La vida secreta de un escritor: los diarios de Abelardo Castillo
El pasado 23 de mayo, se publicó el segundo tomo de los Diarios de Abelardo Castillo, uno de los narradores más importantes de la literatura argentina. Compartimos esta nota en la que además de dar la noticia, se reflexiona sobre los diarios de escritores en general.
La aparición reciente del segundo tomo de sus anotaciones personales, correspondiente al lapso entre 1992- 2006, revela nuevos aspectos del gran cuentista argentino. Su enemistad con Sabato, su amor por Sylvia Iparraguirre y cómo la muerte fue ingresando en su vida muy a su pesar.
En la literatura argentina no abundan los diarios de escritores. No hay
un gran corpus. Pero estas rarezas, estas excepciones, son grandes
libros. El Borges de Bioy Casares, tal vez el mejor libro del siglo XXI. Pero también los de Piglia y los de Mastronardi. ¿A Gombrowicz
se lo puede considerar un escritor argentino? Al menos como capricho se
pueden incorporar sus diarios. Con algo de laxitud se pueden sumar a
esta enumeración los escritos personales los papeles de Walsh compilados por Daniel Link y los cinco tomos del epistolario de Cortázar. Hubo que forzar los ejemplos para alargar la lista.
Cinco años atrás apareció el primer tomo de los Diarios de Abelardo Castillo.
Ese volumen cubría desde 1954 a 1991. Con la aparición reciente del
segundo tomo, correspondiente al lapso entre 1992- 2006 se completa la
obra.
La primera entrega pasó algo desapercibida. La expectativa era grande. Durante años se había hablado de los Diarios de Castillo,
de la posibilidad de su edición, del medio siglo de anotaciones en
cuadernos. Sin embargo no ocurrió demasiado en términos de difusión tras
su publicación. Sus páginas no traían chismes, intimidades ni detalles
escabrosos. Abelardo estaba cerca de los ochenta años y todavía vivía.
Seguía con sus anotaciones personales, con los apuntes para Los Ángeles Azules,
su novela inconclusa, con el mítico taller de los jueves y con
esporádicas apariciones en la discusión pública. Se instaló un clima de
tenue desilusión entre los (escasos) lectores que tuvo. Muy posiblemente
la publicación de esta segunda parte varíe esta situación. Debiera
hacerlo.
El libro cuenta con varios coprotagonistas. Uno de ellos fue la pieza clave en su publicación. Sylvia Iparraguirre,
su esposa por más de cuarenta años, persuadió -a los alumnos del
taller- a Abelardo de dar a conocer estas anotaciones y lo asistió en
todo el proceso. Ayudó a pasar en limpio las entradas, a cotejar citas y
a ordenar el texto final luego de la muerte de su marido. Las notas al
texto son discretas, no invasivas, escasas y aclaratorias. Su prólogo
también es conciso pero contundente. Explica el proceso que convirtió al
manuscrito en libro, y contando su labor dedicada muestra su amor
invencible por Abelardo.
Pero más allá de las tareas editoriales, Sylvia es uno de los
personajes del libro. Aparece en las anotaciones de Castillo no sólo en
tareas cotidianas de cónyuge. Cada aparición de ella da ingreso a la
ternura. Abelardo Castillo, duro, parco, poco propenso a las
demostraciones, de ademanes adustos, parece desarmarse cada vez que
escribe el nombre de su mujer. Se enferma cuando ella no está, sufre en
los días previos a un viaje pensando en su ausencia, se alegra por sus
logros literarios, confía en su lectura como en la de nadie. El libro, entre muchas otras cosas, también es una extensa y cálida declaración crónica de amor.
Otro personaje secundario que aparece con recurrencia a lo largo de los años es Ernesto Sabato.
La de ellos es una relación tensa, ríspida, pedregosa. Castillo pensó
escribir una semblanza, un estudio sobre el autor de Santos Lugares.
