Bailar tregua catala, catala tregua
Una casa con una gran biblioteca puede ser un entorno ideal para el encuentro con esos primeros libros que nos marcan. Pero dar con esa lectura puede ser un proceso que lleva tiempo. En esta nota Diana Tarnofky nos cuenta como fue crecer en una familia de lectores y sobre su encuentro con la obra de Julio Cortázar.
Por Diana Tarnofky
Durante mi adolescencia-juventud, vivíamos con mi mamá-papá-hermana y hermano en un departamento de un edificio muy antiguo en el barrio Boedo. Techos altísimos, inmensos ventanales por donde entraba la luz del sol- ¡increíbles amaneceres! Y se podía ver la luna llena color naranja rodando por la avenida Independencia. En ese hogar (donde estuvimos durante diez años en obra en construcción porque el dinero no alcanzaba y mi papá hacía los trabajos despacio junto con algún albañil y algún pintor) los libros y la música de jazz eran los tesoros más preciados. Una gran biblioteca diseñada y construída por mi papá, ocupaba la parte central de la casa, desde el suelo hasta el techo. Las mesas de noche, a cada lado de la cama de mi mamá y papá, de mi hermana, de mi hermano, estaban siempre llenas de pilas libros que leían o estaban esperando ser leídos…en la casa familiar, flotaba el ritmo del jazz.
Yo no fui una adolescente-joven lectora. En casa toda la familia leía y leía, yo veía cómo se sumergían en los libros y abandonaban el mundo cotidiano para entrar en océanos de historias interminables. Era misterioso verles entrar en otra dimensión. Yo no participaba, tenía miedo, creía que no era para mí ese universo de palabras escritas.
Mi mamá, lectora apasionada, dejaba libros abiertos por la casa, una invitación para asomarme por esas puertas mágicas: doble página generosa, ventana disponible para la curiosidad.
Aquel día, Historias de Cronopios y de Famas -Julio Cortázar- fue mi interlocutor. Leí de manera desordenada, me reí, me asombré, algunos textos no los comprendí.
Mamá volvió de trabajar, me preguntó qué me había parecido el libro. Le conté que algunos textos me gustaron mucho, y otros no los entendí. Lo que me tenía muy preocupada -comenté- es que había estado toda la tarde buscando en el diccionario y en la enciclopedia Salvat (era de la infancia de mi mamá) la palabra Cronopios sin ningún resultado favorable… Mi mamá sonrió, se colocó el delantal y comenzó con las tareas de la casa.
Agradecí toda la vida ese gesto de mi mamá, de convidar lecturas y permitir que una realice su propio recorrido, por intrincado que sea, en los tiempos de cada una.
Un par de años después, terminaba la secundaria y me preparaba para hacer el ingreso en la escuela municipal de arte dramático y en la escuela nacional de arte dramático. Los exámenes de ingreso eran diferentes. En la escuela nacional, cursábamos en grupo durante una semana las diferentes materias y luego evaluaban. En la escuela municipal, eran varios exámenes y a medida que aprobabas, seguías participando… hasta llegar al último que consistía en leer en voz alta un texto que te daban allí -lectura a primera vista- y preparar un monólogo para compartirlo frente a les docentes que evaluaban si ingresabas finalmente o no, luego de aquella carrera de obstáculos.
Elegí para el monólogo uno de los textos de Historias de cronopios y famas: “Comercio”.
Recuerdo el escenario inmenso del Teatro Sarmiento (al lado de donde se encontraba el Zoo de Bs.As). Les profesores en las butacas muy lejos de mí -no se les veía los rostros-, me preguntaron si quería tomar algo de la escenografía que tenía allí. Dije que no. Y así, sin un vestuario específico, con la voz y el cuerpo en todo su color desplegado, “narré” la historia de estos cronopios que cantaban y bailaban tregua catala mientras llenaban de color la ciudad.
Ese día inolvidable, no sabía yo que muchos años después, dedicaría mi vida a la lectura y a la narración oral.
Descubrí en La vuelta al día en ochenta mundos la publicación de una crónica que escribió Julio Cortázar en el año 1952, luego de escuchar un concierto de Louis Armstrong en París. Allí, en esa crónica, hablaba por primera vez Cortázar, refiriéndose al músico de jazz, de los cronopios, los famas y las esperanzas…
“Louis, enormísimo cronopio“ -así tituló a la crónica-.
“…Parece que el pajarito mandón –más conocido por “Dios”– sopló en el flanco del primer hombre para animarlo y darle espíritu. Si en vez del pajarito hubiera estado ahí Louis para soplar, el hombre habría salido mucho mejor. La cronología, la historia y demás concatenaciones son una inmensa desgracia. Un mundo que hubiera empezado por Picasso, en vez de acabar por él, sería un mundo exclusivamente para cronopios, y en todas las esquinas los cronopios bailarían tregua y bailarían catala, y subido al farol del alumbrado Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa, para que comieran los niños y los perros…”
Mamá Sara, papá Ricardo -amante del jazz, de Louis Armstrong en particular-, facilitaron y provocaron de manera muy cronopia mi feliz acercamiento a los libros y a la lectura.
Mi agradecimiento es infinito.
Les comparto aquí el texto “Comercio” que encontrarán en Historias de Cronopios y Famas, de Julio Cortázar.
Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.
Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.
Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rosedal, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:
Crueles cronopios cruentos!. Crueles!
Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el más intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.
Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.
¡Hermosa tu historia Diana!¡ Te veo bailando tregua y bailando catala entre los libros y los ladrillos de tu casa!
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