El retrato, de Nicolái Gógol

En más de una oportunidad, los autores clásicos de la literatura incluyeron las artes visuales en sus relatos. Uno de esos casos es “EL retrato”, de Gogol, en el que la mirada del personaje de un retrato, impulsa a un joven pintor a comprar la obra y llevarla a su casa, sin sospechas las consecuencias que tendrá que vivir cotidianamente, a partir de esa adquisición.


“En parte alguna se detenía tanta gente como ante la pequeña tienda situada en el pasaje de Schukin. En efecto, esta tienda ofrecía una colección muy variada de curiosidades: los cuadros en su mayoría estaban pintados al óleo, barnizados de verde oscuro y colocados en marcos de oropel, de un amarillo subido. Un paisaje de invierno, con árboles blancos; un atardecer muy rojizo, semejante a un incendio; un campesino flamenco con pipa y un brazo dislocado, que se parecía más bien a un galápago con puños que a un hombre. Tales eran sus motivos o argumentos favoritos. A todo esto hay que agregar unos grabados, un retrato de Josev Mirza con gorro de piel de carnero y unos retratos de unos generales con tricornios y nariz aguileña.

Además, las puertas de esta clase de tiendas suelen estar llenas de obras litográficas, estampadas en grandes hojas, que dan testimonio del talento instintivo del hombre ruso. En una aparecía la zarina, Miliktrisa Kirbitievna; en otra, la ciudad de Jerusalén, a cuyas casas e iglesias se les había aplicado, sin más ni más, una pintura roja, que envolvía también una parte de la tierra, y dos campesinos rusos con manoplas en actitud de orar.

No hay, ciertamente, muchos compradores para estas producciones y, sin embargo, abundan los espectadores. Algún lacayo holgazán se detiene fácilmente ante ellas con una marmita en la mano, en la que suele llevar la comida del restaurante para su amo, quien, sin duda alguna, se ve obligado a comer la sopa no muy caliente, por causa del criado. Junto a él, se halla con dignidad algún soldado, envuelto en su capote, asiduo frecuentador del mercado, que ofrece dos cortaplumas, y una vendedora de Ojta con una caja llena de zapatos.

Cada cual se entusiasma a su manera; los campesinos, por lo general, señalan con el dedo; los caballeros suelen contemplar con aire grave; los jóvenes artesanos se ríen y se burlan unos de otros, haciendo mofa de las caricaturas; los viejos lacayos, con sus capotes de frisa, los miran para pasar solamente el tiempo, y las vendedoras, jóvenes mujeres rusas, acuden por instinto a escuchar los chismes de la gente y miran lo que miran los demás.

Por aquel entonces se detuvo, sin querer, delante de la tienda, un joven pintor, llamado Chartkov, que por casualidad pasaba por el pasaje. Su viejo capote y su traje modesto revelaban que era un hombre que se consagraba a su trabajo con abnegación y no tenía tiempo para preocuparse de su ropa, lo que siempre suele tener un misterioso atractivo para la juventud. Se paró delante de la tienda, y al principio aquellos horribles cuadros le hicieron reír. Por fin empezó sin querer a reflexionar sobre quién podría necesitar aquellas producciones. No le extrañaba que el pueblo ruso se entusiasmase por ese Jeruslan Lazarevich, comilón y bebedor, por Foma y Erioma. Los objetos representados eran perfectamente comprensibles para el pueblo. Pero ¿dónde están los compradores de esos abigarrados y sucios pintarrajos al óleo? ¿A quién podrían gustar esos campesinos flamencos, esos paisajes rojos y azules, que intentan demostrar en cierto modo un afán por alcanzar un nivel artístico superior, pero en el que se refleja su profundo fracaso y humillación?

Al parecer, aquéllas no eran las obras de un niño que pintase sin ayuda de maestro. De serlo, se hubieran manifestado algunos rasgos de ingenio en el maremágnum de inexpresivas caricaturas.
Allí no se veía más que estupidez, impotencia estética, decrepitud de talento introducido subrepticiamente en los reinos del arte; solamente en los oficios inferiores puede manifestarse esa constancia y fidelidad vocacional del temperamento ramplón que pretende llevar sus normas currinches a las moradas del arte puro.

