Van Gogh el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud


Uno de los textos emblemáticos en los que se cruza la literatura con las artes visuales es, sin dudas, Van Gogh, el suicidado por la sociedad, de Antonin Artaud, en el que se presentan las circunstancias de la vida y la muerte del pintor, relacionadas con el peso de la sociedad, la familia y la psiquiatría. Compartimos un fragmento en el que el gran escritor francés reflexiona sobre aspectos de la pintura de Vincent Van Gogh.

  



Post Scriptum

“Vuelvo a la pintura de los cuervos.
¿Alguien vio alguna vez una tierra semejante al mar como en esta tela?
Van Gogh es, entre todos los pintores, el que más hondo nos despoja hasta llegar a la esencia, pero a la manera de quien se despoja de una obsesión.
La obsesión de transformar los objetos en otros, la de animarse a arriesgar el pecado del otro: y aunque la tierra no puede hacer galas del color de un mar líquido, es justamente como un mar líquido que Van Gogh plasma su tierra como una serie de golpes de azadón.
E inunda la tela de un color de borra de vino; y es la tierra con olor a vino la que todavía salpica entre oleadas de trigo, la que eleva una cresta de gallo oscuro contra las nubes bajas que se amotinan en el cielo por todos lados.
Pero como ya he dicho, lo tenebroso del asunto radica en la magnificencia con que están representados los cuervos.
Ese color almizclado, de nardo extravagante, de trufas podrían provenir de un gran banquete.
En las hondonadas violáceas del cielo, dos o tres cabezas de ancianos de humo semejan una mueca de apocalipsis, pero allí están los cuervos de Van Gogh alentándolos a un mayor decoro, quiero decir a menos espiritualidad,
                 y es precisamente lo que Van Gogh quiso decir en esa pintura, con un cielo rebajado, como delineada en el mismo instante en el que él se liberaba de la existencia, ya que esa pintura tiene además una rara tonalidad casi pomposa de nacimiento, de boda, de despedida,
                 oigo el sonido de las alas de los cuervos como fuertes golpes de cimbal por encima de una tierra cuya corriente Van Gogh ya no parece poder contener,
                 después de la muerte,
                 los olivos de Saint Remy.
                 El dormitorio.
                 El ciprés solar.
                 La cosecha de las olivas.
                 Los Aliscamps de Arlés.
                 El café de Arlés.
                 El puente donde a uno se le dispara el deseo de meter el dedo en el agua en una impulsiva y violenta regresión infantil llevado por la fuerza prodigiosa de la mano de Van Gogh.
                 El agua azul
                 no de un azul de agua
                 sino de un azul de pintura líquida.
                 El loco suicida pasó por ahí y restituyó a la naturaleza el agua de la pintura,
                 pero a él, ¿quién se la va a restituir?

                ¿Acaso Van Gogh era loco?
                Si alguien supo alguna vez contemplar un rostro humano, que contemple el autorretrato de Van Gogh, hablo de ese del sombrero blando.
                Pintado por el Van Gogh supralúcido, esa cara de carnicero colorado que nos mira inquisitivamente y vigila, que nos inspecciona con mirada torva.
                No conozco a ningún psiquiatra capaz de inspeccionar un rostro humano con una fuerza tan arrasadora, como diseccionando con un estilete su indiscutible psicología.
            El ojo de Van Gogh es el de un gran genio, pero por la manera en que lo veo diseccionarme brotando de la profundidad de la tela, ya no es el genio de un pintor el que siento vivir en él en éste momento, sino el genio de un filósofo como nunca supe en la vida de alguien semejante.
            No, Sócrates no tenía esa mirada; solamente el desafortunado Nietzche tuvo tal vez antes que él esa mirada que desnuda el alma, desata al cuerpo del alma, desnuda el cuerpo del hombre más allá de las argucias del espíritu.
           La mirada de Van Gogh está soldada, colgada, petrificada detrás de sus párpados pelados, de sus cejas ralas y sin ceño.
           Es una mirada que taladra, que penetra directa, partiendo de ese rostro moldeado a golpes como un árbol hachado a escuadra.
Pero Van Gogh congeló el instante en que la pupila va a hundirse en el vacíen que esa mirada dirigida hacia nosotros como el proyectil de un meteoro, adquiere el color inexpresivo del vacío y de lo inerte que lo inunda. “       

        

  







Vincent Van Gogh
(1853-1890)

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