Todas las navidades, navidad
-Vamos, Luis. Ya
estamos cerquita y hay muchos juguetes.
Caminaba un poco
más rápidamente y volvía a retrasarse.
-Zezé, estoy
cansado.
-Te voy a alzar
un poco, ¿quieres?
Abrió los brazos
y lo cargué un tiempo. ¡Pero vaya! ¡Pesaba como si fuese plomo! Cuando llegamos
a la Calle del Progreso quien estaba bufando era yo.
-Ahora caminas
otro poquito.
El reloj de la
iglesia dio las ocho.
-¿Y ahora? Había
que estar allí a las siete y media. Pero no importa, hay mucha gente y van a
sobrar los juguetes. Traen un camión lleno.
-Zezé, me está
doliendo un pie.
Me incliné:
-Voy a aflojarte
un poco el cordón y mejorará.
Íbamos cada vez
más despacio. Parecía que el Mercado no llegaba nunca. Y después todavía teníamos
que pasar la Escuela Pública y doblar a la derecha en la calle del Casino Bangu.
Lo peor de todo era el tiempo, que parecía volar a propósito.
Llegamos allá
muertos de cansancio. No había nadie. Ni parecía que hubiera habido
distribución de juguetes. Pero la hubo, sí, porque la calle estaba llena de papel
de seda arrugado. Los trocitos de papel coloreaban la arena.
Mi corazón
comenzó a inquietarse.
Cuando llegamos,
don Coquito estaba ya cerrando las puertas del Casino.
Extenuado le dije
al porteto:
-Don Coquito, ¿ya
se acabó todo?
-Todo, Zezé.
Ustedes llegaron muy tarde. Esto fue como un alud.
Cerró media puerta
y sonrió bondadosamente.
-¡El año que
viene tienen que venir más temprano, dormilones!...
Pero sí que
importaba. Estaba tan triste y desilusionado que hubiese preferido morir antes de
que sucediese aquello.
-Vamos a
sentarnos allí. Necesitamos descansar un poco.
-Tengo sed, Zezé.
-Cuando pasemos
por lo de don Rozemberg pedimos un vaso de agua. Alcanza para los dos.
Solamente en ese
momento descubrió toda la tragedia. Ni habló. Me miró haciendo pucheros y con
los ojos perdidos.
-No importa,
Luis. ¿Sabes? Voy a pedirle a Totoca que le cambie la cola a mi caballito “Rayo
de Luna” para dártelo como regalo de Papá Noel.
Pero continuó
lloriqueando.
-No, no hagas
eso. Tú eres un rey. Papá dijo que te bautizó Luis porque era el nombre de un rey.
Y un rey no puede llorar en la calle, frente a los demás, ¿sabes?
Apoyé su cabeza
en mi pecho y me quedé alisándole el cabello enrulado.
-Cuando sea
grande, voy a comprar un coche bonito como el de don Manuel Valadares. Ese del
Portugués, ¿te acuerdas? Ese que pasó una vez delante de nosotros en la Estación,
cuando estábamos saludando al Mangaritiba… Bueno, voy a comprar un cochazo lindo,
lleno de regalos, y sólo para ti… Pero no llores, que un rey no llora.
Mi pecho explotó
con enorme amargura.
-Juro que lo voy
a comprar. Aunque tenga que matar y robar…
No era mi
pajarito el que comentaba eso, allá adentro. Debía ser el corazón.
Solamente eso podía
ser. ¿Por qué el Niño Jesús no me quería? Él amaba hasta al buey y al burrito
del pesebre. Pero a mí, no. Y él se vengaba porque yo era el ahijado del
diablo. Se vengaba de mí dejando a mi hermano sin su regalo. Pero Luis no
merecía eso. Ningún angelito del cielo podía ser mejor que él.
Comentarios
Publicar un comentario