Llegó a juntar más de trescientas páginas de apuntes. Los desplantes de
Sabato son habituales. Castillo le devuelve los dardos: "No sé si alguna
vez lo escribí: la generosidad, la humanidad y los sentimientos de
Sabato son un malentendido, una impostura. Carece de bondad real y, hoy,
hasta de verdadera inteligencia; si queda algo digno de respetarle,
estará en sus libros", asienta en 1993. Los une una rivalidad solapada y
una callada admiración mutua. Sábato quiere imponer condiciones: se
queja, amenaza, crítica, exige disculpas, no olvida críticas, ataca. Una
escena final de una belleza seca redondea la historia. Coinciden ambos
en una premiación. En la previa Sabato se muestra cortés con Sylvia y
destrata levemente a Castillo. Luego al turno de recibir su premio,
Abelardo Castillo hace un generoso reconocimiento público a Sabato que
por ese entonces tenía 82 años. Le surge de manera espontánea, sin
deliberación, se encuentra en el escenario pronunciando frases elogiosas
que no pensaba proferir, pero que consideraba justas, que hacían honor a
esa íntima enemistad de varias décadas. Así, en reciprocidad, recibe
cálidas palabras del otro. Ese es último cruce entre ellos.
A estas frecuentes presencias (y denostaciones) de Sabato se las puede
asociar con las numerosas entradas que versan sobre él en el Borges de Bioy. Y hasta con las referencias de Piglia en su trilogía. De esa manera se puede afirmar, casi sin dudas, que Sabato ostenta el récord de ser el escritor más vilipendiado y ridiculizado en los diarios personales de autores argentinos.
Otra presencia fuerte es la de la muerte. En este volumen la primera
muerte importante, casi paralizante, es la del padre del autor, un viejo
y reconocido entrenador de boxeo; en una entrada dice que es el hombre
que más quiso en su vida para corregirse en el renglón siguiente: "Es el
único hombre que amé en mi vida". Pero luego, según pasan los años, los
amigos y colegas engrosan la lista. Estas muertes ajenas también son
propias. No sólo son referentes, afectos y recuerdos que se van, que se
pierden indefectiblemente. Cada una de esas muertes no le permite
olvidar su propia finitud. Pedro Orgambide, Isidoro Blaisten, Miguel Briante, el mismo Sabato, Saer y varios más. Pero la muerte más estremecedora, la que lo muestra más vulnerable, la que no logra entender es la de Paola Kaufmann, joven discípula y gran escritora. La enfermedad y el deceso de Kaufman lo dejan sin palabras: un vacío inefable.
En estas páginas se consignan sus lecturas. Un gran diario de lecturas.
Podría escribirse su biografía (en realidad la biografía de cualquier
escritor) sólo a través de sus lecturas. Lo que llama la atención es que
en esta etapa de su vida casi todas son relecturas. Aquellos escritores
que iba descubriendo en el primer volumen, los que le producían un
deslumbramiento inicial, son los que permanecen en sus años de adultez y
vejez. No lee casi nada nuevo. Los nombres se repiten con los años. Rilke, Tolstoi, Sartre, Borges, Marechal, Dostoievski, algunos filósofos, Kafka y pocos nombres más.
Juan Forn lo visita y le regala la novela del momento, Las Correcciones de Jonathan Franzen.
No se anima a adentrarse en sus páginas. La extensión del libro lo
abruma. La novedad lo descoloca. Prefiere cobijarse en los clásicos, en
tratar de seguir encontrando nuevos sentidos en sus viejas lecturas. Bernhard, Bradbury y Cheever
son las lecturas más modernas de las habituales, de esas que para él
merecen ser transitadas nuevamente. La lectura un hábito inevitable y
feliz que justifica en alguna entrada: "La linda historia de que un
escritor es esencialmente un gran lector, puede, para los tipos como yo,
resultar una excusa perfecta".Pero cuando le toca ser jurado de un
premio, lee frenéticamente lo nuevo. El sentido de responsabilidad lo
supera. Se hace cuestionamientos éticos todo el tiempo. No quiere
premiar amigos, ni dejarse llevar por enconos. No se deja seducir por
los nombres de moda; lee impiadosamente.
