Por el poder de las Galias

Hace 60 años se publicaba el primer número de Asterix, la historieta del superhéroe galo que ponía a raya a los romanos gracias a una poción mágica.
 

 

Por Diego Fernández Romeral

El encargo que recibieron tenía dos condiciones: en primer lugar, debían trabajar en una historieta que ensalzara la cultura francesa; en segundo lugar, esa historieta tenía que centrarse en un único personaje. Finalizaba la década del cincuenta y la posguerra todavía se cernía sobre Francia como una sombra de muerte. La ocupación nazi aún podía respirarse en el aire y el aluvión de películas provenientes de Hollywood –sumado al desembarco de Superman como símbolo del triunfo occidental–, imponía el sueño americano como única salida. Los directores de la editorial Dargaud le encargaron entonces al guionista René Goscinny y al ilustrador Albert Uderzo una historieta que les diera un héroe francés con el que volver a identificarse como pueblo. Hace exactamente sesenta años, cuando los creadores de Asterix lanzaban el primer número de lo que sería el cómic más famoso y vendido de toda la historia europea, dejaban una primera verdad entre sus páginas: no habían cumplido con ninguna de las dos condiciones.

El 29 de octubre de 1959, la revista francesa Pilote –que nacía ese mismo día, fundada y dirigida por René Goscinny– publicaba la historieta Asterix el Galo. Estaba ambientado en un pequeño pueblo situado en Armórica –una región del noroeste francés– que en el 50 A.C. aún resistía la ocupación romana. Sus habitantes lo hacían gracias a una poción mágica que les daba una fuerza sobrehumana: cada vez que se cruzaban con alguna legión proveniente de los cuatro campamentos romanos que los rodeaban, los sacaban a las piñas (aunque siempre teñidos por las traducciones españolas en su arribo a Latinoamérica, la cosa era “a los castañazos”). Todo eso quedaba planteado en la primera página. De ahí en adelante comenzaba la subversión de Goscinny y Uderzo.

En primer lugar, ese pueblo que debía reivindicar los valores franceses estaba hecho por una caricatura de sí mismo. Contaba entre sus filas con Asterix, un pequeño héroe intrépido y solterón; Obelix, su partenaire bruto y sentimental; Abraracurcix, un jefe de aldea supersticioso y holgazán; Panoramix, un druida sabio que solía intoxicarse con sus pociones; Asuranceturix, un bardo que destruía los oídos de su público e Ideafix, un diminuto perro schnauzer al que se le quería encargar que transporte inmensos menhires. En segundo lugar, Asterix –ese héroe supuestamente pergeñado para enaltecer la causa francesa–, no podía concebirse sin la compañía de su amigo Obelix. Lo cierto fue que todos ellos se ocuparon, desde sus irreverentes viñetas, de conquistar el mundo al mismo tiempo que lo ridiculizaban.

“Astérix es una parodia. Yo diría, si acaso, que es precisamente una parodia del chauvinismo. Sus temas, si se mira con detalle, son los de la gente que nos rodea. Para determinar las nacionalidades hay que acudir a sus tópicos”, declaraba René Goscinny en 1973 a la revista española Bang!. “El español medio, como el francés medio o el italiano medio, tienen su pluriempleo y sus problemas laborales, y por la calle no son reconocibles, pero para determinarlos tengo que reírme precisamente de sus tópicos: vestir al español de torero, convertir al francés en un ‘Monsieur Dupont’ y hacer ardiente al italiano”.

Para ese entonces, casi quince años después de la salida de Asterix, su historieta ya había lanzado veinte números y dos tercios de la población francesa tenía leído por lo menos uno de ellos; el presidente De Gaulle había utilizado los nombres de sus personajes para llamar a su propio gabinete y el primer satélite francés, bautizado Asterix, estaba en órbita. Faltaban por delante otros 18 números –el último de ellos, “La hija de Vercingetórix”, fue publicado hace menos de una semana–, una decena de películas animadas y ficcionadas –con participaciones como las de Gerard Depardieu en el rol de Obelix– y la fama mundial: hasta la fecha, Asterix lleva vendidas más de 350 millones de copias –solo por debajo de Batman y Superman– y fue traducido a 110 lenguas. A René Goscinny, la mente detrás de la criatura, apenas le quedaban cuatro años de vida.

