El fin de la infancia: una distopía diferente
A cien años del
nacimiento de Arthur C. Clarke, Mario Méndez recuerda El fin de la infancia, una de las más bellas novelas de
este prócer de la Ciencia Ficción, como un homenaje al autor, y una
invitación a la lectura.
Por Mario Méndez
En estos días se cumplen cien años del nacimiento de uno de
los grandes maestros de la Ciencia Ficción, el inglés Arthur Clarke, quien
creara tres leyes inolvidables:
1ª: Cuando un científico eminente pero anciano afirma
que algo es posible, es casi seguro que tiene razón. Cuando afirma que algo es
imposible, muy probablemente está equivocado.
2ª: La única manera de descubrir los límites de lo
posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
Y la más poética y entrañable de las tres:
3ª: Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es
indistinguible de la magia.
Clarke, científico y novelista, es el autor de la muy
famosa novela 2001, Odisea del espacio (y de sus continuaciones fechadas
en 2010, 2061 y 3001), así como de las no menos importantes Cita con Rama (que
también tiene tres novelas subsidiarias) y El fin de la infancia, que es
de la que quiero hablar.
Digo desde el título que El fin de la infancia es
una distopía distinta y quizás alguien podría decirme que no es en absoluto una
distopía, sino una utopía. Puede ser. De todas maneras, estas clasificaciones
solo son un apoyo en el que pararse, un trampolín en el que pegar el saltito
para zambullirse en esta especie de juego –en el mejor de los sentidos,
cortazariano diría-, que es la discusión literaria.
La novela comienza con el esperado (y tan demorado)
encuentro de la humanidad con los extraterrestres. Sobre cada una de las
principales capitales del mundo flota una inmensa nave espacial, y los
visitantes, que el periodismo bautiza como “súper señores”, que al principio
provocan miedo y rechazo, pronto demuestran que han venido para beneficiar a la
humanidad. La tierra florece, desaparecen la guerra y la miseria, reina la paz
y la concordia, el hombre florece. Y los súper señores, que no se dejan ver (no
contaré por qué, pero la razón, que se revela pasada la mitad del libro, es una
genialidad), son finalmente aceptados como lo que son: benefactores.
¿Y entonces por qué, si todo es progreso, esta novela
podría considerarse distópica?, podría preguntar un hipotético lector de esta
nota, un futuro lector de la novela. Porque el fin de la infancia no solo es el
fin del mundo que conocemos, sino el fin de una etapa de la vida humana, una
humanidad que debe cambiar. ¿Cómo? No lo diré, porque esta nota, que quiere
homenajear a Arthur C. Clarke a cien años de su nacimiento, intenta que el
homenaje sea de veras completo: que algún lector, interesado por lo que estoy
escribiendo, vaya a la biblioteca, o a la librería, consiga un ejemplar de esta
vieja novela que editó Minotauro hace medio siglo, y la disfrute, como la
disfruté yo cuando era un pibe y volví a disfrutarla un par de veces más, en
gozosas lecturas de verano.
Arthur C. Clarke, con Ray Bradbury e Isaac Asimov, forman
el tridente patriarcal de la Ciencia Ficción con que Minotauro y luego El
péndulo, nos sedujeron a todos sus cultores. Por su pluma sencilla y vigorosa,
por su imaginación y sus inolvidables novelas, ¡salud, maestro! Larga vida en
la memoria de sus lectores, los viejos como yo y los nuevos que seguramente
seguirá cosechando.
El fin de la infancia
Arthur C. Clarke
Minotauro,
1984.
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