Cuando promedia diciembre de cada año, llega inevitablemente la época
del balance. El único criterio que utiliza para valorar su año es la
escritura. Cuánto escribió, cuánto avanzó en su proyectos. En un buen
año logra terminar una novela. En un mal año sólo bosqueja algún cuento y
toma apuntes para un remoto proyecto. Su unidad de medida son las
páginas escritas.
Los días se parecen entre sí. Largas jornadas nocturnas, algún achaque
físico que se acentúa con el correr de los años, las lecturas, el taller
de los jueves, alguna entrevista, compromisos que posterga o que
suspende a último momento. El hastío de vivir la vida del escritor
profesional, de luchar contra la propia pereza, contra su prestigio, la
búsqueda de algo nuevo para contar.
Este segundo volumen se inicia luego de la publicación de Crónica de un Iniciado
y finaliza en el 2006. Lo que marca el comienzo de las entradas es el
momento en que abandona la modalidad de los cuadernos para llevar el
diario. A partir de ese año las anotaciones las hace directamente en la
computadora. Castillo siempre fue reacio al uso de la tecnología. A sus
alumnos los alertaba diciendo que la hoja impresa podía dar una falsa
sensación de texto bien escrito. Que la uniformidad (y hasta la belleza)
de una buena fuente, de textos justificados y con un generoso
espaciado, pueden crear una ilusión óptica. Con el correr de los meses
se entretiene con la informática, trata de meterse en la lógica de la
máquina, inspecciona, bucea en la tecnología. Una sofisticada
procrastinación que remite al Levrero de La Novela Luminosa.
Las anotaciones que decidió publicar finalizan en 2006 a pesar de que
su vida y su trabajo se extendieron por once años más: Castillo murió en
2017 a los 82 años gozando de plena lucidez y mientras trabajaba en la
versión final de este libro. La decisión de llegar sólo hasta 2006 se
basa en que ese año se dio cuenta de que era inexorable que los diarios
fueran publicados. Así el tono de las entradas se modificó, hasta allí
no estaban contaminadas por la idea de la publicación. Ya no estaba
hablando consigo mismo, ya no se interpelaba. Deliberadamente a partir
de esa fecha empezó a escribir para otro, para la posteridad, para un
lector. Abelardo Castillo creía que había algo de trampa en ese
procedimiento, que la pureza del diario se veía afectada. Como dándole
la razón a Juan Villoro cuando escribió: "El diario
preserva una vida secreta, poniéndola a salvo de testigos que pudieran
alterarla, y apela a una lectura posterior, cuando se vence el extraño
contrato que la privacidad contrae con la vida".
Como en el primer volumen, al finalizar cada año se intercala una
sección llamada otras páginas en las que se recuperan cartas, artículos y
entrevistas que tuvieron lugar en esos meses.
El libro tiene un gran tema. Ya alejadas las tormentas del amor, ya
olvidadas las tinieblas del alcohol, todo remite a la lucha cotidiana
por escribir. La culpa por no haber escrito; la insatisfacción por lo
escrito, el desaliento por lo que falta. Pero no puede hacer otra cosa.
La escritura para él es una pulsión, un torrente que lo arrastra casi
sin control, que no puede manejar. La literatura está en el centro de su
vida. Por ende, el otro gran tema, íntimamente ligado, es el de la
verdad.
