repintar. Quizá fue dos años después cuando empecé a vivir con ella. Terminé Lol V. Stein aquí, escribí el final aquí y en Trouville frente al mar. Sola, no, no estaba sola, había un hombre conmigo en aquella época. Pero no hablábamos. Como escribía, era necesario evitar hablar de libros. Una mujer que escribe: los hombres no lo soportan. Es cruel, para un hombre. Es dificil para todos…”
Comentarios
Publicar un comentario