Literatura argentina de terror: un fenómeno que crece al ritmo de premios y traducciones
María Belén Aguirre, Luciano Lamberti y Agustina Bazterrica reflexionan sobre el auge del género y, en especial, sobre el importante rol que están teniendo las autoras, a partir de numerosos reconocimientos y adaptaciones a formatos audiovisuales.
El horror históricamente fue un género cultivado por escritoras; Ann Radcliffe (1764-1823) es una pionera de la novela gótica y Mary Shelley (1797-1851), otra británica, la gran creadora de monstruos, pero nunca antes, como de ahora a un tiempo atrás, han sido tantos los reconocimientos recibidos por autoras locales. Sobre esto reflexionan las escritoras Agustina Bazterrica, María Belén Aguirre y Luciano Lamberti.
Desde que Mariana Enríquez ganó el Premio Herralde de Novela por Nuestra parte de la noche en 2019, el terror local dejó de ser un gusto de nicho para convertirse en interés masivo y bestseller. Después, la autora de Los peligros de fumar en la cama asumió la dirección de Letras del Fondo Nacional de las Artes y se desató una polémica cuando lanzó la convocatoria al premio literario de la institución, que quedó delimitado al terror, la ciencia ficción y la fantasía. La decisión de que la distinción sea para una obra que se ocupe de lo siniestro, en momentos inverosímiles de pandemia y aislamiento, sirvió para sacar otra vez al género del nicho e instalarlo en las redes. La obra ganadora fue finalmente el poemario Siamesas y recayó en otra mujer, María Belén Aguirre.
Si el boom del horror que comenzó en los 70 con Stephen King como estrella indiscutida, capaz de liar lo sobrenatural con lo cotidiano como nadie, en la Argentina ese fenómeno lleva 10 años con voces como las de Mariano Quirós, Celso Lunghi, Diego Muzzio y Federico Falco (con un componente pesimista más fuerte, menos conciliatorio). Hoy el podio local lo ocupan Enríquez y Samanta Schweblin, con novelas como Distancia de rescate, próxima a estrenarse en su adaptación audiovisual en Netflix.
“Leo libros, no me importa si están escritos por mujeres o por hombres”, dice otro potente representante del género, Luciano Lamberti. Libros a los que se accede a través de un canon histórico de buena literatura –preferentemente blanca, heterosexual y masculina–, y de un mercado que hasta no hace mucho distribuía y comercializaba, preferentemente, ese canon y que ahora lo ha ampliado, en coincidencia con la cuarta ola feminista que, fagocitada por el capitalismo, alcanza circuitos comerciales y cubre con su manto la idea de lo políticamente correcto.
Este año Agustina Bazterrica renovó el reconocimiento a su novela Cadáver exquisito, que había ganado el Premio Clarín de Novela, y que ahora tiene el Premio Ladies of Horror Fiction, traducida por la canadiense Sarah Moses y publicada como Tender is a flesh (Tierna es la carne) por la editorial estadounidense Scribner. También este año otra argentina, Ana Llurba, ganó el premio Celsius con Constelaciones, cuentos que espera publicar para fin de año, en Argentina, el sello independiente 17 grises.
“A la hora de pensar el canon, me prefiero no binaria, andrógina, ni hombre ni mujer, todo a la vez –dice María Belén Aguirre–. El horror estuvo siempre, quizás ahora nos baste un vistazo para advertirlo, pero el canon se desplaza, es movedizo y es en los márgenes barrosos donde se cuecen las habas de la verdad humana. El canon complace. Los márgenes, no. Son incorruptibles, aunque tal vez en lo hondo de su ingenuidad algún soñador aspire al desangelado trono del consenso”.
—¿Cuál es la potencia que la hibridación, hoy presente en todos los géneros, le aporta a lo siniestro?
Luciano Lamberti: —Mi generación se crió leyendo pero también viendo películas en la tele, y creo que en ese sentido nadie puede distinguir muy claramente entre alta y baja cultura. El hecho de que pocos escritores argentinos puedan vivir de lo que hacen también es muy liberador: no tenemos esa clase de presiones.
María Belén Aguirre: —La hibridación explora y comunica, crea una ilusión de libertad creativa pero también pone de manifiesto un desasosiego de fondo, una estética de la insatisfacción que busca y busca, da vueltas la casa, rompe todo, quiere encontrar y en ese afán por hallar para seguir estando crea pastiches más o menos kitsch, más o menos camp. Pienso en la hibridación de los géneros cinematográficos cuando la industria atravesaba una crisis que la llevó a promover maridajes de lo más inusuales; retos que desafiaban al purismo, para convocar a públicos masivos. Es el miedo a la extinción lo que potencia lo probable.