Los colores de aquella dantesca exposición eran idénticos en todos los cuadros, como idéntico era su estilo, dimanantes ambos de un autómata toscamente constituido antes que de un hombre.
Durante mucho tiempo permaneció delante de esos sucios cuadros, y casi sin pensar en ellos. Mientras tanto, el amo de la tienda, hombre sin importancia, vestido con capote de frisa y con la barba sin afeitar desde el domingo, le hablaba con insistencia y regateaba el precio, sin saber lo que a él le gustaba y lo que iba a comprar.
—Aquí, por estos campesinos y este pequeño paisaje, no le cobraré más de un billete de banco. ¡Mire qué pintura! Salta a la vista, por decirlo así; acaban de llegar estos cuadros, y el barniz no está aún seco. Pero si no, aquí tiene un paisaje de invierno. ¿Por qué no lo compra usted? Cuesta tan sólo quince rublos. ¡El marco solo los vale! ¡Mire qué invierno!
Aquí el comerciante tecleó ligeramente con las puntas de los dedos en el lienzo, para demostrar probablemente la calidad del invierno.
—¿Desea el señor que los ate y los mande a su casa? ¿Su dirección, por favor? Tú, muchacho, tráeme una cuerda.
—Espera, hermano, no tan de prisa —dijo el pintor, interrumpiendo sus meditaciones, al ver que el vivaz comerciante se disponía a atarlos efectivamente.
Le resultaba desagradable no comprar nada después de haber pasado tanto tiempo en la tienda, y dijo: —Espera, a ver si encuentro aquí algo para mí. E inclinándose empezó a levantar del suelo los viejos mamotretos cubiertos de polvo, los cuales, evidentemente, no eran muy apreciados. Allí había antiguos retratos de antepasados, cuyos descendientes, seguramente, no se podrían encontrar en el mundo entero; pinturas desconocidas, con el lienzo roto y los marcos sin dorado. En una palabra: viejos trastos. Pero el pintor se puso a examinar pensando: "Quizá se encuentre algo". Muchas veces había oído decir cómo los cuadros de los grandes artistas habían sido descubiertos a veces entre los cachivaches de una tienda.

Al ver adónde había ido a parar el pintor, el propietario se mostró menos servicial y volvió a ocupar su puesto delante de la puerta con su postura habitual, llena de dignidad, como era conveniente a su negocio, llamando a los transeúntes, a la par que señalaba con una mano su tienda.
—¡Ven acá, padrecito! ¡Hay cuadros! Pase, pase.
Se desgañitaba, pero casi siempre sin conseguir efecto alguno ni alcanzar éxito; charlando hasta no poder más con el vendedor de retales, que estaba también a la puerta de la tienda. Al fin, acordándose del comprador que estaba en el interior, dio la espalda a los que estaban en la calle y entró.
—Qué, padrecito, ¿ha escogido usted algo?
Pero el pintor desde hacía ya un buen rato permanecía inmóvil ante un cuadro, un retrato con marco grande, que en algún tiempo debiera de haber sido magnífico, pero en el que entonces apenas si brillaban los vestigios del pasado.
Representaba a un anciano con el rostro de color bronceado, delgado y con los pómulos salientes; parecía como si el artista hubiese captado sus facciones en el movimiento convulsivo y no produjesen la impresión de vigor nórdico. El ardiente Sur se reflejaba en ellos. El anciano vestía un holgado traje asiático.

Aun cuando el retrato estaba deteriorado y lleno de polvo, logró,después de haberlo limpiado, descubrir en él vestigios de la obra de un gran artista. Parecía como si el retrato estuviese inconcluso, pero el vigor del pincel era grandioso. Lo más extraño eran sus ojos. En ellos el artista parecía haber concentrado toda la fuerza del pincel y toda su habilidad. Le miraba a uno como si dijéramos saliéndose del retrato, deshaciendo toda la armonía por su singular viveza. Cuando acercó el retrato a la puerta, los ojos le miraron todavía con más fuerza. Estos ojos causaron casi la misma impresión en todos los presentes. Una mujer que se había detenido detrás de él exclamó: "¡Me mira!" Y retrocedió. El pintor experimentaba una sensación desagradable e incomprensible y colocó el retrato en el suelo.
—Qué, ¿se lleva usted este retrato? dijo el propietario.
—¿Cuánto quieres por él? preguntó el artista.
—No le voy a pedir mucho. Deme 75 kopeks.
—No.
—¿Cuánto entonces?
—Veinte—dijo el pintor en actitud de marcharse.
—¡Pero qué precios ofrece usted! Por 20 kopeks ni el marco se puede comprar. ¡Señor, señor, vuelva usted! ¡Ponga 10 kopeks más! ¡Lléveselo, lléveselo y deme los 20 kopeks! Pues bien
digo la verdad, se lo doy para poder comenzar la venta, porque es usted el primer comprador…”




Nicolái Gógol
(1809-1852)

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