Nacido en Francia el 14 de agosto de 1926, Goscinny fue llevado hasta la Argentina junto a toda su familia cuando apenas tenía dos años. Su padre, un ingeniero químico judío, había conseguido un salvoconducto a través de la Jewish Colonization Association –creada por el Barón Maurice de Hirsch para propiciar la emigración judía en medio de la Primera Guerra Mundial– y así se instalaron en el pasaje Sargento Cabral 875, en el corazón de Retiro. El pequeño René se fascinó en esa casa con las historietas de Patoruzú –creado por el historietista argentino Daniel Quintero– y comenzó a dibujar en su adolescencia caricaturas de Hitler, Mussolini y Stalin. Hasta que en la navidad de 1943, poco después de haber terminado el bachillerato en el Liceo Francés, su padre murió a causa de una embolia. Entonces René Goscinny emprendió un viaje que lo llevó a formar parte de la Resistencia francesa frente a la ocupación nazi y luego del circuito cultural neoyorkino, donde trabajó junto a los creadores de la prestigiosa revista Mad, dándole vida al vaquero Lucky Luke, el primero de sus personajes famosos. En ese cruce de caminos se fue conjurando Asterix.

De allí surgirían también las teorías que auscultaban en el héroe galo el ADN del cacique tehuelche y en el personaje de Upa –su hermano menor, un gigante de barriga enorme y fuerza sobrehumana– el antecedente directo de Obelix. O las que aseguraban que el binomio de Asterix y Obelix era en realidad un desprendimiento de ese poderoso arquetipo que prefiguraron el dúo cómico de Laurel y Hardy: El gordo y el flaco. Lo cierto es que la fama ganada por Goscinny en Estados Unidos le valió para ser convocado por la revista francesa Tintín a fines de los cincuenta, donde conocería finalmente a Albert Uderzo. Junto a ese ilustrador miope que había nacido con seis dedos en la mano izquierda y otros seis en la derecha –de los que le habían amputado uno de cada mano–, iban a dibujar y narrar las aventuras de los galos más populares de la historia.
 
El humor de Asterix en su clásico encono con los galos.

Las armas con las que los dotaron para lograrlo no fueron tantas. Bastó con la poción mágica, un deseo intrínseco de aventuras, la pasión por los banquetes y los jabalíes asados y un único miedo: que el cielo se caiga sobre sus cabezas. Pero esa simpleza aparente iba profundizando sus raíces con los permanentes guiños históricos y culturales, el constante diálogo entre el pasado y el presente –en las viñetas podían aparecer desde carruajes tuneados y redes de tráfico de hoces doradas hasta personajes que emulaban a Winston Churchill, John Lennon o Napoleón– y un manejo exquisito de los conflictos que hacen a la condición humana.

A través de la parodia, Goscinny y Uderzo trabajaron una mirada sensible sobre la amistad, la envidia, la lealtad, la torpeza, la valentía, la mentira, la confianza, la violencia, la alegría, el desprecio y los siete pecados capitales. Se metieron con el amor no correspondido –ese afligido triángulo conformado por Obelix y la pareja shakespereana que eran Tragicómix y Falbala–, la vejez –la construcción de un Edadepiedrix que tenía mucho más de verde que de sabio– y el poder: Asterix y Obelix jamás se interesaron por destronar a Julio César –que siempre tenía su cameo–, lo único que les importaba era desafiarlo. A partir de ese primer pedido que habían recibido de parte de la editorial Dargaud, Goscinny y Uderzo encontraron el rumbo hacia la misteriosa sentencia de León Tolstoi, en la que el escritor ruso aseguraba: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Hasta que el camino que venían recorriendo juntos fue cercenado por la muerte.