Agustina Bazterrica: —En nuestro país el terror no se ubicó en una zona central como ocurrió en Estados Unidos, con escritores dedicados al terror como Shirley Jackson, Poe, Lovecraft. Si bien nuestros escritores incursionaron con algunas obras con atmósferas ominosas, siniestras o con cierta maldad psicológica –Quiroga en “La gallina degollada”; Silvina Ocampo en “Cielo de claraboyas” o “La novia del muerto” de Manuela Gorriti– el terror se movió por zonas marginales y esa es su mayor fortaleza, porque permitió mayor libertad, ahondar en el riesgo y en la experimentación, y eso implica salirse del corsé, hibridar. Un buen ejemplo es “El Matadero”, de Echeverría, nadie lo definiría como un cuento de zombies, ¿verdad?
—¿Por qué el cruce con el realismo es el que más convoca hoy?
L.L.: —La herencia de Stephen King y lo que hizo en términos de realismo es muy fuerte, es el Borges del género: medio ineludible pasar por él para pensarlo. Pero Cortázar me enseñó que darle argentinidad, un marco reconocible por el lector, es mucho más interesante a la hora de introducir lo sobrenatural.
M.B.A.: —En su factura más íntima el realismo está hecho de morbo, que es la forma degradada de la empatía, una suerte desgraciada de divina mímesis que replica hasta el abismo lo horrendo, una emocionalidad desapegada que mata lo poco humano que nos queda. Desde el Génesis hubiésemos querido asistir primeros a la escena del crimen de Caín, conocer en detalle la metodología fratricida y no tener que conformarnos con el interrogatorio admonitorio de Dios y todo lo que de él se infiere. Y aquí, sin habérmelo propuesto, he hibridado al terror con el género policial, a través de una trama discursiva de predominancia religiosa. La hibridación es un hecho inexorable. Una fatalidad humana.
A.B.: —Escribimos sobre lo que conocemos, incluso aquello desconocido o sobrenatural forma parte de las posibilidades de realidad y está hablando de ella. Drácula representa al noble que les chupa la sangre a los humildes. Los zombies son la masa de desclasados, los marginales que representan una amenaza. El fantasma habla de nuestro miedo inmemorial a la muerte, porque es el único que pudo regresar.
—¿Hay algo de época en la aceptación en ascenso de este género?
M.B.A.: —El triunfo de la no ficción no implica necesariamente la derrota de la ficción, sino un triunfo rarificado de la solidaridad. Esto no es fatal. Es móvil, retornable. Cuando la no ficción nos agobie, la literatura ficcional volverá. Creo que la pandemia ha provocado un fenómeno de manifestación dual: promovió la pasividad del lector-consumidor compulsivo que devora lo escabroso y ha despertado o ratificado el oráculo barthesiano de la muerte del autor; esto último, solo y solo si el autor tiene la gentileza de salirse del encuadre y dejar al lector la sugestiva tarea de imaginar. Existirían, pues, a mi parecer, dos clases de lectores: el lector que lee y el lector que escribe. Yo escribo para este último.
A.B.: —El capitalismo salvaje nos enseña a naturalizar la crueldad, ese capitalismo que toda persona perpetúa porque somos hijos e hijas y ese sistema en el cual estamos insertos se traslada a las narraciones, a la ficción. Algunas de esas obras lo ponen en cuestionamiento, nos corren de esos lugares y nos obligan a pensar qué naturalizamos y por qué.
—¿A qué responde el aumento de autoras en la oferta editorial y librera?
A.B.: —Escriben buena literatura, hablan de la condición humana, tocan temas universales que duelen de tal manera que una los puede tolerar y sus voces son iluminadoras. Además, durante siglos se leyó el punto de vista de escritores hombres, blancos, heterosexuales; ahora hay una necesidad sumar las otras voces, de ver cómo piensa la otra mitad del planeta: mujeres, trans, no binarias.
—Esta apertura general en la escucha hacia las voces que el canon ha dejado fuera, ¿habilita a otra disposición a la hora de escribir y pergeñar tramas?
A.B.: —Sí, porque desde siempre escribo sobre lo que me interpela, sobre lo que me incomoda. Y uno de los temas en los que pienso, sobre los que leo, es la complejísima matriz del patriarcado, porque si bien hay un poco más de apertura y un poco más de escucha, la realidad es que se sigue matando, excluyendo y silenciando a las mujeres. Entonces, sin dudas, es un tema presente que vuelco en lo que escribo.
—¿La pandemia puede haber intervenido en la forma de procesar y asimilar la literatura de horror?
A.B.: —Eso que parecía imposible, completamente descabellado, no lo era. Me pasó con mi novela Cadáver exquisito, donde aparece un supuesto virus que ataca a los animales y por eso no se los puede comer más.
Fuente: Télam
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