Este segundo tomo no sólo completa la obra de Castillo. Posiblemente
sea superior al primero. En ese volumen en el que sorprendían las
reflexiones de un joven de 18 años, el Abelardo que empieza a llevar el
diario en 1954, quien ya se ve como un escritor, quien ya vive como un
escritor (en ese deslumbramiento que provoca en el lector tal precocidad
se emparenta con el primer tomo de los Diarios de Susan Sontag),
el descubrimiento de las lecturas que tiene los inicios como
dramaturgo, la consagración, los años etílicos, las revistas literarias,
las discusiones viscerales, los amores, ese libro sin embargo tiene un
aire a volumen expurgado, hay algo de reescritura posterior que aleja al
lector en algunos pasajes, algunos vacíos que dejan insatisfecho -la
misma sensación que se tiene al adentrarse en los Diarios de Alejandra Pizarnik.
En cambio aquí, en esta entrega, el escritor consagrado, otoñal, que
sigue luchando con su escritura, al que lo desvela (literalmente) llegar
a la creación perfecta, el que procrastina, el recluso, el gruñón, nos
resulta totalmente convincente.
Las partes que generan menor interés, en las que el tedio gana la
partida, son en las que habla de política. Las suyas son opiniones
contundentes pero carentes de mayor interés, no hay aportes originales,
ni extrema lucidez. Llama la atención la fascinación que le produce Fidel Castro
en su visita al país. Todo lo contrario sucede cuando habla de
literatura. Allí siempre hay un punto de vista original, pasión,
profundidad, nunca incurre en lugares comunes.
Cada entrada va construyendo un autorretrato inclemente, duro, real, de
su vida madura y hasta de su vejez prematura. El físico flaquea, las
ganas también, sin embargo siempre se mantiene robusto intelectualmente.
Hay búsqueda, inconformismo, inquietud. Son los años de la consagración
y también de la retracción.
Apuntes literarios, lecturas, algunos afectos, cuestiones domésticas,
cotidianas, reflexiones, oficio, polémicas algo de política, dolores e
insatisfacciones. Como los grandes diarios, este se puede abrir en
cualquier página, permite ser abordado en cualquier año. Como los
grandes diarios de escritores es una especie de I Ching en el que
cualquier entrada elegida al azar puede brindarnos una respuesta. Y allí
nos podemos topar, también, con lo mismo que Abelardo encontraba en
otros diarios, en algún verso o en un párrafo de una novela ya
recorrida: "Hilachas, muy tenues, casi transparentes, de felicidad".
No puede evitar sentirse molesto, expresar su dolor, cada vez que es menospreciado por la academia o ignorado en el canon. Tomás Eloy Martínez,
en ocasión del fin de siglo, enumera escritores argentinos; Castillo al
no verse en la lista no se sorprende pero se queja. Lo mismo cada vez
que ve reducida la cima de la literatura argentina contemporánea sólo a
los nombres de Saer, Piglia y Aira. El ego herido.
Con sus colegas no es complaciente. Critica fuertemente los escritos
ajenos. No se amilana ante los grandes nombres. De Bioy Casares sólo
rescata unos cuentos. Borges, aunque profundamente admirado, también cae
bajo sus críticas. De ahí para abajo nadie se salva.
Los dos tomos de los Diarios
constituyen un corpus, robusto e impresionante, de mil quinientas
páginas. Leídos juntos constituyen una gran obra. Hacen honor a un
género fascinante y profundo. Como sucede con Gidé, Kafka, Cheever o Julio Ramón Ribeyro, estos diarios personales pasan integrar lo mejor del acervo del escritor.
La obra de Abelardo Castillo que perdurará ya no son sólo esa decena de cuentos perfectos, la novela El que tiene sed o la obra teatral El Otro Judas.
Los Diarios, ese lugar retaceado a la visión pública por décadas, ese
sitio nocturno en el que escribe para saber qué le pasa, para descubrir
quién es, para que la literatura gane la partida, permanecerán en el
tiempo. Los Diarios hacen honor a esa breve sigla que Abelardo
Castillo asienta en las entradas de los días complicados, de los más
dolorosos o aquellos en que cumple años y el tiempo se le viene encima.
SCV. Estos Diarios le dan la razón. Abelardo Castillo, su literatura, Sigue Con Vida.
Fuente: Infobae
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