El 5 de noviembre de 1977, René Goscinny –considerado ya el mayor historietista de Francia–, murió de un paro cardíaco. Llevaba publicados 22 libros de Asterix en coautoría con Uderzo, en los que sus personajes habían recorrido Bretaña, Hispania, Córcega, Helvecia y Bélgica entre muchos otros destinos, habían dejado en ridículo a los romanos (que estaban “todos majaretas”), descubierto infiltrados, dado la vuelta a la Galia, cruzado el Océano Atlántico, enfrentado a los Godos, ganado los Juegos Olímpicos, superado de mil maneras a Julio César, llenado de miedo a los Normandos y hasta deslumbrado a Cleopatra. Pero la muerte prematura de Goscinny torció ese rumbo mágico. Albert Uderzo decidió continuar solo la travesía, pero no pudo volver a dar con esa piedra filosofal que habían tenido entre manos. A pesar de ampliar el terreno hacia ciertos temas soslayados, como la paternidad o la eterna soltería de Asterix, el poder de la imaginación que recubría cada aventura ahora se presentaba apenas como la repetición de un truco remanido.

Fueron diez las historias de Asterix que Albert Uderzo editó en soledad a lo largo de treinta años –aunque las historietas siempre llevaron la firma de los dos autores–, hasta que en 2007 decidió alejarse de sus personajes. Para ese momento los galos ya se habían convertido en un negocio multimillonario en el que ninguno de sus participantes quería perder su tajada. Las ganancias que generaban Asterix y Obelix venían no solo de las tiradas cada vez más grandes de historietas sino también de las películas, de un sinfín de muñecos, figuras coleccionables y ropa en las tiendas de casi todas las capitales mundiales y hasta de un inmenso parque de diversiones parisino que era la principal competencia de Disneyland Paris. Ese año Uderzo cedió todos los derechos a la editorial transnacional Hachette Livre por 13 millones de euros. Pero la operación fue frenada por su hija, quien presentó una demanda judicial por “abuso de debilidad” en perjuicio de su padre. Ya muy lejos del foco estaban las aventuras y la bonhomía de aquellos galos irreductibles.

La multimillonaria rencilla familiar continuó al año siguiente, con Albert Uderzo denunciando a su hija por “violencia psicológica” a partir de las acusaciones que ella le hacía en público, en las que aseguraba que vender los derechos de Asterix era un acto “inmoral”. Hasta que finalmente, en 2013, padre e hija se reconciliaron y dividieron el pago de Hachette Livre. “Llegué a pensar, un día, que Asterix y Obelix no me sobrevivirían. Creía que ellos desaparecerían con mi muerte. Quizá se trataba de un punto de vista muy egoísta. Los personajes también pertenecen a sus lectores”, declaró Albert Uderzo poco después de cerrar el trato, que dejó a sus personajes en manos del guionista Jean-Yves Ferri y del dibujante Didier Conrad, quienes hasta la fecha llevan publicados cuatro nuevos tomos.

En el lanzamiento del primero de ellos, “Asterix y los píctos”, cuando le preguntaron a Yves Ferri cómo pensaba revivir la parodia y la épica propias de la serie, él respondió: “Bueno, basta con imaginar la tradicional escena final del banquete, imaginar una nueva viñeta, mirando hacia atrás… hasta conseguir llegar al principio. Nada más fácil”. Pero las críticas y el público fueron categóricos: era imposible volver a sentir en las nuevas historietas esa misteriosa admiración y cercanía que generaban los galos de Goscinny y Uderzo. El poder de la simpleza no parecía estar en manos de Yves Ferri como tampoco lo había estado en la soledad de Uderzo. Hoy, mientras Asterix y Obelix llevan sesenta años resistiendo las invasiones del César, lo que sigue flotando a través de ellos es una misteriosa pregunta: ¿Cómo es posible pintar la propia aldea?
 

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