TRAS LAS HUELLAS DE CAPERUCITA
Lunes tras lunes nos reunimos con un grupo de adultos y adultas mayores de diferentes Centros de día para recorrer los barrios de la Ciudad de Buenos Aires. En los que, esperamos, sean los últimos tiempos de cuidados sanitarios, la reunión y el recorrido los realizamos de manera remota, cada uno y una desde su casa, conectados por las pantallas, las lecturas, los recuerdos, los lugares y personajes más significativos que dejaron su huella en la memoria de esos barrios.
Cada semana “visitamos”, a modo de excusa, uno de
los tantos lugares que nos convocan: un edificio histórico, una zona
significativa, un personaje emparentado con un barrio en particular. El diálogo
con las y los asistentes se alimenta de algún texto literario que seleccionamos
y que participa de la conversación. Luego surge el intercambio de memorias, las
conexiones, los puntos en común. Y después las palabras ayudan a intervenir una
imagen, dictando ilustraciones que se aplican con técnicas digitales a una foto
del barrio protagonista del encuentro, para volver a sentir propio el espacio
público que añoramos tanto en estos meses pasados. Al final del trayecto por
los encuentros, esperamos obtener un mapa virtual de la Ciudad que recopilará
el diálogo establecido entre participantes, lecturas, autores, imágenes y
lugares.
Esta semana, la calle “Caperucita”, de Parque
Chacabuco, nos permitió conocer la historia del barrio, cuyos orígenes se
emparentan con un polvorín situado donde hoy está el espacio verde (el tercero
en tamaño de Buenos Aires, después de los parques Tres de Febrero y
Avellaneda), y cuya su presencia inquietaba a los vecinos por la cercanía con
sus hogares. A principios del SXX, y con diseño del famoso paisajista Carlos
Thays nació allí el Parque que luego dio nombre a todo un barrio. La Iglesia de
la Medalla Milagrosa, la sede del Instituto Vocacional de Arte Manuel Lavardén,
los barrios Emilio Mitre, Butteler y Cafferatta, originalmente planificados y
construidos por el Estado como parte de diferentes proyectos de viviendas
populares, la Autopista 25 de mayo invadiendo violentamente la armonía del
lugar, son algunos de los puntos de interés que recorrimos durante el
encuentro.
Una calle y una escultura en una de las ciudades
más importantes de Latinoamérica y el mundo, no hacen más que remarcar la
presencia en la cultura universal de este personaje nacido en la tradición oral
y que fue tomado por el también francés Charles Perrault de las historias que
escuchaba entre sus criadas, para escribir un cuento con una moraleja
advirtiendo a las señoritas “bien hechas, amables y bonitas” sobre los “lobos
zalameros”. A través de los siglos, el cuento de Caperucita fue revisitado en
infinidad de versiones y formatos, como la que incluyó el británico Roald Dahl
en su ya clásico “Cuentos en verso para niños perversos”, y que compartimos en
el encuentro de esta semana. La lectura abrió un abanico de recuerdos de las
historias favoritas de la infancia de los y las participantes y la inevitable
comparación con los contenidos de los cuentos que actualmente elegimos
compartir con los niños y niñas que nos rodean.
El encuentro quedó sintetizado a partir de la
imagen de la célebre “calesita de Tatín”, del Parque Chacabuco, intervenida con
las huellas que dejaron quienes compartieron con nosotras una lluviosa tarde de
invierno entre palabras y lecturas.
Palabras que dejan huella
Todos los lunes a las 14 hs.
Docentes: Natalia Fores y María Trombetta
CAPERUCITA ROJA Y EL LOBO
Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
“¿Puedo pasar, Señora?”, preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando: “¡Este me come de un bocado!”.
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
“Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!”.
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
“¡Esperaré sentado, lo adivino,
Caperucita Roja está en camino!”.
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se echó laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperucita a mediodía
y dijo: “¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!”.
“Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas”. “¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!”. “Claro, hijita,
son los lentes nuevos que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista”, dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el plato precedente. De repente
Caperucita dijo: “¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!”.
El Lobo, estupefacto, dijo: “¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…? Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa”.
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y - ¡pam! - allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque… ¡Pobrecita!
¿Sabes lo que la descarada usaba?
Ninguna caperuza desfilaba,
a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.
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